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Opinión

Calambres en el alma: caos y control en el Wandagate

Wanda Nara, protagonista de la noticia de la semana

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Durante la semana pasada un mundo, todos los mundos, todos nuestros mundos se detuvieron un poco, se ralentizaron, estuvieron algo en vilo: Wanda Nara comenzó una serie de publicaciones un tanto enigmáticas en Instagram, en las que daba a entender su separación de Mauro Icardi. Una separación producida, supuestamente, por una tercera en discordia, Eugenia “la China” Suárez. El vértigo del minuto a minuto del affaire implicaba que si uno se salía de las redes un instante, perdía el hilo del asunto. Ni la televisión, acostumbrada a la euforia del minuto a minuto, pudo seguirlo. 

La pregunta que empezó a formularse fue, y sigue siendo, ¿qué fue lo que pasó, qué particularidad cobró este escándalo público y mediático que mantuvo a casi todos, si no pendientes, al menos informados? Supongo que hay una primera respuesta que no por obvia y sencilla la tenemos que dejar pasar: los asuntos de alcoba siguen suscitando atracción, fascinación, curiosidad y alimentan nuestras fantasías o producen que nuestras fantasías se proyecten sobre esas escenas. Dependerá de las circunstancias de cada uno identificarse con Wanda, con la China Suárez, con Icardi, con Maxi López o con Pampita y Vicuña. No hay por qué elegir: somos cada uno de ellos, no somos ninguno, querríamos ser como alguno de ellos, no queremos ser como ninguno de ellos. Solo queremos mirar.

¿Qué fue lo que pasó con todo lo que pasó?  Pasó que las fibras que se tocaron son fibras que insisten, que permanecen, que quedan afectadas más allá y más acá de los personajes en cuestión: las fibras del amor y el desamor son fibras sociales sensibles, son nuestros “calambres en el alma”. También pasó eso que intentamos articular en una conversación con Martín Rodríguez: “Se trata de una especie de escándalo que nos recuerda a lo clásico de la vieja Argentina de los ‘mediáticos’, a la televisión de los ‘90 y los 2000. Una televisión que se hacía con carne picada de vidas privadas. Pero quizás en los últimos tiempos hubo tantos peajes y garitas de control a los discursos públicos, que un escándalo así, hecho de ese lenguaje de mediáticos, de gritos sin cálculo, es una máquina de chocar y de hacer ruido porque no entra más en el lenguaje controlado de la época. La novedad del Wandagate es que no tiene novedad”.

Eso que pasó, pasó la barrera del control de los decires permitidos. Porque el deseo y la sexualidad son incontrolables, indomesticables, el deseo es sin bozal. Y lo que pasó, traspasó la barrera de la moral y las buenas costumbres de lo que tenemos permitido y prohibido decir. Lo que más me llamó la atención fue el modo tan inmediato en el que empezaron a publicarse notas de “voces autorizadas” del feminismo. Notas que rápidamente vinieron a explicar -porque la enunciación fue esa: explicar, pedagogizar- y a poner orden en el caos, en el desmadre y en ese arrojo de flechas cargadas de palabras como zorra, putita, robamaridos, libertad, deseo, goce, familia, matrimonio, etc. Podemos seguir discutiendo todo, pero lo que me resulta problemático es poner moralismos sobre moralismos, disciplinamiento sobre disciplinamiento, sin ni siquiera advertir que lo estamos haciendo. Decir, por ejemplo, que la mujer nunca es culpable cuando un hombre es infiel es, no sólo generalizar y esencializar, sino además quitarnos el “derecho al mal”. Como dice Florencia Angilletta, los feminismos son distintos de la moral y son “una fuerza política, no un club de buenas personas”.

Me pregunto por la necesidad de producir, una y otra vez, discursos que nos aleccionan y nos pasivizan, que nos infantilizan y nos degradan, que nos victimizan y nos aplastan, que nos enseñan y pretenden dirigirnos las pasiones; discursos que, cuando no nos toman por locas, nos toman por tontas. Porque los contenidos de esos discursos pueden estar llenos de palabras atractivas como goce, deseo, sexo; pero la forma que cobran es la forma del aleccionamiento.

La imagen era la de un bar en medio de una noche alocada donde volaban sillas  y mesas hasta que llega la autoridad a poner orden. O la imagen del jardín de infantes con la maestra cantando para arengar: “A guardar, a guardar, cada cosa en su lugar”. Cada cosa en su lugar, que todo encaje, que todo se encauce, que no se note que no aprendimos nada, que no se note que contra las pasiones, como dice Freud, de nada sirven unos discursos sublimes -y si no son sublimes, menos que menos-. Que no se note que el deseo no responde a la voluntad, ni al Bien, que no se note que no se puede domesticar, ni dirigir. Quedó un poco en evidencia, una vez más, que se habla mucho del deseo, del derecho a gozar, pero no se soporta lo que el deseo produce en el cuerpo más allá de “lo que corresponde”. Todo fue leído en clave de género, en clave de patriarcado -sin mencionar ni siquiera la cuestión de clase, estamos hablando de gente millonaria- y entonces hubo que acomodar todo rápidamente llegando al paroxismo de la moralidad en un “Decálogo” -palabra de  resonancias  religiosas: remite a los diez mandamientos- que nos dictaba cómo hay que relacionarse. Un decálogo en nombre del amor libre, ese oxímoron tan caro a las ¿nuevas? narrativas del amor.

Llegó la solemnidad: adiós risas, adiós entretenimiento, adiós diversión, adiós tristeza también. Es que sí, se trataba del poder y como dijo Anne Dufourmantelle: “El poder necesita solemnidad para ejercerse”. La solemnidad y el acomodar las piezas vino también por parte de “voces autorizadas” del psicoanálisis y “prestigiosos psicoanalistas” que precisaron los términos, ajustaron los conceptos, nos aportaron bibliografía y se quedaron tranquilos apoltronados en su saber: esgrimieron las razones por las que estas cosas pasan. No faltó una nota (sin firma) patologizando eso que le pasa a la China Suárez: “Síndrome de Fortunata, conocido popularmente como la ‘atracción por el hombre prohibido'''. ”Se trata de una patología“, sigue la nota, pero agrega dos líneas después: ”No se considera trastorno psiquiátrico o una patología“. La nota desconoce la relación entre el deseo y la prohibición, como también desconoce el bolero Soy lo prohibido. Lo dejo acá interpretado por la gran Olga Guillot Aunque también es hermosa la versión de Natalia Lafourcade y Caetano Veloso.

Me pregunto una y otra vez, ¿por qué se hace necesario aplacar así las pasiones? ¿Por qué no se soporta el ruido, lo sucio, las estridencias, los gritos, el pathos? ¿Por qué las que se erigen en voces autorizadas se creen libres y las disciplinadas siempre somos las otras? ¿Qué pasa con la estigmatización dirigida a esas mujeres que eligen formar una familia? No toda familia se forma bajo el lema “tradición familia y propiedad”. Esa cuestión está muy bien formulada por Lorena Álvarez cuando dice que “negar a estas chicas que quizás no sueñan con ser biólogas marinas pero sí amas de casas y formar una familia ha tenido un costo. ”Linda, libre y loca“ está muy bien, pero dejame ser una chica que sueña con ser mamá, tener una casita linda y tener chicos (...) ¿Quiénes somos para juzgar las aspiraciones y deseos ajenos? Las que no soñamos con eso, la familia o el amadecasismo, gracias al feminismo nos sentimos contenidas desde los medios y hasta en cualquier columna sobre mujeres pero, ¿alguien contiene a estas chicas?”. Lo dice en La malvada.

Pareciera, además, que no se soporta que alguien esté dolido, afectado, que tenga sentimientos, ira, enojo. Se pretende, una y otra vez, que el amor sea una especie de “calma chicha”, eso que -como señaló con gracia Lacan- “para los antiguos significaba que ya nada funciona, los barcos permanecen inmovilizados en Aulis, y cuando esto ocurre en alta mar uno se aburre demasiado, tanto como cuando te ocurre en la cama”.

Alguna vez fuimos los dejados, los que dejamos, los que nos equivocamos, los que descubrimos a los que se equivocaron; los dañados o los que dañaron; los malintencionados o los inocentes; los amados o los amantes. Nadie está exento, nadie sale ileso de la escena amorosa. Al amor se entra, como dice Juan José Becerra, “como si se entrara a un edificio incendiado del que ya se sabe de antemano que no va a salir nadie vivo”. El paisaje del amor nunca es transparente ni prolijo, nunca es organizado ni ordenado; el territorio amoroso nunca está exento de contradicciones, ni de idas y vueltas, ni de vacilaciones y vaivenes; de ataques y de defensas, de estrategias y de tácticas; no está exento de odios y de cálculos. Solo hace falta un poco de honestidad intelectual para asumirlo. Acaso Eros sea la continuación de la guerra por otros medios.

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