Cuerpos rompidos
Cuando el cuerpo de repente se lastima y aunque la herida no sea terrible, lo que aparece enseguida es el umbral de lo que podría haber sucedido, lo que podría suceder. Quebrar eso que por fuera parece perfecto y evidente pero que está hecho de tantas cosas que sólo nos toca ver cuando algo del cuerpo se rompe, de afuera hacia adentro, una incisión.
Hace dos semanas estábamos en la casa de una amiga de mi hijo Ramón, en el cuarto jugaban ellxs y un amigo más. Estaban muy excitados por el reencuentro y jugaban en el cuarto a puerta cerrada mientras nosotras hablábamos en el living. Ya habían pasado varias horas y era casi momento de irse cuando lxs amiguitxs se acercan corriendo y anuncian que Ramón se lastimó. Como no oí ni un grito ni un llanto me acerco por el pasillo con parsimonia. Cuando me asomo a la habitación veo cómo el papá de la niña está liberando a Ramón del barral de la cama cucheta que tenía sobre su cara. Tiene la cara rajada, como si lo hubiera rasguñado un tigre pesado. Son tres raspones con rasgadura de piel sobre el pómulo. Estaba tan asustado que no gritó. Cuando me ve se recupera del shock de la caída. Se sostiene el pómulo. Celebro por un lado que la zona anteojos y ojos haya quedado intacta, temo que se haya fracturado algo debajo de la piel. Entonces sí empieza a llorar, me pregunta si tiene sangre, le asusta mucho, muchísimo, su propia sangre. Le salen mocos, me pregunta aterrado si le sangra la nariz. Le acercan una bolsita con hielo que sostiene contra su pómulo, y llora. Yo conservo la calma externa para curarle el susto a él pero siento que alguien adentro mío vomita y hace caca y convulsiona. La visible no, la visible está impávida, un bloque de mármol. El padre de la niña me dice que me fije después, porque la baranda que se le cayó encima es muy pesada. De a poco logramos reconstruir el hecho, lxs amiguitxs están asustados también. Ramón se quiso tirar de la cama de arriba. En el camino se agarró de la baranda que se soltó y él se la llevó consigo. Cayó seco sobre el piso y la baranda aterrizó en su cara. Con la fortuna de haber impactado a medio centímetro de sus anteojos, sobre sus ojos. Sigo atenta a él para entender si hay más que la herida superficial de las rasgaduras, si tenemos que ir a la guardia o no. Entre tanto pusieron la televisión para distraer al resto, Ramón se interesa por la programación, es un buen signo. Cada tanto vuelve a acordarse del accidente, ciñe la bolsa de hielos contra su pómulo, gime o llora pero después hace un comentario al paso acerca del programa de televisión. La hipótesis de la herida superficial se impone. De la noche a la mañana, y no como modo de decir, la piel de Ramón con la ayuda de una crema, se regenera a velocidad de time lapse: una noche en las células de un niño son 12 días en las nuestras.
Unos días después ceno con dos amigas en mi casa. Comemos, conversamos, bebemos poco, una de ellas sin embargo parece haberse emborrachado con ese poco, está cansada, vino en auto, vive lejos, me dice que se quiere quedar. La conozco desde hace diez años, tenemos mucha confianza, hemos compartido viajes, pero nunca se había quedado a dormir en mi casa. Le ofrezco la cama de Ramón, que está en casa de su papá. Cuando bajo a abrirle a la tercera, menciona que es probable que nuestra amiga vomite. Es probable, no hay nada que pueda hacer al respecto. Subo y nos vamos a dormir. Más bien, miro algo más en mi computadora y apago la luz pero dormir lo que se dice dormir, no duermo. Estoy alerta, no sé si por la probabilidad de vómito o porque hay algo raro en el aire. A eso de las tres de la mañana me sobresalta el sonido del teléfono. Me levanto, está sonando el teléfono de mi amiga, ella despertó pero ni lo silencia ni atiende. En la penumbra me mira y me dice ¿RP? Entiendo que está muy dormida y me vuelvo a acostar. Pero a dormir, no.
Al rato oigo el ruido de una caída, sonido de cuerpo que impacta contra algo o se cae. Me levanto y encuentro a mi amiga intentando levantarse en el pasillo. La ayudo a levantarse, quiero saber qué pasó, me dice que quiere ir al baño, que se desorientó y se dio contra algo. Aún intento encuadrarlo dentro de cierta lógica de la vigilia y el sano juicio. Le pregunto si está bien, dice que sí y que tiene que ir al baño, le doy privacidad, voy a buscar un vaso de agua a la cocina. Y cuando lo estoy sirviendo vuelvo a oír ese sonido espantoso, el de un cuerpo impactando contra cosas, esta vez, cosas de loza. Entro al baño y no luce nada bien: la cabeza de mi amiga está entre el vanitory y el bidet, el resto del cuerpo, que por cierto es muy grande, se acomodó donde pudo en el ínfimo espacio de mi minúsculo baño. Tiene los ojos abiertos, está sumamente pálida, en el vanitory veo un rastro de sangre, pienso listo, se murió. En segundos pienso 911 y me pregunto si acaso es realmente ésta la escena que nos está tocando vivir y una vez más por fuera celeridad y por dentro, la que vomita sin cesar. Me acerco a tomarle la cabeza y dice algo, no murió. La ayudo a sentarse, evalúo el daño en su cabeza, la sangre viene de un cortecito junto a la ceja y nada más. Meto la mano debajo del pelo en su nuca temiendo lo peor pero no, no hay nada más que pelo ahí. Asumo que cayó con el cuello contra el bidet y no con el cráneo y que por la flacidez de sus músculos por el desvanecimiento se lastimó menos que si hubiese caído en tensión. Entre medio, al margen de la celeridad, echo unas puteadas liberadoras, cosa que con mi hijo contuve. La ayudo a acomodarse de otro modo en el piso del baño, resulta claro ahora que le bajó la presión, por su color de piel, por el vino y el porro también, son cosas que pasan. Le digo que voy a ir a googlear si es sal o azúcar lo que le tengo que dar, me dice que se va a quedar ahí. No encuentro nada muy claro en mi teléfono pero lo del agua sí, así que retomo la propuesta del agua fresca. Vuelvo y ella una vez más está intentando incorporarse, sigue con la idea de usar el inodoro, razón primera por la que se acercó. Dice que está mejor, le creo aunque la sangre claramente no haya regresado a su rostro aún. La ayudo a pararse, repite que quiere ir al baño, apoyo el vaso con agua sobre el vanitory y salgo, le doy intimidad. Y como en una broma atroz, dos minutos después vuelvo a escuchar el ruido implotado del cuerpo contra cosas en baño miniatura, con sonido de vidrios esta vez. Cuando abro la puerta encuentro a mi amiga sentada sobre el bidet, es ahí donde fue a caer esta vez y frente y alrededor de ella, los dos espejos de mi baño hechos añicos, aunque no del todo añicos sino peor: añicos en parte y grandes superficies filosas por otro. No acredito, vuelvo a putear, vuelvo a evaluar el daño: sólo un pequeño cortecín en una parte de la pierna, y nada más. Ni siquiera el vaso se rompió, solo derramó toda su agua. Una desgracia con suerte, me digo, una vez más. Los ojos de mi amiga me miran desde un más allá. Lamenta todo lo que está pasando pero no hay nada que pueda controlar. Me maldigo por no haber llevado mejor la situación y haber evitado, por lo menos, esta tercera caída. Le ruego con todo mi poder persuasivo que no se le ocurra moverse de su posición mientras libero el baño de vidrios. Saco los grandes, enteros y filosos primero, envuelvo los añicos en la alfombra del baño después, temo otra caída más. Mi amiga obedece como un animalito asustado y sostiene su posición, con todo su cuerpo gomoso y golpeado. Nunca, de todos modos, deja de hacer algún comentario acerca de la coyuntura, lo que me da la pauta de que, más allá o acá del desmayo, está ubicada en tiempo y espacio. Le seco la sangrecita de la pierna y del ojo y la ayudo a sentarse en el inodoro, que es lo que desde hace rato necesita hacer. Cierra la puerta y me quedo del otro lado. Le pregunto cada dos minutos si está bien y me responde con fastidio que sí. Cada una de esas respuestas fastidiadas me alivia el corazón. Finalmente sale del baño, comentamos mínimamente lo que ha pasado, es hora de dormir o por lo menos de descansar. Nos vamos cada una a su cama y después de un tiempo de sentir que no se mueve y que su cuerpo descansa al fin, consigo conciliar el sueño.
Los días posteriores ambas quedamos traumadas. Ella me escribe a diario para que vayamos a reponer el espejo, yo quiero saber cómo evoluciona el cuerpo golpeado. Una semana después todavía siente ese cuello lleno de protuberancias, la nuca que revisé en busca de sangre que no había gracias al cielo pero con los días chichón sí, porque también puede lastimarse por dentro el cuerpo y que el dolor tarde en salir, se vaya abriendo camino de a poco, desde su centro hasta la piel, el órgano de superficie.
A veces el cuerpo sucumbe a la aceleración y se rompe por fuera y por dentro, de adentro hacia afuera o de afuera hacia adentro y dice basta, no hay más, yo llegué hasta acá.
Por alguna extraña sincronía en esa semana volví a ver Fuego camina conmigo, la película que hizo Lynch después de Twin Peaks, pero que narra los días previos a la muerte de Laura Palmer. Y si bien siempre ver algo de Lynch es festivo y cómico, esta vez la película me dejó una tristeza sin fin o iluminó la que ya tenía por los golpes en los cuerpos amados y próximos. Pobre Laura Palmer. Pobre cualquier mujer así. Pobre cualquiera de nosotras, pobres todas nosotras sometidas a una violencia así, diaria, intrínseca, institucional, institucionalizada. Y se me reveló también cuánto de Laura Palmer, el personaje, me recordaba a mi hermana Natalia. ¿Es que no lo había visto nunca? No lo sé. De repente se me hizo evidente como en esas revelaciones o profecías ensoñadas entre cortina púrpura que propone Lynch. Y si bien la muerte de mi hermana no fue explícitamente de violencia machista ni había sido abusada tampoco, resulta anecdótico, porque se parece en todo lo demás. Mi hermana tenía un vínculo con su sexualidad -¿o debería decir sensualidad?- desde muy chica. Tuvo un cuerpo de mujer desde los doce años más o menos, le gustaba exponerlo, maquillarse, vestirse de modo provocativo. Era deseante y le gustaba ser deseada también. Hizo una escuela de modelos y salía con chicos más grandes que ella. También, como Laura, y aunque su actitud fuera de mujer fatal, mi hermana era una niña de una ingenuidad escandalosa. Esa imagen devoradora de la chica montada en animal print convivía con la que se deprimía y comía chocolates en el ático y preguntaba por qué no la querría el chico tal y lloraba en brazos de mi mamá.
Bastante pronto mi hermana empezó a tener reputación de chica fácil en la escuela, más que nada y sobre todo por su aspecto, porque no había tanto de eso en su accionar real, no mucho más que cualquier otra chica de su edad con cierto deseo. Y le hicieron bastante daño así. Me parece ridículo estar hablando de reputación y de chica fácil, pero lo cierto es que en nuestra secundaria se vivía así y tanto los chicos, pero también las chicas, se llenaban la boca de comentarios llenos de prejuicios y malicia. Mi hermana, por el contrario, reaccionaba a esa pacatería jugando con el equívoco, exponiéndose más. Eso me hacía admirarla y odiarla en la misma medida: ¿por qué no se retira y se protege? Pero, al igual que el de Laura Palmer, ese no era su temperamento, el del perfil bajo, el de la concesión. Lo cierto es que nadie sabe qué hacer con el deseo de una chica joven, ni siquiera ella misma. Y ahí ya entra a jugar cuánta o cuán poca suerte le ha tocado a su alrededor, en su entorno, si van a poder guiarla y contenerla, o todo lo contrario. Con mi hermana lo intentaron en la medida de lo posible, pero no pudieron del todo. Ella anteponía lo que consideraba su libertad, era muy difícil disuadirla de eso sin ser autoritario. Y aún eso no habría servido contra su determinación. Mi hermana robó el auto de mi familia, mi hermana lo chocó, mi hermana llamaba a las cinco de la mañana para que vinieran a rescatarla porque había pinchado una goma no sé dónde, mi hermana manejó a contramano en avenidas borracha, mi hermana se fue a Ibiza a los 18 con un novio empresario veinte años mayor, llamó desde Ibiza llorando porque estaba angustiada, mi hermana salió con un rugbier matón de San Isidro y con el hermano del rugbier matón de San Isidro, mi hermana decía que le gustaba Diego Maradona y la mafia, mi hermana se cortó la pierna con una mesa de vidrio en un bar y se abrió la cabeza contra la lancha del empresario en el Tigre, mi hermana en los noventa expuesta a todos esos hombres y ese modo de vivir, la mujer para esos hombres, cuando ni siquiera era una mujer. El cuerpo de mi hermana acabó rompiéndose muy pronto, demasiado joven, como el de Laura. Otra niña mujer que el mundo se devoró. Mi hermana vivió todo a demasiada velocidad, y la cuidamos todo lo que pudimos, pero no fue suficiente. A veces el cuerpo sucumbe a la aceleración y se rompe por fuera y por dentro, de adentro hacia afuera o de afuera hacia adentro y dice basta, no hay más, yo llegué hasta acá.
RP
0