Los secretos de la ceremonia del té: la búsqueda de las raíces en Japón de una escritora a contramano del vértigo
“Prepara un delicioso cuenco de té, acomoda el carbón de manera que caliente el agua; acomoda las flores como están en el campo; en verano sugiere frescura, en invierno calor; prepara todo con anticipación; hay que estar siempre preparado para una lluvia; trata a aquellos con quienes estés con consideración”. Durante semanas la escritora argentina Malena Higashi memorizó y repitió las Siete Reglas. Era su tercer viaje a Japón, la tierra de su familia. Ella, que nació en Buenos Aires, creció como una porteña más al igual que sus padres y en algún momento se sintió lejos de las tradiciones ancestrales, decidió encarar un viaje que le cambiaría la vida. Un viaje que fue un primer paso. Una forma de entender el mundo llamada chadô, el camino del té.
Sobre ese momento, sobre otros viajes familiares a Japón, sobre lo que representa la ceremonia del té, sobre el vínculo con su abuela Emiko –la mujer que le transmitió esta práctica con entusiasmo y sin presiones–, y sobre todo lo que rodea a este rito tan particular de la cultura japonesa escribió la autora en su reciente libro El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té (Fiordo, 2022).
El libro, repleto de lecturas, de poesía, de referencias sobre otros autores y algo de historia está armado en 10 capítulos breves que vienen acompañados por ilustraciones de Nicolás Stimolo que exhiben todos los elementos que se utilizan en esta práctica (de los utensilios al carbón y el kimono). Una disciplina que lleva siglos y que se practica hoy en todo el mundo. También en Buenos Aires, donde Malena Higashi es una de sus mayores promotoras: ofrece talleres, organiza encuentros, difunde la cultura japonesa en artículos periodísticos.
La particularidad de El viento entre los pinos es que logra, con simpleza, combinar la memoria personal con una mirada sobre lo que implican los rituales en la actualidad. Lejos del vértigo, casi a contramano, la escritora ofrece un relato minucioso que invita a observar cada detalle por minúsculo que parezca (cómo se disponen las flores que acompañan el rito, la purificación de los elementos que se utilizan, la selección de los kimonos, los cuencos y la caligrafía de algunos objetos dispuestos en el lugar donde se celebra el encuentro, por citar algunos ejemplos). Y lo hace con un tono alejado de lo asertivo, sin intenciones de dar una lección: en todo caso, lo logra a partir de hacerse ella misma algunas preguntas sobre la meditación, la introspección, la idea de compartir con otros y sobre todo la importancia de apreciar lo que nos rodea con todos los sentidos. Como una buena taza de té, la escritora convierte así su escritura en una especie de refugio, construido con palabras, con escenas de su propia vida familiar, con el costado más intangible de una herencia.
Acercarse a esto, de todos modos, no le resultó fácil. Formada en Letras en la Universidad de Buenos Aires y con una carrera como periodista, sentía que el té y todo lo que lo rodeaba eran algo cercano pero un poco exigente: un legado que podía asumir, si quería, y a la vez una responsabilidad que por muchos años prefirió esquivar. Hasta que viajó dos veces a Japón (una con una beca para periodistas nikkei, otra con su abuela y su tía) y empezó a darse cuenta de que algo de todo eso que venía de sus raíces la cautivaba.
“Julia Kristeva dice algo sobre lo que siempre vuelvo. Y es eso de que finalmente ‘el viaje a los orígenes es más importante que los orígenes mismos’. Tuve esa revelación cada vez que estuve en Japón. Más cuando esa tierra está del otro lado del mundo, con costumbres totalmente distintas, con otro idioma. En cada puerta que yo abría, iba descubriendo distintos aspectos de la ceremonia del té y me iba fascinando. Me di cuenta de que eso tenía que ver mucho conmigo. Pero fue algo que fui viendo de a poco, no fue algo que entendí desde el principio”, señala la escritora en diálogo con elDiarioAR.
Ocurría que su abuela Eiko, quien la inició en el chadô, formaba parte de Urasenke, una de las escuelas de té más reconocidas del mundo, con un estilo que se transmite “desde que el Gran Maestro Sen no Rikyû iniciara la tradición japonesa del té en el siglo XVI”, como explica en su ensayo la autora, “y que continúa hasta hoy gracias a una sucesión de quince maestros, padres, hijos, que fueron transmitiéndose los procedimientos”.
Fue a partir de 2017 que la escritora decidió meterse de lleno en este mundo, dejó su vida y su trabajo porteños y se instaló un año en Kioto para asistir a las clases de esa escuela ahí en el origen, donde arrancó todo.
“Eran muchas incógnitas. Yo fui y me jugué. Tenía la sensación de que saltaba al vacío justamente porque tenía mi vida muy estructurada acá”, cuenta. Entre clases, prácticas y horarios muy demandantes, la escritora fue tomando apuntes que luego formarían parte de su libro. También se escribía con su abuela y compartía con ella lecturas, un tipo de correspondencia que siempre las unió.
“Mi abuela, que murió hace un año, fue un ser increíble, muy inspirador. Enseñó y practicó hasta sus 90 años. Lo interesante es que ella nunca me obligó a hacer nada. Ella dejó que yo explorara a mi ritmo, con mis tiempos, con mis idas y vueltas. Una de sus maneras de acercarme fue a través de los libros. Ella me dio uno que yo disfruté mucho, se llama Vivencia y sabiduría del té y lo escribió el Gran Maestro Sen Sôshitsu XV, el padre del actual gran maestro que todavía vive. Ella lo tenía ahí en su biblioteca y un día me lo dio. Es una colección de ensayos que tienen un tono muy personal. Estamos hablando de un gran maestro, no sé, como un Mick Jagger, un rockstar del té”, bromea la escritora y continúa: “Los grandes maestros o los maestros del té que realmente están comprometidos con su práctica son personas con una espiritualidad muy elevada. Yo veía a aquel maestro caminar por los pasillos de la escuela allá y mi sensación era que no pisaba el suelo, que levitaba, que estaba en otro nivel de espiritualidad, de conexión con uno mismo y con los demás. Admirable. Mi abuela tenía algo de eso también, una serenidad así innata, un porte, una manera de estar en el mundo”.
Entre algunos de los aprendizajes, empezó a ver que en el chadô son insoslayables el vínculo entre anfitriones e invitados, “la dimensión temporal y espacial y la idea de que la vida cotidiana es parte también de algo que a primera vista parecería relegado a lo ritual”, señala la autora. El corazón de este rito, entonces, “tiene que ver con cómo la práctica sostenida nos va constituyendo como personas: suaviza los gestos y las palabras, agudiza los sentidos y la sensibilidad”.
“La base de la práctica del té es de parte del anfitrión dar. Ofrecer tu té. Con toda tu atención puesta en eso. Tamibén el ambiente que se genera. Y de parte del invitado, está el recibir esa taza con gratitud. Esa interacción mínima es la base de todo. Yo ya no sé si es simple o complicado pero bueno, para mí es una metáfora de la vida también: de cómo lo lindo de estas prácticas que parecen muy elevadas o inaccesibles si no pertenecés a determinada cultura, tienen como base algo tan simple como compartir”, afirma.
Otra cosa que se convirtió en una suerte de revelación durante su año en Kioto fue la mirada del té como un camino, no como un viaje que empieza y termina: “Siempre existe la idea de plantearse con mente de principiante. Uno siempre tiene que mantener esa frescura, esa sensación de que no dominás todo. De hecho es imposible decir ‘soy experto en ceremonia del té’. No existe esa idea. La idea es el camino, es transitarlo. En Japón ponen mucho énfasis en eso porque es algo que acá en Occidente no se comprende bien. Cuando me preguntan acerca de estudiar y sobre cuánto tiempo lleva aprender siempre uso las palabras de mi abuela, que decía que esto es algo de toda la vida. A veces trato de poner ejemplos como, no sé, alguien que estudia danza o que estudia cerámica. Esas disciplinas no son algo que empieza y que termina con un curso donde te dan un diploma y te recibís. Porque, más allá de los títulos, siempre vas a seguir perfeccionando una técnica”.
Mientras tanto, la escritora sigue practicando la ceremonia, entrando cada día en su temporalidad distinta, en sus talleres, con sus tatamis, su ropa especial, los preparativos que son tan importantes en el ritual “como la parte performática en sí”. Para ella, de alguna manera, es un modo también “de poner el mundo en off”, de mutearlo, “como un paréntesis del ruido”.
En Buenos Aires, el público que se acerca al chadô, según la escritora, “es muy diverso, pero en general es gente que siente una atracción particular por Japón porque les gusta la comida, porque les gusta la historia, porque les gusta la cultura. Practicar té es una manera también de entrar a otros mundos, el de la caligrafía, el de los arreglos florales, el de vestir el kimono, que también es un arte. Hay mucho vínculo entre la poesía tradicional y el té, porque todo esto también tiene una pata literaria”.
En cualquier caso, lo primordial es sentir el impulso de aproximarse a un “entendimiento con el mundo a partir de los sentidos”.
“Japón en general es una sociedad que está muy atada al mandato, a lo que hay que hacer, a cómo se ven. Pero bueno, realmente para avanzar y para hacer algo tiene que estar el deseo. Para el camino del té o para lo que cada uno quiera. Así que volviendo a mi abuela y a mi propio camino, creo que lo que ella habilitó fue que un deseo creciera en mí. Sin apurarme, sin cuestionarme. Se trata de eso y aunque parezca algo chiquito es lo que más le agradezco. Porque en esa libertad yo pude elegir”, concluye.
AL
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