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OPINIÓN

Batallas culturales

La imagen de "Mujer contra mujer", de 1990, el segundo disco que sacaron Celeste Carballo y Sandra Mihanovich.

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En estos días, haciéndose eco de la victoria de Trump, el CEO de Disney anunció que la empresa dejará de generar contenidos que muestren en igualdad de condiciones la diversidad racial, sexual y de género que existe en el mundo real. En años pasados Disney estuvo bajo ataques constantes por parte de la extrema derecha por el simple hecho de incluir en sus películas personajes gay o escenas de amor entre personas del mismo sexo, o contar historias con protagonistas eran de tez oscura. De hecho, programaban lanzar una sobre un atleta trans, que ahora ya no verá la luz. Lacónicamente, el CEO justificó su decisión diciendo que “la política es mala para los negocios” y que los padres prefieren tratar “ciertos temas” con sus hijos a su manera. 

Por obvio que sea decirlo, Disney no dejará de hacer política: sencillamente se pliega a la política cultural de la extrema derecha. No dejará de mostrar escenas de amor, ni sus héroes tendrán tez de color indefinido: mostrará solo el amor y los colores de la heroicidad que gustan a los conservadores. 

La noticia es preocupante, un ejemplo más del embrutecimiento que avanza. La generación de contenidos culturales progresivos ha tenido un papel crucial en el avance de la civilización. El activismo político fue fundamental, de más está decirlo, pero los creadores culturales desempeñaron un papel esencial. A mediados del siglo XIX, los habitantes de buena parte del mundo se sensibilizaron sobre la abominación que era la esclavitud, entre otras cosas, leyendo novelas como La cabaña del Tío Tom. Un siglo más tarde, comprendieron que el legado racista todavía continuaba viendo en TV la exitosa serie Raíces. Lo mismo puede hacerse extensivo a todas las injusticias: comprendimos mejor la explotación y la represión porque existieron novelas como Los Miserables de Víctor Hugo o, en Argentina, películas como Las aguas bajan turbias. El mundo fue un poco menos antisemita porque hubo documentales como Shoah o, entre nosotros, libros como Los gauchos judíos. Y algo menos homofóbico gracias a que artistas como Celeste Carballo y Sandra Mihanovich se atrevieron a cantar “Mujer contra mujer”. ¿Y cuánto debemos nuestra conciencia antidictatorial –esa misma que hoy atacan– a films como La noche de los lápices o Garage Olimpo

Todo eso está hoy en peligro. Milei, tanto como Trump y otros líderes de la ultraderecha internacional, definieron que la “batalla cultural” estará entre sus prioridades. No hay nada extraño en ello: para bien o para mal, hay una relación muy evidente entre política y cultura. El propio Milei citó a nada menos que a Antonio Gramsci, el filósofo marxista italiano que teorizó al respecto en la década de 1930. Sabe que, para imponer su visión de sociedad, necesita combatir los valores predominantes en la sociedad argentina, destruir toda confianza en el Estado, exacerbar la sospecha contra todo lo que huela a política, demonizar los movimientos sociales, enseñarnos a admirar a los millonarios, impulsarnos a focalizar nuestros proyectos de vida únicamente en ganar dinero. Incluso revalidar el individualismo y el egoísmo más extremos. En la Argentina, la “batalla cultural” también implica destruir la memoria sobre el pasado, particularmente sobre la última dictadura, y el prestigio que conserva el movimiento de derechos humanos. 

En todo esto, el gobierno de Milei es una continuación del de Macri, que también había encarado lo que entonces llamaban el “cambio cultural”, que vino de la mano de la imposición de la ideología emprendedurista en las escuelas, una pedagogía decadentista que nos enseñaba a despreciar casi completa la historia argentina, la primera oleada de desprestigio a los científicos y el CONICET y el primer ataque, hasta entonces inédito, contra lo que denominó “el curro de los derechos humanos”. Milei retoma y profundiza esa agenda, encarando además un combate contra el feminismo, contra el movimiento por el orgullo LGTB y contra toda demanda de dignidad de las personas no-blancas. Sus seguidores y referentes importan con entusiasmo todas las tendencias de la derecha estadounidense en este sentido, incluyendo la lucha contra lo “woke” y el glamour de portar armas y andar los tiros. Las llevan incluso más allá, dando rienda suelta a un racismo abierto y explícito contra “negros” y “marrones”. Replican incluso los intentos de prohibir libros y construir muros en las fronteras, como ya ha sucedido en Estados Unidos. Calco y copia.

Por supuesto, no es la primera vez que gobiernos de derecha reproducen las agendas liberal-conservadoras internacionales e intentan incidir sobre la cultura. El problema que tenemos hoy es que nos encuentran con algunas de las principales herramientas de producción de contenidos y de comunicación en manos de corporaciones y más concentrados que nunca. Las redes sociales, los medios de comunicación, ahora Disney, todo se va alineando con las guerritas culturales del momento. Elon Musk, dueño de Twitter, y ahora también Mark Zuckerberg, dueño del imperio Meta, anunciaron en estos días que ponen sus artillerías a trabajar para la extrema derecha.

Está claro que la ultraderecha necesita sujetos embrutecidos y un retroceso hacia la barbarie para asentar sobre bases sólidas el proyecto de sociedad que trae bajo el brazo. Porque a esta altura ya es obvio no se trata solo de enderezar la siempre caótica macroeconomía argentina: con esa excusa, introducen por la ventana cambios de otro orden que nos conducen a una sociedad peor. 

Por suerte, la sociedad argentina conserva una capacidad de resistencia política y cultural notable. Lo vimos en estos días en la conmovedora defensa del Centro Cultural Haroldo Conti. Ojalá alcance para detener la pendiente a la barbarie.

EA/MG

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