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Las cartas de Emily Dickinson: literatura y pasión de mujer contra mujer

Emily Dickinson escribió más de 300 cartas a su cuñada con quien mantenía una profunda amistad en un tiempo en que el amor entre mujeres debía ocultarse.

Jazmín Bazán

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De las más de mil epístolas poéticas conocidas de Emily Dickinson (1830-1886), un tercio están dirigidas a la escritora Susan Gilbert. Esposa de Austin Dickinson, hermano de la poetisa, se la puede reconocer en los textos como “Hermana”, “Camarada”, “Sue” o “Susie”.

Las mujeres mantuvieron una conexión fervorosa desde la juventud, traducida en discusiones literarias, paseos y confidencias. Si bien vivieron gran parte de su vida en casas contiguas en Amherst, Massachusetts, cada vez que Gilbert se alejaba, la pluma pasionaria de Dickinson iba a su encuentro. 

Esta costumbre comenzó cuando tenían cerca de 20 años y la madre fundadora de las letras estadounidenses manifestó: “Si no fuera por el mal tiempo Susie − mi carita inoportuna se asomaría hoy − Yo robaría un beso a la hermana − querida Vagabunda retornada − ¡Agradece al viento gélido querida mía − que te ahorre tan pesada intromisión! Querida Susie − feliz Susie − Me regocijo con toda tu Alegría − sostenida por esa querida hermana nunca volverás a estar sola”.

Mediante las cartas, originalmente censuradas por los familiares y editores de la obra de Dickinson −entre ellos, la hija de Austin y Susan, quien buscó limar los relieves del apego entre su madre y su tía−, puede rastrearse la relación entre las amigas −y probables amantes− a lo largo de su vida. Afirmaba la poetisa en 1880, con cincuenta años: 

Susan — yo habría

salido

del Edén para abrirte

la Puerta

si hubiera sabido

que tú estabas ahí

Incluso en los textos donde aparecen pedidos de perdón, olvidos o vaivenes, hay una reafirmación de un vínculo fundamental y profundo. La correspondencia devela el costado romántico del corpus de Dickinson y abre la puerta a las posibilidades que tenían los lazos entre mujeres durante el siglo XIX. 

Además, contiene una intención artística y emocional única, que rompe las reglas convencionales de la gramática, la sintaxis y la división estricta de géneros literarios: “Si estuvieras aquí, y Oh, ojalá estuvieras, Susie mía, no necesitaríamos ni siquiera hablar, nuestros ojos susurrarían por nosotras, y con tu mano firme en la mía, no necesitaríamos palabras — intento acercarte más, ahuyento las semanas hasta que casi desaparecen”. 

Los guiones arbitrarios podrían entenderse como metáforas de las particiones de la escritora, quien se opuso a todos los mandatos de la época y generó, entre paredes, una creatividad sin fronteras. 

La musa y el cuarto propio

La literatura de Emily Dickinson abre el juego a infinitas interpretaciones; como piezas de un rompecabezas divino, cada línea permite la formación de nuevos universos. Ella misma guardaba fragmentos, anotaciones, imágenes poéticas, que podía manotear años más tarde en cartas o poemas. Lejos de un descuido de la espontaneidad, esto mostraba la meticulosidad de su artesanía; la atención a sus destinatarios; la importancia de expresar sus sentimientos a través de imágenes. 

Un ejemplo de esto es una carta que redactó en 1873: “Hace mucho que no sé de ti, Peter, y pueden habernos pasado muchas cosas a ambos, pero ese es el Libro más raro que se abre en cualquier página y nos encanta igualmente. Espero que tengas Poder y tanta Paz como sea posible en nuestra existencia profunda. Multiplicar los Puertos no reduce el Mar”.

Esa última frase, con sus mayúsculas caprichosas, tiene, por sí sola, la fuerza de un rayo. Por eso, aunque nació en un marco íntimo como la mayoría de su producción (la autora solo publicó ocho poemas en vida bajo un seudónimo), estaba destinada a ir más allá. No es casual que Joyce Carol Oates atribuyera a la empresa poética de Dickinson una “naturaleza heroica”, ya que implicaba tanto una realización del alma como la persecución de trascendencia.

La llamaba “la más paradójica de las poetas” porque su voz, inimitable, puede ser reconocida en cada uno de sus textos; y, sin embargo, enunciaba desde “la más deliberada y más desgarradora anonimidad”. Quizás esta era la dualidad que quería expresar en uno de sus versos de 1864: “Me escondo dentro de una flor”. 

La ensayista establece una sinergia entre el dispendio literario presente en las cartas de Dickinson y su situación social/habitacional: fue una mujer que optó por tener una vida doméstica, en el sentido más estricto. Teniendo la capacidad económica de mantener el cuarto propio −que, como marcó Virginia Woolf, era inalcanzable para la mayoría de las mujeres de los siglos XIX y XX−, se aferró a él. 

La tildaron de “agorafóbica” y “loca”. No hizo una vida tradicional de ama de casa (no se casó, ni tuvo hijos), pero tampoco siguió el camino de poeta (no viajó y casi no dio a conocer su obra, enfrentándose a los dictámenes de los editores). Había en su reclusión un aspecto de agencia, de elección. “Después de todo, conocía la sociedad que se estaba negando”, señala Oates. Podría agregarse que, además, sabía lo que estaba ganando a cambio: el tiempo para la perfección literaria y el espacio para desarrollar su amor con Susan.

Dickinson prácticamente prescindió de estímulos externos. En cambio, alimentó su lírica con un fuego interior, nacido de las pequeñas experiencias puertas adentro, las observaciones cotidianas, la meditación acerca del espíritu, la ensoñación, la lectura y sus relaciones personales. 

Alude a esta musa particular en la sexta carta a Gilbert: “Esta mañana me lamento, Susie, por no tener una dulce puesta de sol con que dorar una página para ti ni una bahía tan azul − ni siquiera una pequeña alcoba en lo alto del cielo, como está la tuya, que me evoque pensamientos del paraíso, para poder yo transmitírtelos a ti”

Allí también le preguntaba a su amiga, desde la contemplación hogareña donde controlaba los tiempos: “¿Quién te ama más, y te ama mejor, y piensa en ti cuando el resto descansa?”. El diálogo devoto entre ambas está presente hasta la última carta, la sucinta 245, enviada en 1886, cuando la autora se encontraba ya muy enferma:

Gracias,

querida Sue —

por cada

consuelo —

Tinta y tiempo

 “Y ahora cuán pronto te tendré y te estrecharé entre mis brazos; me perdonarás las lágrimas, Susie, están tan contentas de asomar que mi corazón no es capaz de reprenderlas y mandarlas de vuelta. No sé por qué — pero hay algo en tu nombre, ahora que te han alejado de mí, que me colma el corazón, y los ojos, también. No es que la mención me apene, no, Susie, pero pienso en cada ‘lugar soleado’ donde nos hemos sentado juntas, y el temor a que no haya más, es lo que hace que estas lágrimas asomen” (Carta n° 10, 1852).

Las palabras de Dickinson a Gilbert destilan amor, melancolía, anhelos candentes y espera calma. Mujer contra mujer. A los períodos que pasaban sin verse, se sumaban la cronología y los modos epistolares propios del siglo XIX, con su burocracia, traslados, posibles pérdidas y rituales: la caligrafía manual, la envoltura, la despedida singular, la idea sin edición.

¿Lograrían los tecnoadictos del siglo XXI adaptarse a la demora? ¿De dónde pueden extraer esa paciencia, entre la sobreinformación y el apego a las pantallas donde, indistintamente, llegan órdenes de jefes, pedidos, recados de amigos, familiares y amantes, publicidad, advertencias y llamadas? La reflexión contemporánea resulta aplastada por imágenes caóticas. Los intercambios de mensajes difícilmente podrían ser compilados en libros. 

Las teorías sobre las representaciones sociales del tiempo abundan. Regímenes de historicidad, presentismo, aceleración. Burnout, estrés, ansiedad. Mark Fisher hablaba de una “cultura rápida, antihistórica y antinemónica”: como el capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo, el tictac se vuelve caótico. 

Byung-Chul Han alerta sobre el “enjambre digital” dominante, generador de individuos aislados y aturdidos. En consonancia con Fisher, describe a la red como espacio intemporal, habitado por fantasmas, narcisos que navegan en busca de imágenes idealizadas. El sujeto neoliberal rehúye a la vulnerabilidad y la identidad sin tapujos que Emily Dickinson volcaba en el papel. 

Ella tejió libertad e intimidad en un mundo que condenaba su forma de habitarlo. Su poesía y su amor a cielo abierto invitan a que los lectores de todas las épocas se rebelen también contra las normas establecidas: a los gritos o esbozando cartas confundibles con poemas.

JB/MG

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