Cuatro toneladas de miel a la basura. Es la cantidad que Sebastian Seusing, un antiguo apicultor alemán, tuvo que tirar en 2020 tras encontrar altas concentraciones del herbicida glifosato en su producción. Seusing había tomado todas las precauciones posibles para poder certificar su miel como orgánica, pero le sirvieron de poco. El episodio lo llevó a dejar la apicultura y a denunciar al agricultor que sospechaba que había rociado el químico que terminó en su miel.
Seusing no es el único que está sufriendo algo que preocupa a apicultores y científicos por igual: los efectos de la intensificación de la agricultura en Europa van mucho más allá de los campos rociados y ni los rincones supuestamente más controlados escapan de ellos.
En Francia, François Le Dudal perdió el 80% de sus abejas en 2018 y culpa a los pesticidas utilizados por sus vecinos. En España, Rafael Cerdá, apicultor trashumante, vio aumentar la tasa de mortalidad de sus abejas drásticamente durante las últimas décadas. Algo que Europa va a intentar solucionar ahora con una nueva regulación recién presentada para reducir un 50% el uso de pesticidas en el continente.
Porque esta intensificación de la producción agrícola no fue fruto del azar ni del mercado. Estuvo directamente promocionada por la Unión Europea durante las últimas seis décadas. Con los efectos de la Segunda Guerra Mundial aún ahogando a la población del continente, la entonces Comunidad Económica Europea puso en marcha en 1962 la Política Agrícola Común, la PAC, con el objetivo de asegurar el suministro de alimentos en Europa a un precio asequible y ofrecer seguridad económica a los agricultores para que continuaran cultivando.
“Hablamos de una situación de mucha incertidumbre, mucha hambre. El objetivo era producir mucho y barato”, explica Noa Simon, directora científica de Beelife, una ONG que trabaja por la preservación de las abejas y otros polinizadores. “Eso ha llevado durante más de 50 años a un sistema productivo súper intensivo”, continúa. El esquema de subsidios recompensaba más cuanto más se producía. A partir de los años 90, la sobreproducción llevó a primar el número de hectáreas como el principal factor para la recepción de ayudas. Y así se mantuvo hasta hoy.
El problema no son solo las abejas. El problema son los polinizadores salvajes. Están desapareciendo sin que nadie se dé cuenta
El impacto que esta política tuvo sobre el campo fue claro: fincas cada vez más uniformes e industrializadas. “La PAC llevó a la simplificación y consolidación del paisaje, a incrementos drásticos en el uso de pesticidas y la frecuencia del laboreo, a la expansión del regadío y a la destrucción de pastos”, aseguraban 2.500 científicos en una carta enviada en noviembre de 2019 al Parlamento Europeo pidiendo medidas urgentes parar reducir el impacto de las prácticas agrícolas intensivas en Europa.
Los datos muestran esta tendencia: las explotaciones agrarias en Europa pasaron de una media de 11,8 hectáreas en 2005 a 16,6 en 2016, más de un 40%. Y aunque las mayoría de explotaciones son familiares, no dejan de desaparecer. Entre 2005 y 2016 se contabilizaban 4,1 millones de explotaciones menos en Europa, cerca del 30%, la mayoría de ellas de menos de 5 hectáreas.
En el caso español, el número de explotaciones se redujo un 12,5% entre 2005 y 2016, pero las de más de 100 hectáreas se incrementaron casi un 5%. Esas últimas suponían un 5,4% del total en 2013, pero acaparaban el 55,5% del total de la extensión cultivada, casi 13 millones de hectáreas, unas 250 hectáreas de media, según un informe del Transnational Institute.
Este proceso de expansión e intensificación se vivió sobre todo en las parcelas más productivas, que se dedicaron a cultivos de regadío en el Levante, las dos Castillas, Aragón y Andalucía, según un estudio publicado en la Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales.
Otra de las claves del modelo fue el uso intensivo de agroquímicos. En la actualidad hay casi 500 ingredientes activos para pesticidas autorizados en la Unión Europea, de los cuales 86 son insecticidas. Y aunque Europa consiguió contener el uso de agroquímicos, no pudo con los insecticidas: sus ventas se incrementaron más de un 64% entre 2013 y 2020.
Esas sustancias afectan especialmente a los polinizadores, elemento clave de la cadena alimentaria. Y no solo de los ecosistemas salvajes. También de los campos que nos dan de comer. La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que un 75% de los cultivos dedicados a comida depende, al menos en parte, de los polinizadores.
“El problema no son solo las abejas. El problema son los polinizadores salvajes. Están desapareciendo sin que nadie se dé cuenta”, asegura Johann Lütke Schwienhorst, agricultor de formación, apicultor amateur en Alemania y asesor en la fundación ecologista Aurelia Stiftung.
“El consenso unívoco es que estas actividades [agrícolas] en conjunto han llevado a un declive de las poblaciones de pájaros rurales europeos de más del 55% entre 1980 y 2015, y a un declive de la abundancia de insectos de más del 76% en un estudio de 63 reservas naturales en Alemania entre 1989 y 2016”, aseguraba la carta enviada por los científicos al Parlamento Europeo.
Otro estudio del Instituto para la Política Medioambiental Europea sobre polinizadores coincidía: “La principal amenaza medioambiental para la diversidad y abundancia de polinizadores en Europa está asociada a la agricultura moderna intensiva y la pérdida de pastos naturales extensivos, zonas de barbecho con vegetación herbácea, cultivos de cobertura y de forraje y márgenes de los campos con vegetación floral diversa”.
La clave de una dieta saludable está en la variedad. No solo para la especie humana. Incluso para los polinizadores, alimentarse de una única planta incrementa su susceptibilidad a los insecticidas. Y, sin embargo, tienen una oferta cada vez más monótona en el menú. Así, la PAC no solo promovió la concentración de tierra; también dio “prioridad a plantas sin floración o con una floración limitada”, explica Lütke Schwienhorst.
Rafael Cerdá lo vio con sus propios ojos a lo largo de toda una vida como apicultor. Procedente de una familia que produjo miel desde el siglo XIX en Ayora (Valencia), mira con desesperación la alta tasa de mortalidad de sus abejas. “La globalización hace que los productos agrícolas se vayan haciendo cada vez más rentables”.
Este apicultor trashumante critica que “se hace que esos cultivos produzcan mucho, que sean rápidos y tardíos para sacar el máximo rendimiento. Entonces las temporadas de floración suelen ser más cortas”, explica. Y cuanto más cortas son las floraciones, más tienen que transhumar las colmenas para poder sacar miel.
Pero no es el único problema. Una tercera parte del suelo arable de Europa está cultivada con cereales, principalmente trigo, cebada y maíz, cultivos que no forman parte de la dieta de la mayoría de los polinizadores, especialmente los melíferos, como las abejas. Cultivos que no van siempre destinados a consumo directo humano: de hecho, según Greenpeace, un 62% de esos cereales se destina a la producción de piensos.
Esta dieta monótona viene muchas veces condimentada de forma venenosa: rociada de pesticidas capaces de poner en jaque a los ponilizadores y afectar a su sistema nervioso y a sus habilidades de interacción social.
Entre ellos, tienen especial mala fama los neonicotinoides, especialmente después de que tres de ellos, el clothianidin, el imidacloprid y el thiamethoxam, fueran prohibidos en 2018. “Es un gran problema que la toxicidad de los pesticidas se evalúe solo en base a la tasa de mortalidad que causan. En la práctica el daño que causan es mucho mayor que simplemente matar insectos”, explica Randolf Menzel, profesor emétiro de neurobiología en la Free University de Berlin. “Pero podemos acabar con estos malos usos. Se paró el DDT. Se paró la cicloheximida. Ahora tenemos que hacer lo mismo con los neonicotinoides”.
Sin embargo, estos neonicotinoides no se erradicaron del todo. Aún se pueden utilizar con ‘autorizaciones de emergencia’ para su uso en campos sobre todo de remolacha y en la mayoría de los casos se han sustituido por sulfoximina, un pesticida muy similar a los neonicotinoides.
Aun así, aunque se prohíban los compuestos más tóxicos, los polinizadores no están a salvo del efecto cóctel de otros pesticidas menos agresivos. “Antiguamente a lo mejor se fumigaba más fuerte, con productos más lesivos para las abejas. Pero hemos pasado a utilizar productos menos agresivos, que a lo mejor matan menos porcentaje de abeja, o no las afecta tanto, pero las afecta. Y se fumiga más”, explica el apicultor Rafael Cerdá.
Antiguamente a lo mejor se fumigaba más fuerte, con productos más lesivos. Hemos pasado a productos menos agresivos, que a lo mejor matan menos porcentaje de abejas, pero las afectan. Y se fumiga más
“En la autorización de plaguicidas no se tiene en cuenta el efecto cóctel”, explica Noa Simón, de Bee-Life. “Se autoriza un plaguicida para un cultivo. Pero no se tiene en cuenta el contexto de los cultivos ni qué otros pesticidas pueden estar rociándose cerca”, continúa.
En este contexto, los apicultores a menudo se ven incapaces de demostrar que los pesticidas son los responsables de la mortalidad de sus colmenas. “Cuando las abejas están perfectamente sanas, son capaces de luchar contra virus y agresiones, excepto por la varroa. Sin embargo, cuando están contaminadas con varias moléculas, incluso con una dosis pequeña, el efecto cóctel debilita toda la colonia, que entonces tiene un sistema inmune pobre y es vulnerable a todo tipo de agresión. Pero esto es difícil de demostrar”, explica el apicultor francés François Le Dudal.
Por ello, Le Dudal y varios apicultores de la región de Bretaña pusieron en marcha un sistema de vigilancia independiente que realiza los análisis toxicológicos que muchas veces las autoridades se niegan a hacer. En los últimos años, asegura Le Dudal, encontraron todo tipo de tóxicos en la miel, la cera o el polen. Seusing, por su parte, acaba de ganar el caso contra su vecino y el agricultor tendrá que pagarle por los daños ocasionados a sus colmenas.
En España, aún se está lejos de la industrialización agrícola del norte de Europa, afirma Mariano Higes, investigador especializado en patologías de abejas del Centro de Investigación Apícola y Agroambiental de Marchamalo. El principal enemigo de las colmenas es la varroa –un ácaro que ataca a los insectos–. “El problema de la apicultura no es solamente los neonicotinoides. Son uno de los problemas. Otro los fungicidas, los herbicidas, los acaricidas... Y otro los patógenos, que también van más allá de Varroa destructor”, asegura Mariano Higes.
“El efecto que tienen en conjunto las medidas de la PAC es que siguen prevaleciendo las ayudas directas que fomentan la intensificación. Las otras que podríamos llamar compensatorias o ambientales son minoritarias, así que no compensan del todo los efectos que causan las otras medidas”, explica Elena Concepción, investigadora post-doctoral especializada en biodiversidad del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC).
Este cóctel resultó tan mortífero que muchos agricultores tienen ahora que recurrir a los apicultores para poder polinizar los campos. El propio Rafael Cerdá a menudo mueve sus abejas no para buscar las mejores flores, sino porque le pagan por llevar sus colmenas en ciertas parcelas durante la época de floración. “Hay un montón de cultivos, de hortalizas y de frutales, en los que nos pagan por llevar las abejas solamente para polinizar”, relata.
Cerdá menciona una larga lista de cultivos a los que lleva sus colmenas. Sandías y calabacines (zapallitos) de invernaderos en Almería. Fresas de los invernaderos de Huelva. También en campos abiertos de ciruelas, albaricoques (damascos), melocotones (duraznos) o nectarinas. Y, por supuesto, las almendras, que producen entre un 20 y un 25% más si fueron polinizadas por abejas, asegura orgulloso Cerdá.
Es un cóctel que, sin embargo, llama a la catástrofe. Una de desiertos verdes que, de tanto querer producir más comida, cada vez tienen más dificultades para hacerlo.
LV/LM/AP
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