Un cuaderno para el Buenos Aires
Es sábado. Mi hijo está por salir a comprar los útiles para el comienzo de clases. Se lo ve entusiasmado. Me pregunta cuántos cuadernos harían falta: esas dudas de baja intensidad que solo pueden sostenerse sobre el entusiasmo de un proyecto común y que se parecen mucho a las preguntas que hace —“¿Tres medias?”, “¿Cuatro mudas de ropa?”— cuando está en la previa a un campamento.
—¿Tres cuadernos? —dice Joa— O mejor cuatro porque la última vez me quedé corto y después hubo que gastar más porque…
Rumia: habla consigo mismo. Y yo, que imagino lo que está por venir, lo miro con la sonrisa falsa y amargada de esos médicos que deben mostrarse optimistas en una sala donde todo se cae.
Mi hijo empieza tercer año en el Nacional Buenos Aires: un colegio por el que se rompió el alma para entrar en 2018, haciendo una escuela paralela en su séptimo grado de cara a los diez exámenes de ingreso desmesuradamente exigentes que se hacían a lo largo del año. Cada vez que se angustió o se agotó, intenté darle ánimos con un ideario en el que yo creía y que ahora, dos años después, siento que es apenas una bolsa de palabras a la altura del chamuyo del “telar de la abundancia”: “El esfuerzo —le decía— vale la pena. Esto que dejás acá va a volver multiplicado a tu favor”.
Mi pensamiento, al igual que el telar, fue una estafa. O al menos quedó cubierto por la luz del 2020 que mostró los agujeros educativos con una honestidad shockeante.
El año pasado mi hijo solo tuvo cuatro horas de Zoom en todo su período lectivo. El resto de las clases se dio a través de foros, archivos de pdf, links y videos de Youtube dentro de un sistema que el colegio pomposamente llamó “campus virtual” y que más allá de sus giros sofisticados cumplía funciones parecidas a la de un grupo cerrado de Facebook en los que algunos docentes se esforzaban por cumplir con los horarios de los turnos escolares y otros aparecían —cuando lo hacían— en las horas más insospechadas; y en el que, por sobre todas las cosas, el colegio como institución desaparecía a diario: a lo largo de todo el año solo recibí mensajes exitistas de una rectora que —mejorando mi discurso del telar— aseguraba que estábamos superando obstáculos todo el tiempo.
Lo cierto es que vi a Joaco desarmarse durante ese 2020. Dormía demasiado, perdió las ganas de salir a la calle, solo mostraba entusiasmo por los juegos virtuales que compartía con sus amigos y discutía conmigo cuando yo intentaba obligarlo a leer asumiendo desesperadamente los imperativos de educación que normalmente asume la escuela, que es la que toma asistencia, pone llegadas tarde, evalúa, da lecturas obligadas, establece horarios de clase y de descanso, da y exige. Esa bruma que envolvió a mi hijo durante el 2020 lo llevó en silencio hasta fin de año, donde aprobó casi todas las materias sin mayor dificultad.
Es por eso que ahora, mientras veo a Joaco hacer la lista para su regreso a clases —cuadernos, biromes, liquid paper— me pregunto en qué medida la resaca educativa del 2020 va a arrasar con el 2021, y es ahí cuando no logro acompañar a mi hijo en su entusiasmo. Hay razones hacia atrás y también hacia adelante: en un rato va a llegar la información de que las clases tampoco empiezan.
Es lunes.
La Asamblea Gremial Docente del CNBA decidió que no es seguro ir a trabajar de modo presencial y con esa sentencia puso en jaque las directivas del gobierno nacional y del de la Ciudad, y también las palabras de Unicef, que dice que las escuelas deben ser lo último en cerrarse y lo primero en abrir.
No voy a hacer un copy paste de las razones por las que los niños y adolescentes necesitan del contacto entre pares para no derrumbarse. Me quedo con lo que veo: Joaquín especialmente aseado, en la mañana de un sábado, haciendo una lista de útiles. La cercanía del colegio le trae un sentido ya no al día, sino a su vida de adolescente. Entonces pregunta “cuántos cuadernos”, que es lo mismo que preguntar cuántos puntos de vista va a tener tu futuro, con cuántas facetas vas a construir el prisma con el que va a mirar sus días. Y yo me lleno de oscuridad.
Todos los días pienso en cambiarlo de colegio. Si no lo hago es porque quiere a sus amigos. Y porque siento que hay que pelear por cada espacio que costó conseguir.
No estoy sola. Durante el fin de semana cientos de familias se sumaron a un grupo de padres que intentará devolver a sus hijos a la escolaridad de la forma que sea y que intentará, por vez número mil, hablar con autoridades del colegio y de la Universidad de Buenos Aires, que viven en su burbuja de éxito por los 200 años de historia de la UBA y parecen desconocer que la situación del Nacional Buenos Aires es dramática.
Cada vez que hago público este descontento en redes sociales —la gomera de David que tengo a mano— hay gente que me dice, entre otras cosas, “qué esperabas si mandaste a tu hijo a esa cuna de troscos”.
Supongo que este espacio es, también, para contar qué esperaba.
Esperaba una educación a la altura del esfuerzo que hacen los chicos por entrar al colegio. Esperaba —quizás ahí fui ingenua— algo parecido a los colegios en los que hice mi primaria y mi secundaria: el Onésimo Leguizamón y el Lenguas Vivas, donde tenía amigas con padres que no tenían un mango —yo estaba en ese grupo— y amigas con vidas profundamente más tranquilas, al menos en términos económicos, que la mía. Ese arco me hizo feliz. Mis docentes me hicieron feliz. La que me mandó a diciembre por copiarme la fórmula de la fotosíntesis y me dijo, después de un diez, “no te copies más, bobita”. Mi maestra Leonor que me llevaba a su casa para que yo aprendiera a escribir un cuento y concursara en un premio municipal. La docente de francés y su columna espigada y fina como un trigo. Mis amigos y amigas. La profesora Giró sacudiendo un banco del aula para explicar los fenómenos tectónicos. El de física y su piel lechosa y su traje raído de docente sin un peso. Mi maestra Marta apisonando la tiza contra el pizarrón mientras cerraba un algoritmo y decía “etceterá” con el acento en la “a”. Miss Mary jovencísima con su pelo carré enseñando inglés instrumental con modos perfectos y un vocabulario extraordinario con el que hacía planes para su primer viaje a Estados Unidos, un país que hasta el momento no había conocido porque nunca había salido del país.
Para mi hijo esperaba —espero— lo inolvidable. Y eso tuvo en su primer año, con amigos nuevos, hermosos, y con algunos docentes conmovedores que lograban sobreponerse al desastre organizativo del colegio y daban clase a pesar de todo. Pero después vino el 2020, que es el año en el que se cayeron las máscaras. El que hacía esfuerzos sobrenaturales no pudo con un colegio que prohibió las clases por zoom hasta el segundo semestre. Y el que no era dado a hacer ningún tipo de esfuerzo (porque hay docentes que no trabajan: debiera dejar de ser un tabú decirlo; en todos los rubros hay gente que no trabaja y que con ese parate jode a su propio gremio) encontró en ese desastre, que se dio con un aval de la UBA, un ecosistema a su medida.
Para mi hijo esperaba —espero— lo inolvidable. Y eso tuvo en su primer año, con amigos nuevos, hermosos, y con algunos docentes conmovedores que lograban sobreponerse al desastre organizativo del colegio y daban clase a pesar de todo. Después vino el 2020
Esa base es el caldo de cultivo de este 2021. Con los colegios funcionando desde hace más de un mes, muchos alumnos del CNBA no saben qué docentes adhieren al paro, no saben qué docentes están dispensados y no irán a dar clases —las darán virtuales—, no saben quiénes si irán, no saben si asumirán el riesgo de tomar transporte público para ir a un aula vacía. En el medio hay chicos que esperan con la mochila hecha, hay familias que están averiguando colegios para sacar a sus hijos y estamos las familias que, al no poder sacar a nuestros hijos porque tienen a sus amigos ahí, estamos viendo qué tipo de formación paralela vamos a darles: los institutos que preparan chicos para entrar al colegio están haciendo su primavera económica con la educación blue que se armó.
Porque eso está logrando la UBA, al no resolver problemas sanitarios —¡limpien!— y gremiales —¡acuerden!—: que las familias que apostamos a un colegio público resolvamos la educación de nuestros hijos en privado. Que la educación solo sea de quienes pueden pagarla. Y que los alumnos vean cómo se desploma el andamiaje moral y pedagógico de una institución que hizo su prestigio justamente por saber conciliar posturas y sortear obstáculos.
Quizás ese sea el mayor aprendizaje de mi hijo en el paso por el CNBA: ver qué pasa cuando una máscara se rompe y una antigua institución de prestigio pare su propio rostro: su cara de verdad. Su cara que asusta.
Eso, a grandes rasgos, estoy pensando en explicarle, a mi hijo, mientras termina su lista de cosas para comprar.
Es sábado.
—¿Cuántos cuadernos? —pregunta.
—Uno solo. Quizás sea todo lo que uses este año —digo.
Después nos sentamos a hablar.
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