Transito una temporada difícil. Estoy escribiendo un libro que, según los cálculos de la editorial, saldrá en diciembre. Voy al galope de un texto que se escribe de a poco. Mi frase: “Ahí va, saliendo”. Lo cierto es que ahora mismo soy un náufrago. Ando en altamar sin reparo, bajo un sol naranja y filoso cuando es de día. De noche soy un sólo silencio, un bloque, un cuerpo quieto. Hace cuatro meses que tengo frío. La estoy pasando mal.
El que escribo es mi segundo libro. El primero se publicó en 2016, hace ocho años. Soy la misma y sin embargo me siento el náufrago aquel. A veces el bote en el que escribo es de madera, y alcanzan dos remos y la fuerza de mis brazos para avanzar. A veces es un yate de lujo con un motor caprichoso. A veces es un transatlántico pesado, demasiado grande, una mole sin timón. Siempre hay agua alrededor. Y el cielo encima. Ando sin brújula pero llevo reloj.
Intento, se los juro, explicar esta temporada difícil. Trato de responder esa pregunta que ahora es fatal -¿cómo estás, Vi?- evitando el drama y eligiendo bien qué decir. Porque una palabra en falso, un lapsus o un cierre repentino de garganta puede desatar un consuelo que en vez de ayudar puede resultar demoledor. Aprendí a desactivar la conversación en torno al libro cuando no puedo ni caretearla. Cabalgo el gerundio: “Estoy escribiendo un libro”. ¿Cuándo se empieza a escribir un libro?
Para evadirme de todo esto me metí a full con el tema del momento. (“Del momento” de hace dos semanas o tres semanas, ni idea; y con la duración que tienen ahora “los temas del momento”, es decir, 48 horas). Me refiero a las trad wives, esas esposas impecables que revuelven salsas hechas con tomates orgánicos mientras lucen soleritos off-white. Estas mujeres peinan a los hijos exactamente a las 19.03, ni un minuto más ni uno menos. Porque a las 19.04 llega el marido y todo tiene que estar… no limpio, tiene que estar higiénico. El marido siempre está bastante bien de lomo y se ve que es un buen proveedor de guita, quizás guita no declarada pero, bueno, no me voy a poner fina que es Instagram nomás.
Ayer, camino a la parada del colectivo, levanté los ojos y vi el despunte verde de un árbol. Ya es septiembre. ¿Cuándo pasó, en qué momento toda esa vida cerraba su ciclo de hibernación?
También para evadirme de la cuestión del libro decidí (hace poco) oponerme al VAR. Afino mis argumentos en el transcurso de las fechas de La Liga Profesional o, en su defecto, de la elegante Premier League. En una falta total de respeto a mi interlocutor, que no sólo sabe del tema sino que debe tener las bolas llenísimas del VAR, yo me indigno frente a la pantalla y digo, con énfasis, que la tecnología está aniquilando al deporte más humano del mundo, el fútbol. Él me la sigue, yo sé que lo hace por ternura.
Pero el pasatiempo de las trad wives y el VAR se agota rápido, y mi paisaje mental vuelve a ser el trabajo que me ocupa, el libro. El problema con el libro es el avistaje. El problema es no saber en qué puerto amarrar. Él no lo sabe pero me regaló dos momentos, ambos anclados en el mismo lugar: una vista al Río de la Plata desde las alturas. El río de día, una plancha marrón que se extiende hasta que los ojos no alcanzan. El río de noche, que parece el agujero de un cadalso, una ilusión óptica desenmascarada por las luces de la ciudad. Esa vista me envolvió en la sencilla tarea de mirar. Entonces supe: supe que yo no sé cuál es el puerto donde amarrar mi bote, pero qué importa si él me dice que del otro lado hay una orilla.
VDM
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