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Sobre este blog

Pulpa es un suplemento de ficción semanal editado por El Cuaderno Azul que publica textos breves y potentes, directo de nuevas voces para lectores hambrientos. Recibimos textos de manera abierta, a través de este link. 

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Malabia

Estación de subte

Florencia Penén

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Mi papá dice qué rompimos cada vez que llega la cuenta. Se jubiló hace poco,  bastante bien y no gasta en nada, por eso se olvida de los precios y lo sorprenden cada vez. Me pide que lo acompañe a retirar unos lentes “porque es cerca de tu trabajo creo” y me invita a almorzar. Pido un tostado y una coca, él una milanesa con puré. Apenas prueba bocado y me la termino yo, de a pedacitos, como sin querer, mientras charlamos. Me dice que extraña a mamá, le digo que yo también. Me dice que sus estudios no dieron bien. Me dice que mi hermano volvió a vivir a casa, un par de semanas parece esta vez. Se volvió a pelear con la novia, con la última novia. 

Dice, además, que todo es de peor calidad. Todo esta más caro y se degrada. Opina que ya nadie piensa colectivamente (colectivamente, dice), ni siquiera por estrategia, pero que lo peor es que además nadie piensa en sí mismo en el futuro. El individualismo es tan zonzo, hija, que no se les ocurre organizar algo que más o menos se sostenga, por lo menos para su propio beneficio en 20 años, para sentirse uno realizado. Antes armábamos clubes de barrio de la nada, sociedades de fomento, pedíamos el terreno para la plaza. Y había que mandar cartas, juntar firmas, ir hasta el corralón. Ya sé, ahora algunos también hacen, pero son más las cosas que cierran. Ya no saben lo que quieren, ni placer inmediato, no se animan ni a hacer lo que les gusta. 

Tengo cuarenta mil pesos en el pantalón y veinte mil más en el corpiño. Camino rápido, mirando para atrás. Es muchísima plata hoy, no sé el mes que viene. Es más de lo que pago de alquiler. Cambié unos dólares que tenía guardados para la renovación del contrato del departamento y separé todo lo que pude de los últimos trabajos que cobré. Llevo encima el pago por unas trescientas horas de traducción, una cantidad de caracteres que seguramente da la vuelta al planeta

—Hola Mai, ¿cómo andás? 

—Bien, bien y vos.

—Bien. 

—Qué pasa Pau, qué necesitás. 

—No, es que tengo que ir al médico mañana, quería preguntarte si me podías acompañar. 

—¿Al médico? ¿Te pasó algo? 

—No, o sea, sí… no quería ir sola. 

—No puedo mañana Pau, me hubieras avisado antes.

—No, claro, dejá, no te preocupes.

—Pero contame. 

—Tranqui, gracias.

Me sugirieron que venga acompañada pero dejé para último momento la organización de las cosas. Le dejé mucha comida y agua a mi gata Perla. Me piden, igual, un contacto de emergencia. Pongo el nombre de Pablo, pienso que finalmente si me pasa algo tendría que hacerse cargo, pero me lo imagino recibiendo una llamada así y cambio el último número. Firmo más cosas. Todo pasa muy lentamente y como por detrás de un velo. Me desnudan o me piden que me desnude y lo próximo que siento es el frío helado del metal de la mesa del quirófano, pero en un espacio reducido y demasiado luminoso que no parece y no es un hospital. 

Me tiro en el pasto blando y veo las hojas moverse encima de mi cabeza. El cielo es turquesa y los pajaritos, afinados. Mi mamá me hace trenzas o mimos en el pelo, pero no puedo verla. Mi papá se queja de mi hermano, ella se ríe con una carcajada que es como un xilofón. 

Salió t—odo bien, reina. En media horita podés irte, tratá de pedirte un auto. Acá tenés unas compresas y unos analgésicos como para hoy. 

Salgo por la puerta de atrás del centro de estética ubicado en zona norte, el viento helado me pega en la cara y me termino de despertar. Me subo a un auto blanco como el de Pablo y me divierto imaginando qué pasaría si fuera él. El dolor me atraviesa cuando me siento y viajo hasta casa prácticamente acostada en diagonal en el asiento de atrás. Me preocupa: 1. que no voy a llegar con la traducción que acordé entregar el viernes. 2. dejar el asiento manchado de sangre. 3. que no me alcance el efectivo que me queda para pagarle el viaje a este Pablo. Ahora, de noche y dolorida, aspirada, hecha un nudo, el camino parece más largo que de ida. Me distraigo pensando en publicar algo en redes sociales para inmortalizar el momento, me divierte la idea de lo anti estético del dolor. En un semáforo le saco una foto a un cartel que dice “vecino no tirar basura o macumbas en esta esquina”. 

En el puente entre Resistencia y Corrientes, una estructura impresionante que cruza el Paraná, hay carteles que buscan persuadir a quienes andan con ganas de matarse. Además hay un grupo de voluntarios que hace guardia, caminan de a dos, ida y vuelta todo el puente, para evitar que te tires al río. Yo digo que es una especie de Comando por la Indecisión, porque para convencerte de que no te mates, al menos en ese momento, no hace falta despertar la esperanza ni el gusto por la vida, sólo necesitan plantarte la semilla de la duda. Para mí, elegir morir ahí se parece más a un acto de fe que de desesperación. El atardecer tornasol sobre el río ondulado y dulce de leche, que desde la altura parece tibio, la brisa en el pelo, un último vuelo y por fin descansar. Los voluntarios te ofrecerán ayuda, compañía y oración, pero en ese momento, la tentación de la libertad es completa: no necesitar nada más. Si tu amigo se tira a un río ¿vos también te tirás?, preguntaban las mamás y las maestras cuando acusábamos a nuestras malas influencias. Por ahí sí, mamá, por ahí sí.

El otro día fui al cementerio y como siempre di vueltas sin llegar a la lápida de mamá. Me senté al sol, escribí sobre esto y pensé qué habrá pensado cuando llegó no sé, al cielo o al limbo, y se enteró en qué boludeces gasto la plata, o qué habrá dicho papá cuando se enteró de que su hija es muy trola. 

Me pregunto las preguntas que se hizo, si pensó en el trauma del maquinista o si consideró la demora que tendrían que bancarse las personas que trataban de llegar a su casa o al trabajo. Me lo imaginé burlándose del comando anti suicidios de evangélicos chaqueños, cómo se sentirían al fracasar o si contarían con orgullo las almas salvadas. Probablemente caminen deseando encontrarse a un potencial suicida para que llegue su momento de brillar. Pienso que si Dios existe no querría tener seguidores que se interpongan así con la voluntad de las personas. Libre albedrío, dijo Dios el sexto o séptimo día, y a mí me angustia de la religión esa libertad indeclinable, esa absoluta soledad. Lo que me gusta, en cambio, es que no hay nada demasiado grave que no pueda ser perdonado si uno de verdad está arrepentido. Pero eso no pasa. La mayor parte del tiempo estamos haciendo cosas que embarran las anteriores y se apilan unas sobre otras. Las grandes conversiones de vida no suceden más en esta época. Lo sabe la sociología que asume que la voluntad individual no existe (o algo así) y mi psiquiatra que se pregunta si alguna vez la química dejará de ser mi enemiga. 

Llego a casa, me pongo un camisón de mamá. Me miro en el espejo del armario y me veo muy parecida a ella cuando ya sabía que sabíamos que estaba demasiado enferma para volver a trabajar, cocinar o hacer yoga. Los huesos de las clavículas, la piel seca pegada a los pómulos, el resentimiento. Mil doscientos pesos en la cuenta bancaria y una traducción pendiente. 

Las (muchas) pastillas que tomé para dormir dibujaron el filo de una navaja. Me despierto con veintisiete llamadas perdidas, y una que está sonando ahora. Es Maira, está preocupada. Le cuento, hablamos media hora por celular y promete visitarme a la noche. 

Se le complicó. Me lo imaginaba, igual se me llena el estómago de alivio y decepción en partes casi iguales. Me manda una moto con media docena de empanadas y un cuarto de helado. Ceno agradecida y me prometo arrancar a primera hora del jueves con el texto. Giro y sigo durmiendo. 

El otro día mi hermano vino a merendar y me contó que los domingos a la madrugada muere más gente arrollada por trenes. Trabaja en el puesto de monitoreo de Once, de noche. Cree que muchos de los eventos son involuntarios, borrachos que andan solos y cruzan lento o se tropiezan en las vías. Expone su análisis tomando mate con un pedazo de tortilla santiagueña. 

En Argentina cada tres horas se suicida una persona. En la ciudad de Buenos Aires, la mayoría lo hace en el subte. La mitad se tira en la línea B, y el ochenta por ciento de ellos, en la estación Malabia - Osvaldo Pugliese. Creo que lo de decir Pugliese tres veces para anular la mala suerte es un asunto tan de porteños como tomar una última decisión en Villa Crespo. 

Lo bueno de mi trabajo es que puedo estar en bombacha todo el día. Lo malo es que puedo estar en bombacha todo el día. Paso todo el día tomando mate al sol con Perla reposando a mi lado, como una esfinge. A la tarde consigo empezar con la traducción, que es lo más difícil. Reviso la información a tener en cuenta, doy una primera leída, me dejo algunos comentarios. 

Salgo a la calle después de varios días, compro queso cremoso, mandarinas y una lata de atún. En el escalón de entrada del edificio espera una pibita muy pálida de ojos celestes como de glaciar y una capucha de campera deportiva. Cuando vuelvo, todavía está ahí. Trata de entrar conmigo, yo reacciono lento y mal. Le digo que no puedo dejar pasar a nadie. Me mira fijo, creo que está por llorar. Dice algo por lo bajo, me da miedo. Interrumpe la situación Carmen, mi vecina, que llega a los gritos, pasa entre nosotras como si fuéramos de agua, se queja, me dice que algo es un peligro, no sé de qué habla. Consigo llegar al ascensor. La chica de los ojos celestes me buscaba a mí, estoy segura ahora. 

Entro en el departamento acalorada y repentinamente muy cansada. Como un reflejo o un movimiento conocido, espero que Perla venga a franelearme los pies como hace siempre y entonces me doy cuenta de que no me acuerdo hace cuánto no la veo. No me preocupa el balcón pero la ráfaga de viento cruzado me indica que dejé abiertas la ventana que da al pulmón, que no tiene protección, y la puerta de la habitación. Estaba segura de que la puerta sí la había cerrado pero la puede abrir el viento o un empujón suave. Me asomo al pozo como una imbécil y ahí la veo, al final de la oscuridad, a mi gata blanca brillando en brazos de la chica de ojos celestes o de mi mamá o en mis brazos, el pozo está en sombras y no estoy muy segura. La escucho maullar, lejana y dolorida. Me estiro y me inclino para ver mejor, pregunto y grito, siento crecer los murmullos primero y los insultos después. Tengo los pies en el aire y el riel de la ventana se me clava en el talón de las manos. Sería fácil, tan fácil como soltar. 

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