El fin del largo reinado de Isabel II en Gran Bretaña (1953-2022) - Análisis
La Reina ha muerto, ¿la Monarquía vive?
Cuando murió en 1900, la longeva reina Victoria cargaba también con la corona de Emperatriz de la India. Distraídamente, el Imperio británico había crecido bajo los ojos de la monarca que dio su nombre a la era victoriana. Las islas británicas se dotaron de Marina y de flotas comerciales que crecieron con la expansión industrial, comercial y colonial, a la que habían hecho crecer en el siglo XIX. El pabellón con la cruz recta del inglés san Jorge y la cruz en x del escocés san Andrés llegó a flamear sobre un tercio del planeta. Sin contar los países, como la Confederación y la República argentinas, de los que fue socio prioritario y determinante. Cuando murió este jueves, la aun más longeva Isabel II había presenciado durante el largo siglo XX el proceso de descolonización e independencias nacionales en África, Asia, Oceanía, América y el Caribe. Sentada en el trono de un Imperio declinante, acompañó su larga decadencia. Vio culminar este largo arco con la concreción del Brexit y con convocatorias a un referéndum independentista en Escocia. En estos días, una pregunta antes asordinada o postergada es cada vez más audible: ¿sobrevivirá a la Reina muerta la Monarquía? ¿Sobrevivirá unido el Reino Unido?
Fue reina por azar. Como su padre, el rey Jorge VI, que nunca habría llegado al trono sin la abdicación de su hermano mayor Eduardo VIII. En 1947, en un cada vez más famoso mensaje radial, la princesa Isabel delineó el que fue su programa de gobierno: “Sea larga o breve, mi vida estará dedicada por entero al servicio de la gran familia imperial”. No puede negarse que haya sido fiel a este compromiso.
Si una filosofía política guió sus acciones, fue la del constitucionalista decimonónico inglés Walter Bagehot, que había diseñado un modelo en el que dos ámbitos se contraponían equilibrados sin ser simétricos: el mundo de la Dignidad y el de la Eficiencia. Es decir, el ámbito de la Corona, que recibía el respeto ciudadano y cuya tradición y tradicionalismo volvían (más) respetable al sistema político, y el ámbito del Gobierno, de la vida cotidiana, de las manos sucias, de las aventuras y rupturas con la tradicón que finalmente, sin embargo, podían ser honorablemente incorporadas en el gran relato, en el friso tradicional del progreso histórico ordenado.
La Monarquía, que Isabel encarnaba, era la clave de bóveda del sistema, que aseguraba grandiosidad y solidez al Estado así diseñado. El equillibrio es asimétrico, porque está reglado por una prohibición absoluta para la Corona, cuya trasgresión prometería ser fatal. Nunca debe hacer sentir la Monarquía, en ninguna encrucijada, que su peso es el mayor y el decisivo.
La reina Isabel formó parte de la Historia en la medida en que no formaba parte, no tomaba partido. En la medida en que no se pronunciaba: todo el buen éxito de la fórmula parecía depender de que no dijera nada.
Cuando una figura política calla, sobran los intérpretes bien dispuestos a explicar al público el sentido y significado de cada silencio. Argumentaron que era una nacionalista favorable al Brexit. O al contrario, que era una monarca ilustrada y filo-europeísta. Señalaron un mensaje disimulado pero visible en el sombrero que cubrió la testa real en una solemne apertura de las sesiones del Parlamento. Como era de tela azul con estampado de estrellas, declararía, icónico, sin palabras, la adhesión de la Corona a la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. El primer ministro conservador (pero anti Brexit) David Cameron quiso enrolarla en un frente unionista y lealista contra la independencia de Escocia al momento de celebrarse el referéndum que podría haberla aprobado. Boris Johnson, cuando disolvió el Parlamento durante la pandemia, buscó comunicar que esta decisión drástica contaba con la venia del Palacio de Buckingham.
Sin decir una palabra sobre política en público. Pero sin duda muchas en privado. Siempre ha dado audiencias semanales a cada premier. Desde el conservador Winston Churchill, nacido en 1874, hasta la conservadora Liz Truss, actual inquilina del n° 10 de Downing Street, nacida cien años más tarde, en 1974. Algunos de sus más acérrimos partidarios, en el Gobierno, fueron laboristas, como el Tony Blair de Cool Britannia.
Será sucedida en el trono por el príncipe de Gales, su primogénito Carlos. Un hijo por el que jamás mostró públicamente un gran afecto personal o una gran confianza institucional. El ex marido de la princesa Diana, de cuya muerte prematura se conmemoró esta semana un cuarto de siglo de aniversario, fue y es la primera encarnación de las turbulencias mayores de una Monarquía en constante desgarramiento entre tradición y modernidad. La Monarquía podría optar, como solución, por la vía de la modernidad, como hicieron, invocando la ley en su defensa o esquivándola defendiéndose de procesos judiciales, algunos de sus nietos. Tal vez esta posición frenaría el avance de un republicanismo ciudadano que de momento no significa una amenaza ni por los números partidarios ni por la urgencia o virulencia del reclamo. En un caso así, se tornaría en una Familia Real más progre, con renuncia a más privilegios, como es ahora la Corona sueca. Esto significaría, sin embargo, el fin del modelo constitucional de Bagehot. Si renunciara al valor consagratorio y elocuente de la tradición, renunciaría por ello mismo al equilibrio de lo Digno y lo Eficiente, perdida toda idoneidad para dignificar.
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