La Argentina desigual, desindustrializada y decadente
La Argentina vive una crisis de desigualdad, no un aumento de la desigualdad a causa de la crisis. Es el intento, planificado y sistemático, de mantener y agrandar las brechas, clausurar la idea de progreso colectivo e instalar la resignación como forma de construir el futuro dinamitando toda posibilidad de una prosperidad colectiva.
Hay que insistir hasta más allá del cansancio. Instituida como principio ordenador de nuestra vida en común, la desigualdad es un proyecto (no una consecuencia imprevista) que dispara tres crisis:
-Crisis de desprecio donde se cuestionan planes de vida de millones;
-Crisis de decadencia donde estallan posibilidades de crear y distribuir riqueza;
-Crisis de depredación donde el ecosistema es vulnerado por el extractivismo ciego e ineficiente.
Al final del mandato de Alberto Fernández en 2023 tendremos en la Argentina el mismo PBI per cápita que cincuenta años atrás. Seremos 20 millones más que en 1973 y tendremos 20 millones de pobres y vulnerables.
Luego de los destrozos y la herencia de 1976 hemos tenido veinte años de crecimiento negativo y otros tantos de caída de la inversión. Un notable fracaso capitalista que se construyó vendiendo todo el Estado y endeudando a toda la sociedad.
Juntamos en un inventario macabro, al 1 por mil de la población que concentra el 7% del Ingreso y al 10% que captura el 32% con el 30% de pobres estructurales, donde más de la mitad son niños y con el 50% de los sectores denominados medios sometidos a riesgo o vulnerabilidad. El país de clase media es el espejismo para los hoy consumidores desenfrenados, el de la nostalgia para los empobrecidos y el de la frontera infranqueable para los excluidos.
Esa desigualdad que destruyó y que no construyó riqueza es la misma que vendió empresas, fugó excedente y renunció a crear cadenas de valor.
Como muestra de la victoria de la Argentina desigual, desindustrializada y decadente, asoma el dato de que se cuentan más asalariados en el comercio y en el servicio doméstico que en la industria manufacturera.
Estamos en una crisis agravada por una pandemia, una crisis que ya tenía detrás una década perdida y no solo un cuatrienio bochornoso. Si bien no sabemos mucho acerca de cómo superar la pandemia, conocemos bastante en profundidad cómo se sale de una crisis capitalista.
Tradicionalmente se plantean cuatro terapias simultáneas para retomar, sin reformar sustancialmente, el funcionamiento del régimen:
-Reducir el costo de reproducción social trabajando más, cobrando menos, con una canasta de bienes peor y con niveles de vida más vulnerables;
-Destruir y concentrar capitales aumentando la mortalidad de pymes y emprendedores; desplazar empresas locales y concentrar la producción y comercialización;
-Ampliar las áreas de valorización, saqueando naturaleza; conseguir mercados externos, vender tierra pública y enajenar bienes comunes;
-Fortalecer el concepto de fatalidad social e institucionalizar mecanismos de violencia concentrada, de segmentación y focalización, contrariamente a los de creación y universalización.
El comportamiento de las elites (económicas, políticas, sindicales, culturales, etc.) frente a este menú de crueldades es oscilar entre la reconversión salvaje de innegable cuño neoliberal y la contención degradada de matriz conservadora popular. Se trata de ‘achicar sociedad’ o ‘aguantar la caída’.
En uno u otro caso, que no son indistintos, queda flotando la pregunta ¿se resuelve esto con más desigualdad tanto en la distribución del ingreso como en la aún más indecente e ineficaz distribución de la riqueza? ¿Hay que aumentar la dosis de desigualdad limitando capacidades de establecer un plan de vida, hasta que surta efecto? ¿Agravar el desprecio, la decadencia y la depredación resolverá lo que la sociedad hasta ahora no pudo solucionar?
El punto es discutir si el pacto de derechos intergeneracional puede sostenerse o debe ser sacrificado ante nuevas exigencias del capital. Ya no somos un país industrial, caminamos hacia dejar de tener clases medias, convivimos con niveles de crueldad inimaginables. Entonces ¿hace falta estar aún peor para que las cosas mejoren? ¿Cuánta democracia y cuánta humanidad admite este capitalismo?
Cada vez aparecen más indicios, aunque no se hagan carne en el sentido común, de que los sectores dominantes (agrarios, industriales, financieros o mediáticos, nacionales o transnacionales) han fracasado en la formulación de un proyecto de sociedad que albergue a la totalidad. El país que pensaron en 1976 no terminó de acomodarse dentro de las fronteras nacionales, ni de encontrar su lugar en el mundo; tampoco el que reimpulsaron por el voto desde 1989 y desde 2015.
Concurre también con esa responsabilidad el rotundo e inapelable fracaso del sistema político e institucional, ya que la eficacia y la legitimidad del mismo sólo se verificarán si son idóneas para resolver el ‘drama de su época’: en nuestro caso, la desigualdad y sus secuelas. ¿Pasa nuestra dirigencia esa prueba?
De ese fracaso concurrente no sale más que un pacto de impunidad mutua. El fracaso del capitalismo y el de la democracia se discute entre los mismos actores, con las mismas reglas, con las complicidades y omisiones y con la determinación de bloquear nuevas emergencias tanto políticas como empresariales, sindicales y culturales. Los mismos apellidos, siglas, rutinas, modos e instituciones no van a producir nada distinto.
De la mutua absolución de los fracasados solo queda el tendal de víctimas (nunca tan claro como con la situación de la niñez) y el incremento de los riesgos de una sociedad arrojada a la desesperanza cuyas elites juguetean con el canibalismo.
Si las opciones de la desigualdad solo llevan a posponer las crisis para una instancia posterior aún más grave, de lo que se trata es de probar con la igualdad. Que, como la libertad, es costosa, trabajosa, difícil, debatida, ruidosa, contradictoria, colectiva. No es la vía rápida al paraíso pero, sin duda, es la salida de emergencia del infierno. Saint-Exupéry solía decir: “No se trata de prever el futuro, sino de hacerlo”.
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