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Drácula y sus versiones

Las alas (negras) del deseo: vampiro icónico inaugura 2025

Nosferatu de Robert Eggers

Moira Soto

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Mito universal y atemporal con incontables variaciones en Occidente y Oriente, el interés popular por el vampirismo –las prácticas asociadas con el consumo de sangre ajena por parte de humanos/as que vuelven de la muerte– no decae en este siglo XXI informático y febril.

La verdad es que las creencias sobre vampiros existen desde hace milenios en distintas latitudes y culturas del planeta Tierra, alimentando un rico y heterogéneo folklore que ha dado inspiración a obras literarias y pictóricas, a piezas musicales y a obras teatrales, a cómics, videojuegos, incluso simpáticos libros infantiles adaptados, festivales y muestras. En este mismo momento tiene lugar una gran exposición en la ciudad de Crema, Italia, que brinda documentos, primeras ediciones de tratados, manuscritos, proyecciones, historietas, grandes pinturas como Amor y Dolor (1893), de Edvard Munch. Abierta hasta el 12 de enero. (Acotación random: las sabrosas galletas cremonas, que tan apropiadamente acompañan el mate, son una creación local por parte de un inmigrante italiano, llegado de la provincia de Cremona, en la Lombardía). 

En el cine, obvio es decirlo, vampiros y vampiras encontraron un refugio ideal, aunque con frecuencia resultaran aniquilados por la luz del sol, un crucifijo, una estaca en el pecho…; o ahuyentados por una olorosa cabeza de ajo. Pero los chupasangres siempre vuelven del sarcófago o de la tumba con sus colmillos acechando en la oscuridad, derivados básicamente de la magistral novela del irlandés Bram Stoker, Drácula, donde quedó condensado y codificado el mito con todos los chiches: las cumbres de los Cárpatos rumanos, el castillo ominoso, la ausencia de espejos, la transformación en murciélago, el carácter nocturno y erótico del máximo bebedor de sangre y (podría decirse con un inofensivo toque de humor negro) su espíritu evangelizador, ya que estos seres, ni vivos ni muertos, no solo aspiran a nutrirse con el rojo líquido vital sino que, además, quieren multiplicarse, convertir a sus ¿víctimas? al vampirismo. 

El hecho es que, desde hace siglo y pico, este clásico del género fantástico es un fenómeno de ventas, y no faltan estadísticas que sostienen que es el segundo libro más vendido desde fines del XIX (ya saben ustedes cuál es el primero, justamente uno que los vampiros de la vieja guardia no quieren ver ni de lejos, mientras que algunos representantes de esa especie contemporáneos ya están inmunizados).

La escocesa que le dio letra al irlandés

Este sería el momento apropiado para hacerle justicia a una escritora escocesa, Emily Gerard que, sin enterarse, proveyó a Stoker de un vasto repertorio de costumbres y creencias de la zona de Transilvania. A tal punto que BS, al planificar su novela (que ya tenía antecedentes vampíricos en la literatura) pensaba ubicar a su protagonista en Austria. Pero dado que en las bibliotecas donde efectuó consultas se topó con The Land Beyond the Forest (1888), de EG, que contenía un minucioso repertorio del folklore de Europa Central, dio el volantazo e instaló a su conde, presunto descendiente del cruel Vlad Tepes (tercer príncipe de Valaquia, siglo XV) en el castillo de los Cárpatos hacia donde viajará el agente inmobiliario Jonathan Harker (al tiempo que escribe su diario, que forma parte de esta innovadora novela, que también incluye cartas y otras formas de comunicación escrita).

La señora Gerard, que le facilitó letra y decorado geográfico a Stoker, se había casado con un militar integrante del ejército austrohúngaro, que estuvo destinado durante un par de años a la zona transilvana. Trasero inquieto y harto curiosa, la tal Emily –que ya había escrito algo de ficción en colaboración con su hermana Dorothea– se dedicó a investigar entusiastamente sobre usos, costumbres y supersticiones en las aldeas transilvanas a las que llegaba atravesando bosques. En mercados y posadas, conversaba, averiguaba, repreguntaba y tomaba nota. De su animosa iniciativa de antropóloga aficionada surgió primero un artículo periodístico que fue publicado y que luego, sumando otros materiales, dio forma al libro antes citado que registra variedad de agentes demoníacos y maneras de protegerse de los lugareños. Agentes denominados drakulus, apelativo que evidentemente inspiró a Stoker para bautizar –sin agua bendita, claro– a su conde.

Un error que marcaría tendencia

Todo muy meritorio por parte de Emily G, pero se le escapó un error, justificable teniendo en cuenta que se las tuvo que arreglar con una lengua que no era la suya. Un error que arraigó y está llegando a nuestro país en enero 2025, fecha en la que estará en cartel la promocionada y discutida cinta de Robert Eggers que brinda una tercera versión con el título que la escritora dio a los succionadores de sangre en su libro: Nosferatu. Explicando ella que el mote significaba no-muerto en rumano. Y no, en ese idioma se lo llama vampir, varcolac, en tanto que strigoi sí sería un no-muerto. Tampoco es nosferatu la grafía correcta, sino nesuferitu. Literalmente: insoportable, alias empleado para referirse al demonio.

De modo que, durante añares, después de publicada la novela en 1897, se llamó nosferatu al vampiro, según se había copiado su autor, traduciendo ese errado apodo como no-muerto. Hasta que, siguiendo la pista a la búsqueda de Stoker, hacia fines del XX se conoció y reconoció la fuente principal del folklore vampírico que había consultado y aplicado el irlandés. Se hizo justicia tardía con Emily Gerard como gran abastecedora de datos e ideas. Con anterioridad, solo se solía mencionar a los eruditos Arminius Vambery y Richard F. Burton como aportantes de data a Bram S. Localmente, el sitio El espejo gótico, del escritor argentino Sebastián Berlingheri, ofrece una detallada comparación de citas del libro de la escritora y de fragmentos de la novela, que tuvo tempranas adaptaciones al teatro, siempre bajo la estrecha vigilancia de Florence Balcombe, la viuda del escritor (muerto en 1912), en cuya novela había participado ejerciendo una suerte de secretariado. Chimento simpático: famosa por su belleza y su charme, antes de casarse, Flor había sido cortejada por un jovencísimo Oscar Wilde.

En 1922, Friedrich Murnau, uno de los grandes genios que ha dado el cine, realiza Nosferatu, maravilla expresionista con guion de Henrik Galeen, que se toma algunas libertades respecto del original. Una reunión de grandes talentos con presupuesto muy acotado, que no daba para pagar derechos. Así fue que la novela Drácula devino Nosferatu, y el conde pasó a llamarse Orlock, entre otros cambios que no tocaban la trama central. La actuación de Max Schreck fue tan terrorífica que dio pábulo a imaginativas leyendas sobre la “verdadera” naturaleza del intérprete. Esta espléndida muestra de romanticismo alemán tardío hipnotizó al público y a la crítica bajo el título Nosferatu, una sinfonía de las tinieblas. Mejor imposible iban las cosas hasta que irrumpió la ávida viuda del escritor en 1925 y, juicio mediante, el veredicto ordenó quemar copias y negativos. Felizmente, el destrozo no fue total y ese tesoro artístico se salvó gracias a copias que fueron escondidas en Alemania, Estados Unidos, Inglaterra. Con el tiempo, Nosferatu fue restaurada, se le sumaron partituras, se volvió figurita insoslayable en cineclubs, cinematecas, salas de cine arte. Y sucesivamente presencia muy requerida en videotecas y devedetecas de amantes del terror y de cinéfilos en general.

Criaturas de la noche irracional 

En nuestro siglo, en ficciones de cine, series, literatura, etcétera, comenzaron a proliferar vampiros que desafían sus propias reglas y rituales ancestrales (si tomamos como referencia mayor el quintaesencial Drácula de Stoker), que son capaces de hacerle frente a la luz solar e incluso pueden disponer de sangre artificial para su nutrición. Tal el caso, por poner solo un ejemplo, de la excelente serie True Blood donde la especie en cuestión reclama derechos como minoría, el gran vampiro Bill se vuelve inmune a la claridad diurna aunque, como buen gourmet, sigue prefiriendo la hemoglobina natural, no la imitación química, a la temperatura de las personas vivas (36 grados y medio). Desde luego, bebida directamente de palpitantes yugulares. 

Pero la verdad es que la noche siempre le ha sentado bien a los chupasangres. Es decir, ese quiebre del orden diurno, de lo cotidiano y previsible; ese reino de lo irracional que borra las certezas de la sensatez y la ciencia, que se abre a impredecibles territorios paralelos en especial a la hora de dormir, de engendrar monstruos como lo supo representar y titular Goya, en el anochecer del XVIII, en unos de sus Caprichos donde ¿por azar? sobrevuelan grandes murciélagos. Por su parte, en muchas creencias, en la literatura, en las artes visuales, la muerte prefiere rondar de noche. Y hasta puede enamorarse, según la nouvelle de Théophile Gautier (La morte amoureuse, 1836).

El conde Drácula, en la interpretación suprema de Bela Lugosi (1931) dice con voz profunda y extraño acento que quiere ser rumano: “Los hijos de la noche, qué bella música producen”. Y él mismo, como en la novela se puede metamorfosear en murciélago, en lobo, en niebla, más raramente en rata.

¿En qué momento se produce la asociación del vampiro con el negro mamífero alado que duerme de día y sale en busca de alimento cuando caen las sombras? Los tratados sobre bebedores de sangre aparecen reiteradamente en el siglo XVIII. Uno de los más conocidos es De masticatione mortuorum in tumulis (1728), de Michael Ranft, pastor protestante alemán, especialista en la materia que es seguido por el erudito benedictino Augustin Calmet, autor de un ensayo que cebó las plumas de John Polidori, Sheridan Le Fanu, también el propio Stoker. El largo título original –La aparición de los espíritus, los vampiros y los revinientes de Hungría y Moravia– quedó reducido en la edición española de Reino de Cordelia a Tratado sobre los vampiros.

Una de las primeras conexiones con los murciélagos se atribuye a Simon Michellet (en religión, Yves de Évreux), que dejó anotado en 1614, sobre su expedición a la zona de Brasil su marcada antipatía por “esos feos pájaros nocturnos que buscan a personas durmientes y les succionan la sangre en gran cantidad”. Philippe Serano, geógrafo, a su vez, escribió en 1770 consejos para viajeros hacia América del Sur: “Protegerse de los vampiros, especie de murciélagos, diestros chupasangres de hombre y animales dormidos”. Así se gestó, en parte, la identificación con los murciélagos que selló Bram Stoker. No del todo justa porque solo tres especies de estos alados mamíferos son hemotófagas. Y no figuran entre los murciélagos que chillan para orientarse en algunos barrios porteño. Y que a veces en cálidas noches porteñas, se cuelan sin querer por ventanas abiertas en el interior pisos superiores, aterrorizando a sus habitantes.

Vampiras y vampiros de la primera hora, de la segunda…

Un repaso somero, a vuelo de murciélago, conduce a citar algunos hitos en la infinita literatura del género, a partir del siglo XVII (amén de los ya mencionados), algunos de los cuales motivaron al cine: Lenore, sombría balada de HG Bürger, protagonizada por una muchacha en busca de su amante que se fue a la guerra y no regresó; La novia de Corinto, de Goethe, otra chica que sale en busca de su novio ausente (esta se lo bebe); Christabel, poema narrativo de Coleridge, que se presta a lecturas lésbicas y que se da por seguro que influyó a Le Fanu, autor de Carmilla, esa joya que, a su vez, inspiró a films tan dispares como Vampyr (1932), genialidad de Dreyer; Et mourir de plasir (1960), de Vadim; The Vampire Lovers, con la gran Ingrid Pitt (una producción de la maravillosa época vampírica del sello inglés Hammer, etapa de gloria de Christopher Lee como Drácula con su aire de dignidad herida); El vampiro, de John William Polidori, médico de Lord Byron (en cuyos rasgos de dandy se sustentó); Paul Féval, importante autor vampirólogo, dejó tres piezas valiosas: La vampira (1856), El caballero tenebroso (1860), y la admirable La ciudad vampira (1875). Abreviando y ya en el XX y el XXI, entre miles de variedades, desviaciones y actualizaciones, se podría rescatar Soy leyenda, de Richard Matheson (hay varias versiones fílmicas), El misterio de Salem’s Lot, de Stephen King; La entrevista con el vampiro (y otras obras que le siguieron) de Anne Rice, medianamente adaptada al cine, salvando a la adolescentita Kirsten Dunst; Déjame entrar (Morse), de John Ajvide Lindquist (dos veces en la pantalla, la mejor versión, la sueca, dirigida por Tomas Alfredson). Drácula de Bram Stoker, de Francis Coppola, una suerte de hipermercado del vampirismo romántico a ultranza. Únicamente por su repercusión habría que nombrar Crepúsculo, la saga escrita por Stephanie Meyers, mediocremente filmada pero con dos intérpretes que luego demostraron su valía: Robert Pattinson y Kristen Stewart. Antes de cerrar este capítulo, vale mentar una más que simpática creación de Mike Flanagan, la miniserie Misa de medianoche, con el padre Paul ejerciendo en una isla y recibiendo la visita de un ser alado que confunde con un ángel. Aunque nunca se pronuncia la palabra vampiro, las alas son oscuras y la trama conjuga temas de fe, nueva vida, culpa, redención. Recomendable para ver con las persianas bajas.

Intentando rellenar una huella sublime

A Robert Eggers no se le puede negar su atrevimiento al pretender rehacer esa maravilla del expresionismo alemán en su momento más creativo y experimental, con grandes realizadores, puestistas de teatro, pintores, escritores… 

Eggers se lanza al abordaje después de que Werner Herzog, con cierta humildad siguiera el modo de empleo de Murnau, poniendo lo suyo en los acentos poéticos y trágicos, con un elenco impresionante de magnetismo y belleza -Klaus Kinski, Isabelle Adjani, Bruno Ganz- en Nosferatu, vampiro de la noche (1979), pero sin intentar superar al maestro. El cineasta estadounidense, siempre queriendo dar la nota rimbombante desde La bruja (2015), pretende ir más lejos en todos los planos, si bien mantiene el esquema argumental y los nombres que cambiaran los hacedores de la versión original por el famoso tema de los derechos. Este Nosferatu con sus 5 mil ratas digitales, una recargada composición del vampiro en las garras de Bill Skarsgard, Lily-Rose Depp practicando una exasperada coreografía de la histeria, Nicholas Hoult de marido con autoridad victoriana y Willem Dafoe salvando su parte de cazador de vamps (después de haber estado en una ficción sobre el rodaje del Nosferatu 1922, La sombra del vampiro, encarnando nada menos que a Max Schreck) con cierta distancia ligeramente humorística. Si Eggers decide que haya oscuridad, que se note y haya brumas por doquier. Si el vampiro viene a satisfacer los deseos inconfesables de Ellen, que no queden dudas. Que todo sea explícito y esté subrayado. Como apuntó un crítico europeo, “un bombón gótico que puede empalagar a paladares exigentes”.  Pero que está siendo un buen negocio. Como dijera Voltaire en Diccionario filosófico, en el apartado Vampiros, mucho antes de Marx, “Existen hombres de negocios que chupan la sangre del pueblo, pero que no están muertos sino corrompidos”.  

MS/MG

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