La lección del viajero: Esteban Bullrich, los juramentos y una política humana
En el año y el mes de la efeméride del 2001 en el que pintó la moda de la palabra casta, una pequeña anécdota para el contrapeso. Un día Alfredo De Ángeli se encontró en el Senado con Aníbal Fernández y sonrieron. Ya eran senadores los dos, habían pasado algunos años del conflicto. El dirigente chacarero, que fue el más popular de la 125 -pícaro, curtido, comprador-, dijo después: “Aníbal me pareció un ser humano”. De Ángeli fue el hombre de un año inolvidable, el 2008, en el llano de las rutas. Cuando dio el paso a la política dijo eso de alguien al que antes amaba odiar. Ambos ya se cruzaban en el Congreso. A Aníbal le mostraron la frase en uno de esos programas incansables de archivo y confusión para ver si picaba y no picó. Explicó, risueño: sé lo que quiso decir. ¿Política en televisión deshumaniza y política en Congreso humaniza? Suena medio Heidi, pero algo de eso hay. La política es demasiado humana, se hace sin fórmulas mágicas, con discursos maniqueos, ideológicos, corporativos, macaneadores, ventajeros, idealistas, y sin actos infalibles.
Hay una parte de la que ni Javier Milei puede escapar. Miremos en detalle: el libertario se queja de que la izquierda no lo saluda, es decir, de que los trotskistas no separan lo personal de lo político y no le dan la mano. En esa pretensión civilizada, él hace su ingreso a la Casta. Milei, en esta era en que no se separa la obra del artista, pide que las mutuas cancelaciones terminen cuando se apagan las cámaras. El entrenamiento de separar lo personal de lo público es tal vez uno de los primeros que definen a un político profesional.
Diciembre de año impar se cierra con esta deriva de las juras de los nuevos diputados y senadores en el Congreso que mostró en el coro todos los sentidos del año mezclados junto a las sobreactuaciones. Muchos diputados dieron la nota para mostrar lo consustanciados que están con el “espíritu de la época”. Mirados con lupa, cada juramento parece una jarra loca que va de la santa federación a la república, de los desaparecidos a las víctimas del terrorismo, del cannabis a Alfonsín, digamos entonces que no queda tan claro cuál es ese espíritu.
En 1935 Ramón Valdes Cora, el ex comisario y culata le pegó tres tiros en el recinto a Enzo Bordabehere en pleno escándalo de las denuncias de legendario Lisandro de la Torre. En 1936 Liborio Justo gritó “abajo el imperialismo yanqui” cuando su padre (el presidente Agustín P. Justo) presentaba a Roosevelt en el Congreso y fue preso. Tras la renuncia de los diputados de la Tendencia opuestos a una reforma del Código Penal de Perón asumió Rodolfo Ortega Peña y un 31 de julio de 1974 la triple A lo cosió a balazos en una esquina. Luis Zamora, primer diputado trotskista de la historia argentina, dijo que “este homenaje no es unánime” contra la presencia de George Bush en diciembre de 1990, mientras era sacado a empujones y se plantaba. El Congreso es caja de truenos. Sin lugar para los débiles. Y claro que no tuvo uno solo de sus períodos sin las regias cadenas de la felicidad para las leyes difíciles, pero también tiene una ventana a la calle. Si afuera hay sangre no les queda otra que hacer pasar la historia por el Congreso, o la historia se los lleva puestos.
Porque la realidad es obstinada y nos muestra, en línea paralela, la fractura social: el día del acto oficialista para celebrar la democracia amanecimos con un policía bonaerense que mató de un balazo en Miramar a un joven de 16 años. Se llamaba Luciano Olivera. ¿Habrá Dalbón para esta familia bonaerense? Los que en Capital no dejan pasar una a Larreta, la tienen difícil cuando la muerte trasciende la avenida General Paz y ocurre en la provincia que gobierna Kicillof. La subsecretaria de Derechos Humanos de la provincia se presentó como querellante y Berni viajó de raje. Pero las dobles varas de condenas automáticas y otras “más complejas” ponen a prueba la incomodidad real de los derechos humanos. Porque el día de los derechos humanos, que se hace en medio de los homenajes a esta altura obvios, la policía mató y su crimen ofrece paradójicamente algo de lo “real”, de lo que no puede ser simbolizado, de la fractura en la que debe intervenir exactamente eso que se dice homenajear. El aquí y ahora. El Estado celebrando lo que no alcanza a cumplir es el revoleo de su propia manta corta.
El kirchnerismo moviliza e intenta marcar hacia adentro. Más interna, más acto. Pero el elefante en el cuarto (en la plaza) es la negociación con el FMI. Pisar (o al menos pispear) los términos del acuerdo que Guzmán negocia de modo hermético (su logro), aunque tenga –según dicen– las conversaciones de rutina con Cristina. En ese contexto, el kirchnerismo está como caballo en azotea. ¿Qué hay en esos “papelitos”? ¿Qué se va a firmar? El desacople entre el acto y Miramar hace también al descuido de haber encontrado una excusa para hacer pesar en la plaza las condiciones para el acuerdo. Las omisiones discursivas, las comparaciones insólitas (¿seguir comparando a un gobierno democrático con una dictadura en el día de los derechos humanos, cuando además el fracaso macrista se explica en sí mismo con la deuda colosal que dejó?), parecen sólo acentuar el contrarreloj de la misma interna. ¿Quién miró desde afuera este acto? ¿Para quién estaba hecho? ¿Dónde estaba la sociedad?
Oscuro y profundo
Algo se juega en estas horas en torno a Esteban Bullrich. El año de la casta lo cerramos con las lágrimas de un político. Pero eran las de un hombre, las de un hombre enfermo, entero. Un tipo con una cruz pesada de pie. El jueves eligió para su tweet una frase de Robert Frost como despedida del recinto: “El monte es encantador, oscuro y profundo. Pero tengo promesas que cumplir y kilómetros que recorrer antes de dormir”. En eso tan expuesto (no-me-quiero-morir), el trasfondo de un tiempo marcado por la fractura social (las desigualdades frente a las que no hay remedio liberal ni remedio populista) y las rivalidades políticas que se ofrecen despiadadas.
Bullrich puso a la muerte en el recinto. Y su discurso retomó una fórmula que ahora imagino agustiniana: algo para el día, algo para lo que dura tu vida, algo para la eternidad. Su enfermedad funciona en vivo, en cámara lenta, suelta amarras, agarra otras, a la vez. ¿Qué estamos viendo en ese espectáculo difícil? Incluso los que piensan que Esteban Bullrich encarna lo que está mal en política, no tienen respuesta al hecho sincero de su dolor y resistencia. El hombre finalmente cree en lo que dice que cree.
La mortalidad del político, expuesta en la muerte de Néstor Kirchner, José Manuel De la Sota o Miguel Lifschitz, es decir, de los que murieron un poco a mitad de camino, los muertos en la ruta, en las vísperas, caminando en la cinta frente a las mil pantallas, esa sangre derramada de palacio, también vino a recordar algo simple. El poeta mayor, Joaquín Giannuzzi, hizo de esta certeza insoportable un verso que reabsorbe al final de la vida todo el conocimiento acumulado: “Y bien, morimos”. Nadie dijo mejor esa resignación que te lleva una vida. Los políticos argentinos no sólo pueden ser indolentes o selectivos con las enfermedades o muertes ajenas (muchas veces lo son), sino también indiferentes a su propia finitud. La parca es democrática: se mete en todos lados. Hasta en el Congreso. Y frente al mundo cruel y la prueba final, en palabras de Max Weber, Esteban Bullrich responde: “sin embargo”; o sea, elige seguir siendo un político. Es usual odiar la política. Esa política que encima muchas veces desde adentro no sabe cómo defenderse. Porque toda esa pedagogía hecha con “realismo sucio”, cuya cresta es una taza con la palabra rosca, o el aprendizaje de un vocabulario con palabras como “punteros”, “territorio”, “derpo”, sólo invierte el valor de esas palabras que también usan los que odian la política, pero sin romper el espejo. Bullrich no quiere despedir a Bullrich: es el llanto de un tipo aferrado. Y quizás el homenaje involuntario a lo que pasó hace veinte años también se haga con el lado humano. De carne somos, al final morimos, y de esa humanidad entonces está hecha la política.
MR
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