Un buen punto de partida
Vine a un encuentro feminista en Madrid. Hacía mucho que no me tocaba, no hablo de Madrid sino de este tipo de eventos: hace ya muchos años que no me autopercibo activista, no hago ese trabajo ni gratis ni por dinero, pero para bien y para mal parece que todavía se me percibe de esa condición por las cosas que escribo —o porque ser escritora y ser mujer, aunque una no escriba siempre sobre feminismo, se percibe como una especie de activismo; tendería, la verdad, a estar de acuerdo con este juicio, para casi cualquier profesión u oficio existente— así que aquí estoy. Tengo la suerte de venir un poco a mirar con la nariz en el vidrio: escucho, converso, me dejo inspirar mientras las demás hacen networking, conversan, se mueven estratégicamente, participan de una rosca de la que no soy parte. Me encanta verlo de afuera y también me encanta verlas. Me encanta la pasión y la inteligencia con la que hablan las jóvenes políticas españolas, el entusiasmo sincero y la emoción de las aún más jóvenes que vienen a escuchar; me alimentan y me hacen pensar.
El evento en el que me tocaba hablar me daba una cierta dosis de pánico. La temática era el consentimiento, “solo sí es sí”, pero yo sabía que acá en España venían de aprobar una normativa específica conocida con ese nombre que había traído muchas controversias: la más visible, por lo que pude leer en los medios, es un reclamo agitado por la derecha, que dice que desde la aplicación de nueva ley (que agrega algunos delitos y amplía el abanico de “grises” dentro de lo que se considera un acto de violencia sexual) algunos convictos habían reducidas sus penas. El debate jurídico me excede, más tratándose de un país cuyas internas políticas y judiciales desconozco: me imaginaba a una española viniendo a la Argentina a dar cátedra sobre una ley delante de la gente que había movido cielo y Tierra para moverla, sin ninguna idea de todos los intereses involucrados, y me daba una vergüenza ajena hipotética que definitivamente no quería volver propia, así que fui todo lo breve y humilde que pude y me volví a sentar esperando lo mejor. Lo mejor, por supuesto, que siempre es escuchar, y siempre viene del lugar que una menos se espera.
Todas las intervenciones fueron interesantes, algunas más emotivas, otras más incisivas, pero —otra vez, como siempre— la que más me hizo pensar fue aquella con la que menos de acuerdo estuve. Una activista norteamericana contó que en su ambiente estaban aplicando el marco conceptual del consentimiento a la cuestión de coronavirus, que desde la aparición del COVID 19 en adelante ella y mucha gente de su comunidad pregunta siempre “¿estás cómoda con los abrazos?” o “¿estás cómoda con la distancia física que estamos manejando?”. La analogía, paradójicamente, me incomodó, pero en el momento no entendí del todo por qué, más allá de cierto hartazgo en relación con la conversación sobre virus que supongo nos toca a muchos; pero me quedé con el tema porque sentí que en el fracaso de esa analogía había algo de lo que yo había tratado de explicar en la conferencia con más torpeza e imprecisión de lo que me habría gustado, y de lo que lo habría hecho después de escuchar esa intervención que agradezco haber estado para escuchar. Cuando decimos que del disenso y la diferencia se aprende siempre se supone que estamos hablando de cambiar de opinión, y a veces pasa, pero en otras ocasiones —igual de ricas— lo que sucede es que una aprende más sobre su propia posición.
La analogía me incomodaba, primero, por cierto grado de ceguera etnocéntrica; en una cultura como la argentina o como la española, en la que las personas nos saludamos con un beso (o dos, al menos acá en Madrid) con cualquier extraño sin preguntar me resulta más bien extraño que se entienda cualquier contacto físico como invasivo. No veo nada deseable en reglar todas las interacciones humanas y hacerlas mediar por una pregunta explícita, en suponer que todo contacto es en principio indeseado; no veo nada interesante en mediar con una pregunta los abrazos callejeros con un extraño luego de la final del Mundial o de ganar una elección, y me parece curioso que se entienda que siempre es moralmente “superior” una sociedad en la que todo acercamiento del cuerpo tiene que estar precedido por un intercambio verbal; me parece curioso que se piense que esa vida de formulario es “más feminista” que la que yo llevo (en la cual, como no vivimos con ese miedo con el que viven los polite, perfectamente puedo decirle a alguien que se dirige a abrazarme “amiga no me toques” y seguir adelante con mi vida sin que se suponga que ese intento de abrazo me provocó ningún tipo de trauma).
Pero hay otra objeción, otra razón por la cual me molestó ese ejemplo, que al igual que la que analicé recién permea toda una forma de entender la política del consentimiento: la idea de que lo que sucede en una relación sexual es comparable con cualquier intercambio entre dos extraños sin conexión. Siento que cualquiera persona sabe que cuando la gente se empieza a envolver en algo cercano a lo sexual las cosas cambian; hay cosas que significan una cosa vestidos y cosas que significan una cosa desnudos, hay un idioma entero en la cama que no se habla fuera de ella. Es profundamente difícil lograr que la ley capte algo tan difícil de entender como el sexo; no hablo de los casos en los que claramente hay violencia, porque en esos no hay nada que discutir, sino de esos casos fronterizos para los que intentamos una y otra vez refinar nuestras definiciones. Es profundamente difícil, pero es aún más difícil si intentamos convertir el asunto en una cuestión de reglas de cortesía. La violencia sexual me resulta algo difícil de pensar, pero algunas intuiciones tengo: nadie viola a nadie por una falta de cortesía; nadie viola por error, por haberse “olvidado de preguntar”. No hay que “recordarle” a la gente hacer una pregunta “para que todos estemos cómodos”; quien ya está pensando en la comodidad de la persona que tiene al lado ya tiene el partido ganado, y quien no lo está pensando no va a empezar a hacerlo porque le pasen el diccionario. No tengo la fórmula mágica para detectar las violaciones, ni creo que ninguna instancia de la Justicia y el Estado vayan a tenerla; pero empezar por localizar los puntos ciegos y aceptar las complicaciones en lugar de simplificar el problema e intentar reducirlo a una cuestión de malos entendidos me parece un buen punto de partida.
TT
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