Apetito existencial
“De golpe tengo tal hambre de que la cosa realmente suceda que en un grito muerdo la realidad con los dientes dilacerantes. Y luego suspiro sobre la presa cuya carne comí. Y por mucho tiempo, de nuevo, prescindo de la realidad real y me amparo en vivir de la imaginación”, escribe la brasileña ucraniana Clarice Lispector en Un soplo de vida, dándole rienda suelta a su deseo.
También la escritora británica Lara Williams anota en la novela Las devoradoras de qué se trata el hambre de vivir y cómo nos inventamos historias para enriquecer nuestras diminutas existencias. Lo hace a través de Roberta, con un don especial para cocinar aunque insegura y frágil, y de Stevie, su antítesis complementaria. Juntas crean el Súper Club, un colectivo de mujeres cansadas de sentirse marionetas de sus propias vidas, de empequeñecerse por obra y (des)gracia del patriarcado que nos quiere huecas y uniformadas. Son muchachas que se juntan en diferentes lugares para disfrutar sin normas. Preparar alimentos es su refugio para el placer sin medida, para conectar con pares con las que comparten el apetito existencial.
“Cuando comencé a escribirla me interesaba el acuerdo tácito que existe entre las mujeres para hacerse pequeñas y como esto acaba siendo la forma correcta de la feminidad, mostrar siempre complacencia y reprimirse. Y el apetito, en el sentido más amplio, me parecía un medio de expresión perfecto”, cuenta Williams.
Si nuestra patria es la gordura pero nos pretenden con vidas adelgazadas, el poder de la imaginación y el del activismo gordo nos muestran cómo salir de una existencia asimilable a un vía crucis.
Ya han pasado varias décadas desde que los colectivos perseguidos cambiaron el silencio por la palabra pública, hemos encontrado la propia manada, aprendiendo a estar en nuestros cuerpos con certeza y orgullo, cualquiera sean nuestras formas físicas y nuestros dones.
Pese a los constantes esfuerzos de la sociedad por “civilizarnos” y constreñirnos a roles rígidos, el miedo no nos gobierna con poder absoluto. Hemos dejado de postergar la fiesta de nuestros encuentros y nuestros manjares, mal que les pese a los gestores de la moral alimenticia.
Ya no es necesario habitar el aislamiento, disimular el deseo, exiliarse de los otros. Hemos salido de la ruta sin puentes, atascadas en el amasijo de sentirnos trogloditas desgarrando pellejos para saciar el hambre, quebrar huesos hasta pulverizarlos, tragar sin tener que responder preguntas incómodas.
La unidad en la diversidad es capaz de proporcionar pequeñas dosis de felicidad en los cuerpos redondos, cuerpos que ahora viven y resisten en tribu los atropellos, reponiéndose juntos de los embates de las gramáticas y los gestos que hieren.
Luchar es abrir el pico frente a las señales que demandan ajuste, aunque nos amonesten. Comer con placer y gritar con rabia es decirle que no a un mundo que se ha hecho para limitarnos y creer que el sacrificio y la restricción valen la pena, mientras se llevan lo que es nuestro.
Esa mujer outlet, de segunda, en la periferia, ya no acepta entrar por la puerta de servicio, esclava en proceso de abolición, de la evangelización flaca, se engarza con otras y enciende la mecha de una rebelión que late. Ella también abandona la idea de disminuirse todo el tiempo para ensanchar su alegría. Máquina emocional, se enciende con la luz de la palabra gorda, redonda y completa, sabrosa y con ondulaciones, pozos, celulitis y estrías, heridas y huellas, canciones, una palabra que viene de lo profundo de América o de los barcos, de Europa. No lleva una galletita de agua desabrida en la mano, ni una balanza, no guarda la panza cuando le sacan fotos, ni se oculta bajo un supuesto luto. Sin prejuicio, se muestra.
La palabra gorda baila y brilla, no pide perdón en la playa ni en la escuela de danza. No disfraza su exceso metiendo rollos ni ayuna para reducir los insultos que recibe.
Los comentarios sobre la aceptación de las mujeres crean muchachas altas encorvadas, bajas sobre plataformas, delgadas empeñadas en hincharse como serpientes, voluminosas vestidas denegro y un sinfín de costosos disfraces para mostrarse distintas. Eso destruye la unidad de la mujer con su corporalidad natural, la priva de confianza y hasta llega a inducirla a preguntarse si es o no una buena persona.
Si alguien creía que en su interior hay una hambrienta, más que de poseer determinado tamaño, cierta forma o estatura, de encajar con un estereotipo, la mujer tiene apetito de recibir una consideración básica.
Gorda o delgada, ancha o estrecha, alta o baja, de pies pequeños o talla grande, lo es simplemente porque es el legado de la configuración corporal de su familia. Y si no de su familia inmediata, de los miembros de las generaciones anteriores.
Despreciar o juzgar negativamente el aspecto físico heredado es crear mujeres angustiadas, al despojarlas de toda una serie de valiosos tesoros identitarios, afectivos y espirituales.
Autora de Mujeres que corren con los lobos, la estadounidense Clarissa Pinkola Estés cuenta que viajó al istmo de Tehuantepec en México, donde conoció a representantes de su pueblo ancestral, una tribu de coquetas y gigantescas mujeres de fuerte cuerpo y considerable volumen. Le dieron unas palmadas, la palparon y comentaron descaradamente que no estaba lo bastante gorda. Tenía que esforzarse en aumentar su volumen, le explicaron, ya que las mujeres son la Tierra, redonda como ella, pues abarca muchas cosas.
En la representación, como en la vida, una historia personal que empezó siendo opresiva y deprimente, terminó con alegría y un fuerte sentido del yo. Hubo que encontrarse con otro pueblo distinto del occidental para darle valor al cuerpo que se tiene, a su sabiduría
Si nos enseñan a odiar nuestros cuerpos, ¿cómo poder amar el de nuestras madres, abuelas e hijas, las configuraciones corporales de nuestros antepasados?
Gritamos para salir de las proyecciones irrespetuosas de los demás, sobre nuestros cuerpos, nuestro color de piel, nuestra edad, nuestros gustos.
Cuando hay una herida en las mujeres, hay otra en la cultura y en la naturaleza. Los cuerpos, las mentes y los paisajes se adaptan a la moda mediante métodos tortuosos para domesticarnos.
Tenemos derecho a recibir amor y respeto más allá del tamaño que tengamos. No nos preparamos más para una vida sin grasa, con la boca cerrada, obediente y lejos de la creatividad. Podemos experimentar alegría y placer si descubrimos que hay muchas clases de belleza. No hay un solo canto de pájaro, ni clase de árbol, no puede haber una sola clase de chico, hombre, mujer. Cabeza, cintura, piel.
En occidente veneran delgadez pero ¿quién controla los daños? La restricción devasta. ¿Cuál es el beneficio de lo que no se alcanza? Cansa vivir tratando de ser lo que no es. Acariciemos las arrugas, los granos, los callos, esos signos de los cambios que son las huellas vulnerables de nuestra humanidad, los accidentes geográficos de nuestros mapas personales.
LH/DTC
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