Marolio, pampa e industria
Después de media hora sobre la Autopista del Oeste, el remis baja la velocidad y hace un rulo para tomar la salida en el kilómetro 47. En esa parte de General Rodríguez, la ruta provincial 24 se abre como un tajo en un terreno que combina lo bucólico con un ánimo algo más que suburbano. Descampados, camiones con acoplado, tinglados, estructuras a medio levantar que más tarde serán galpones y un rosario de baches, todo bajo el mismo cielo plomizo. Luego de un cruce sin semáforos, ya sobre Corrientes, el verde de los árboles y ligustrinas se levanta a los lados del camino, escolta casas bajas, algunas quintas y una construcción, que resalta por el color rosa de las paredes y unas esculturas atípicas, que es sede de la Fundación Argentina Africanista de Intercambio Cultural. “Debe ser por acá”, decimos cuando el GPS indica que falta poco para llegar a destino, mientras aguzamos la vista a través de las ventanillas, primero a un lado, después a otro. Entonces, de golpe, con todo el poder de la verdad, sobre la izquierda, se recorta un gigante blanco con las letras rojas de la icónica Marolio. La imagen: pampa e industria.
En un predio de 100 hectáreas, son 8.300 metros cuadrados los que lleva levantados la familia Fera, propietaria del holding, oriunda del conurbano oeste. Después de atravesar la caseta de seguridad, advertimos una cuadrilla de obreros que desafía al frío de junio y trabaja en la construcción de lo que luego nos enteraríamos será un vestuario, un comedor y un segundo laboratorio, destinado a materia prima y desarrollo de producto. Es que el proyecto de una de las productoras alimenticias de mayor crecimiento de la Argentina es forjar un parque industrial propio, con la integración de algunas de sus otras plantas —molino arrocero, procesamiento de tomates, producción de vinagre, por decir— y el traslado del centro de distribución que hoy se ubica en Moreno. Acortar distancias, reducir costos, optimizar la producción, igual que una multinacional. Pero argentina.
En la recepción una mujer nos da la bienvenida, se le nota la sonrisa por debajo del barbijo. Nos pide que aguardemos unos minutos a la persona que nos va a mostrar lo que fuimos a ver, y vuelve a sus tareas administrativas. Hace más amenos los correos electrónicos, los llamados y el planilleo con música, que además mitiga el ruido de fondo que se anuncia por el pasillo. Es que a pocos metros, después de atravesar la zona de lockers, se abre la nave principal que aloja dos máquinas de dimensiones monstruosas que fabrican fideos. Son italianas, al igual que Daniele, el jefe de planta que hace algunos años dejó Padua, en la región de Véneto, para venir a armarlas y que, cuando terminó, un año y medio después, quiso quedarse. Ingeniero electromecánico por vocación, conocedor de la pasta por tradición, luego nos dirá que “en Argentina se pueden hacer muchas cosas”. Una decisión de vida que desmiente uno de los mensajes más resonantes en estas latitudes, sobre todo en períodos de crisis, cuando el periodismo mainstream se ensaña en hacer noticia las épicas migratorias que señalan al Aeropuerto de Ezeiza como puerta de salida pero nunca de entrada.
“Es tecnología de punta, la más importante en Sudamérica”, señala Daniele al comienzo del recorrido. Lo dice con orgullo y el sentido de pertenencia que impregna a quienes son parte de una empresa familiar, por más grande que sea. Es que son solamente seis en el mundo las fábricas de estas características, un salto cualitativo que se hizo posible gracias al Régimen de Grandes Proyectos de Inversión con un desembolso de 8,7 millones de euros, que aumentó la capacidad de producción en 115% y redujo costos en 20%. Llevó tiempo la puesta a punto, pero hoy las máquinas funcionan a toda hora y toda la semana, con más de una veintena de trabajadores en cada uno de los dos turnos (con 70% de empleo local, gracias a un convenio firmado con el municipio). A la pregunta de cuánto produce cada máquina por hora, la respuesta es imponente: 6.000 kilos la línea de pasta corta, 4.500 kilos la de pasta larga. Algo difícil de dimensionar pero más sencillo si lo ponemos en una perspectiva que conocemos todos: 40.000 y 30.000 platos llenos cada 60 minutos. Mucho mejor si se los imagina humeando y con salsa.
El “orgullosos de ser argentinos” que escribe en su cuenta de Twitter Juan Nicolás Fera, director de Marolio y presidente de la Unión Industrial de General Rodríguez, parece ajustarse no solo al 100% de capital nacional del holding sino también traducirse a la materia prima que utilizan para elaborar los productos: las harinas y sémolas de trigo candeal que ingresan a las máquinas son locales, y se alojan de a 125 toneladas en media docena de silos de acumulo. Ellos suministran las dos grandes hacedoras de pastas secas de acuerdo a los planes de la oficina de producción, en obediencia a fórmulas y proporciones estrictas que, de igual manera, son supervisadas por el área de control de calidad en las etapas iniciales del proceso. Humedad, textura, consistencia, nada escapa al cálculo o a las pruebas del laboratorio.
Las máquinas son altas, en varios puntos superan los 6 metros de altura. Así que usamos las escaleras para ver, por primera vez, cómo el ingrediente seco se encuentra con la humedad. Entonces, la masa: hallazgo milenario de etruscos y romanos que alimentó civilizaciones enteras y hoy sacia el hambre de las mayorías. La primera fase del amasado es liviana, la masa todavía es algo parecido a un arenado grueso cuando cae por las bocas distribuidoras hacia el extrusor. Allí el trabajo es de fuerza y compactación, la materia necesita ser uniforme para pasar por los moldes de corte y adquirir su forma. Hay cuatro tipos distintos para la pasta larga, que luego es recogida en barras rotativas de 2,5 metros de ancho, y diez para la corta (de rigatti a caracol, todo en el medio), depositada en porciones en unos pequeños canastos metálicos que también los transportan.
De vuelta en la planta baja, Daniele agarra un puñado de fideos coditos recién extrusados y nos lo ofrece para que sintamos su textura. Después manotea unos spaguettis, que a esa altura tienen 55 centímetros de largo, y hace su magia: los dobla, no se quiebran. La pasta está blanda pero no como cuando se come. La espera el proceso de presecado, bajo flujos de aire muy calientes, y el secado.
Lo que sucede dentro de los enormes hornos es un misterio —las paredes son ciegas, de acero inoxidable—, pero sabemos que cuentan con diferentes niveles (o zonas climáticas termoactivas) donde las temperaturas varían para controlar la humedad en cada instante del secado rápido, la estabilización y el descanso. En dos horas y media un fideo mostachol y en cuatro horas y media un bavette están listos para el enfriado, un proceso más corto que los lleva de los 80 grados a los 24. En ese punto, el mago repite su truco: la pasta sí se quiebra.
Una de las políticas de producción de la empresa es no hacer stock, no solo porque sus productos tienen una alta rotación —“producimos para vender”, dicen— sino porque es una decisión que da por tierra con una práctica demasiado común en el sector alimenticio: la especulación de precios. Es común escuchar a Víctor Fera, el patriarca que adquirió Marolio en 1984, renegar contra los propios cuando se dan a conocer los índices de inflación y la preocupación vuelve a caer sobre los valores de la canasta básica. Porque conoce las maniobras y las padece como competidor, sabe que el mayor mérito de su marca es también, en un mercado cartelizado, su limitación. Son varias las grandes cadenas de supermercados que eligen dejarlos afuera de las góndolas: los precios populares exhibidos junto a las primeras marcas ponen en evidencia márgenes prohibitivos que, en tiempos de caída sostenida del poder adquisitivo, tuercen la mano del consumidor. Por eso, las 32 sucursales de Maxiconsumo son la boca de expendio principal para las más de media docena de marcas y más de 800 productos que comercializa la familia.
Marolio produce y vende sus pastas secas en continuo. Solo cuenta con pequeños silos de acopio —de entre 8 y 10 horas de producción— previo a la fase de envasado. Mientras que la pasta corta está lista para empaquetarse desde el enfriamiento, a la pasta larga le hace falta pasar por la cortadora, un aparato de movimientos ágiles que deja tiras de 26 centímetros. Luego, sí, el empaquetado. El ritmo de 100 paquetes por minuto pasa en cintas transportadoras frente a nuestros ojos con un poder hipnótico. En esta parte del proceso, la presencia de trabajadores fideeros que realizan tareas de supervisión de calidad rompe con la ajenidad de la automatización impuesta por la tecnología que, hasta ahora y no metafóricamente, ocupaba todo el lugar. Son muchas las instancias en las que no hay intervención humana y muchos los interrogantes acerca de la relación paradojal entre productividad y empleo. ¿Es posible producir semejante cantidad de alimentos de otra forma? ¿Cuánta mano de obra se lleva puesta el dios de la eficiencia? ¿Sueñan los hombres con máquinas que todavía deben operar? Tiempos modernos. En eso pensamos.
Hacia el final del recorrido, los paquetes de medio kilo de fideos se transforman en bultos. Esos bultos son dispuestos sobre pallets por obra y gracia de un brazo robótico antropomórfico —enorme por cierto— que nos recuerda al imaginario de Aldous Huxley en Un mundo feliz. Los pallets se deslizan por unos rodillos dentados sobre una plataforma que se mueve por unos rieles a través del gran galpón para que sean recogidos por los operarios, a bordo de montacargas que manejan con la destreza de los conocedores y la gracia de la que carecen las maquinarias. Los muchachos clasifican de acuerdo a los pedidos, ordenan, agrupan, optimizan también su fuerza de trabajo. Vemos que varios de los pallets llevan la leyenda “Precios cuidados”.
El calor que emiten los hornos es compensado por el frío rodriguense que entra por las bocas para cargar los camiones, que esperan en fila para distribuir en nuestro territorio o llevar a países vecinos. No quedan dudas, pero Daniele nos dice: “Esto no es una planta que hace fideos nada más”. Nos suelta los planes a futuro y nos deja espiar un poco la nave donde una cuadrilla está en pleno proceso de instalación de una maquinaria de producción nacional para hacer pan rallado. Otra, que vino de afuera, quizás tan grande como las primeras, aguarda en partes envuelta en plástico azul. En un tiempo no muy lejano, producirá galletitas.
La pandemia demoró algunos planes, pero llevó a Marolio a alcanzar un nivel óptimo de producción. Crisis o cambio de percepción, llegó a más cantidad de hogares y dejó de ser alternativa o segunda marca para ser consumida como primera opción —oh, ¡la mano invisible del mercado! El mix de empresa familiar, tecnología de punta y precios accesibles hacen del holding un modelo fuera de serie que lo convierte en el elegido del pueblo y en objeto de críticas de los grandes actores de la producción alimenticia con los que disputa mercado. Algunos acusan a la marca de “competencia desleal” por la doble condición de productor y supermercadista. Otros, como Alfredo Coto, el empresario con alto blindaje mediático que asegura “yo te conozco”, piensan que los productos Marolio son “demasiado baratos”. Bronca parecida a la que debe circular en las mesas de la familia Perez Companc, dueños de Molinos Río de La Plata, o de la familia Pagani, propietarios de Arcor.
PP
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