Quedarse en este mundo
El fallecimiento de Beatriz Sarlo, admirada por todos, desató una catarata de obituarios y recordatorios más que merecidos para quien fuera una de las figuras más descollantes del campo intelectual argentino. No agregaré uno más: quienes la conocieron mejor que yo ya han hecho todas las semblanzas posibles. Vamos a extrañarla, qué duda cabe.
Me interesa, en cambio, detenerme en un tópico que se repitió en la mayoría de las despedidas: el lamento nostálgico por una era que fenece con ella. Con Sarlo, decían, mueren los tiempos en los que la voz de los intelectuales tenía alguna importancia, hoy reemplazada por la de los influencers y panelistas. Muere el rigor crítico, reemplazado por el opinionismo a la marchanta. Muere el debate con respeto por el que piensa diferente, reemplazado por el insulto y la descalificación. Muere la cultura del libro, reemplazada por la de las redes sociales y la de esos portavoces que no han abierto uno en su vida. “Este mundo ya no es el nuestro”, parecería ser la conclusión inevitable.
Claro que hay excelentes motivos para ese sentimiento y, por consiguiente, para retirarse, para rechazar este mundo no solo espantoso sino también, digámoslo, bastante idiotizado. Para darse por vencido y dejar de intentar un careo con la realidad. Para abandonar la aspiración a sostener un diálogo colectivo. Para irse, que no es emigrar, sino irse del todo, cortar amarras emocionales con el país y con el mundo y refugiarse en las alegrías que pueda darnos la vida privada, ya que la pública es un páramo. O en la nada. ¿Quieren hundirse en el fascismo y la idiotez, así, voluntariamente y hasta divertidos? Pues húndanse.
También a Beatriz Sarlo se la notó desde hace mucho habitada por ese rechazo del presente que hoy sentimos todos los que compartimos, más o menos, su universo de referencias. Manifestó su desagrado vital por el estado cultural del país y del mundo mucho antes que el resto, junto con una cierta actitud de distanciamiento que muchos interpretaron como elitismo. En sus escritos, la crítica de la cultura de masas fue implacable y su aprecio por las expresiones de la cultura popular poco frecuente, por decirlo con delicadeza. Una de las pruebas mayores de la masividad que había adquirido su figura fue justamente ese meme que se repetía en Twitter, que la mostraba en una foto, con actitud altiva, de brazos cruzados y elegantemente vestida, y la imaginaba anunciando que se iba al museo justo a la hora de la final del Mundial de fútbol. Como si obtuviera un cierto placer de rechazar lo que las mayorías apreciaban. Ella misma reconoció en una ocasión que la gente la percibía como “una vieja pedante” (fiel a su estilo, respondió que le importaba un bledo).
Hay, claro, una pizca de verdad en esa percepción. Quisiera llamar la atención, sin embargo, sobre el hecho de que Sarlo también fue enemiga de toda nostalgia, un sentimiento que decía desconocer completamente. Con todo el rechazo que sentía por el presente, nunca lo abandonó. Nunca se retiró del mundo. Siempre siguió trajinando la calle y las manifestaciones, para estar allí, para ver ese mundo y esa política que a veces sentía que no entendía y casi siempre rechazaba. Atinada o no, nunca dejó de ofrecer su palabra. Sostuvo un compromiso vital con la Argentina hasta el final. Ella, que se había desencantado de todo y que al menos desde la década de 1990 no encontraba motivos para ningún entusiasmo.
Acaso la última enseñanza que pueda darnos es la de su tozuda renuncia a la nostalgia, el modo en que consiguió quedarse en el presente, contrapesar su desencanto con la persistencia de su compromiso con la palabra, que no fue otra cosa que un compromiso con el prójimo. Especialmente sus prójimos argentinos: ella decía que era una intelectual “de cabotaje”, pero si es que lo era (exageraba), no lo fue porque le faltaran condiciones para aspirar a un estrellato internacional, sino porque la Argentina fue el marco que eligió para proyectar su voz. Nos hablaba sobre todo a nosotros.
Todo esto es para decirles, lectores, que no dejemos que la nostalgia o el rechazo del presente nos conduzcan a abandonar altivamente el mundo. Que persistamos en la vocación de hablarle al prójimo. Que no lo despreciemos. La tentación es fuerte, la amargura nos empuja allí, pero no lo permitamos. Estoy bastante seguro de que Sarlo no lo habría dicho en estos términos, pero es preciso que mantengamos la capacidad de rechazar este presente, conservando al mismo tiempo una cuota de amor por quienes nos rodean y por nuestro país, por más degradados y embrutecidos que los veamos hoy.
No hay un mundo que muera con el fin de las cosas o las personas que apreciamos. El mundo es este y continúa. Si hay posibilidad de que mejore, no será decretando que ya no es el nuestro.
EA/DTC
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