La maldición de Felipe VI
Hay ocasiones en las que el protocolo es inflexible y una de ellas ha sido el funeral de Isabel II. Con cerca de 2.000 invitados, entre ellos 500 jefes de Estado, miembros de la realeza y dignatarios extranjeros, no podía ser de otro modo más que imperturbable y riguroso. Reyes con reyes, militares con militares, líderes políticos con líderes políticos… Por eso fue posible la fotografía. La FOTO. La madre de todas las fotos. La que pretendía evitar La Zarzuela y vio una audiencia estimada de 4.000 millones de personas: Juan Carlos I sentado junto a Felipe VI. Para ser más exactos, junto a Letizia.
Nada pudo hacer el jefe del Estado español esta vez por no aparecer retratado junto a su padre, que en esta ocasión no se sentó junto a él por ser progenitor de nadie, sino por ser rey. Aunque parezca increíble y hasta vergonzoso, Juan Carlos I sigue siendo monarca porque así lo estableció un decreto de 2014 firmado por su propio hijo. Ni la Constitución ni la Ley Orgánica por la que se aprobó su abdicación regulaban el tratamiento que le correspondía después de su renuncia a la Jefatura del Estado, pero Felipe VI firmó un Real Decreto para modificar otro de 1987 que estipulaba el “régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes” solo para que Juan Carlos I siguiera siendo rey. Decía el texto que para “plasmar la gratitud por décadas de servicio a España y a los españoles”.
Juan Carlos I es rey y Sofía reina como Felipe VI y Letizia. Cuatro reyes para tan poco reino, aunque se les añadiera la coletilla de eméritos, un adjetivo que suele aplicarse a las personas que, una vez retiradas de sus funciones, reciben un premio o recompensa por su buen servicio. Para servicio impagable, el de los agentes secretos que trabajaron durante 40 años para tapar sus tropelías con la anuencia de todos los poderes del Estado, tal y como desvela exhaustivamente el recién estrenado documental de HBO Salvar al Rey.
Felipe VI y Juan Carlos I coincidieron el domingo por segunda vez –que se tenga constancia– desde que el emérito se marchó a Abu Dabi acuciado por sus problemas con la justicia en una recepción ofrecida por Carlos III, un día antes del funeral de Isabel II. Al no haber prensa presente, no hubo imagen conjunta de ambos, lo que allanó el empeño de Zarzuela por desvincular al rey de los abusos de su padre. Cosa distinta fue ya durante el funeral de Estado, en el que el inapelable protocolo sentó a reyes con reyes sin que nadie pudiera evitar que Juan Carlos I recibiera tratamiento de monarca porque sigue siéndolo. Reino Unido no puede desposeer a Juan Carlos de los honores que le otorga la legislación española.
Y para que Juan Carlos I pierda el título de rey sería necesario que el Gobierno de Pedro Sánchez aprobase un Real Decreto que, como su nombre indica, tendría que firmar su hijo, Felipe VI, algo que jamás ocurrirá, como tampoco se reformará jamás la Ley Orgánica con la que se apuntaló su aforamiento para que solo el Tribunal Supremo pudiera juzgarlo.
Cuenta la leyenda que hay una especie de maldición que persigue a los Borbones y que empezó el día en que la madre del Alfonso XIII desoyó la recomendación del rey para que no llamase Alfonso a su hijo con el propósito de evitar el mal fario del número 13. La reina María Cristina no hizo caso y su hijo fue acusado por las Cortes Generales de los delitos de lesa majestad, rebelión militar y alta traición. Fue expulsado de España y vagó durante años por Francia, Estados Unidos, Suiza e Italia hasta que murió en febrero de 1941 en una habitación del Grand Hotel, en Roma. Su nieto, Juan Carlos I, vive en una especie de autoexilio en Abu Dabi, tras ser repudiado por su hijo por un comportamiento deshonesto con el país al que decía servir y del que durante años se sirvió para un enriquecimiento obsceno e indigno. Ahora, su bisnieto, Felipe VI, no logra desprenderse de la infausta sombra de quien se ha convertido en su peor pesadilla, además del peor enemigo para el prestigio de la institución.
Y aun así hay quien habla de normalizar relaciones entre padre e hijo e incluso de un regreso incómodo pero inevitable que habrá que decidir en algún momento para que a Juan Carlos I no le suceda lo que a su abuelo y pueda morir lejos del país que reinó. Si eso ocurriera, todo está previsto porque en La Moncloa, como en Downing Street respecto a Isabel II, hace décadas que se guarda bajo siete llaves un dossier con la letra f de funeral de Juan Carlos I. El documento se ha ido actualizando a los tiempos y las circunstancias, pero en todo caso otorga al emérito los honores de Estado que quiso Felipe VI para que mantuviera el tratamiento de Majestad con carácter honorífico y de forma vitalicia.
La maldición de Felipe VI no es, por tanto, como fue para algunos de sus antepasados una cuestión de superstición, sino una decisión propia que le perseguirá mientras viva Juan Carlos I.
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