Dar la cara
Si la interpretación histórica del paleolítico superior requirió la intervención de arqueólogos aficionados, es posible presumir que taxidermistas, en un futuro no muy lejano, sean quienes tengan a su cargo el reto de descifrar sociedades modernas cuyas expresiones primitivistas no dejan de asombrar. Quizá pudiera afirmarse que todas las claves para resolver los enigmas de la presente coyuntura estuvieron plasmadas en la fisonomía de aquel hombre con el que me encontré en una playa de estacionamiento al norte de Miami.
- “Usted no es de por acá”, dije
- “Usted tampoco”, replicó.
En realidad, nadie es de por aquellos lugares, todos llegan de otros sitios y con ellos viajan las cicatrices de un tiempo en el que no pareciera prudente permanecer callado. Toda piel es una vidriera, un mapa donde se percibe la complejidad del pasado inmediato, algo que él, el dueño de la cara tatuada, define como presente. Le recuerdo que sólo los animales viven en el presente, los tatuajes hablan de la historia, la suya. “Mi historia es mi presente”, dice. “Lo dudo”, digo, y el tipo sonríe.
Hay claves en el diseño que revelan reclusión, cautiverio; filiaciones al culto de modas otrora reservadas para la burguesía blanquita (Doce & Gabbana); convicciones (lealtad, finesa), amores imposibles (padre). La corona entre cejas demanda respeto, un desafío si los hay, más allá el nombre de pertenencia, una ganga, como le dicen en Centroamérica a las bandas territoriales que demandan tributo o sacrificio. Los dioses de hoy parecieran más implacables que los de siempre.
Ese mapa, el de su cara, el que quise fotografiar, era distinto a los mapas de los rostros de la Florida. Improvisé una hipótesis: dije Chicago, y el hombre sonrió haciendo alarde de aquel incisivo roto. Le mostré el mío, cambiamos experiencias en combate. Su diente se quebró tratando de abrir una cerveza, el mío como resultado de un beso torpe en el rosedal de Palermo. Así son las cosas.
Aquella noche el hombre del tatuaje estaba inspirado, hablamos de cómo George Floyd muerto le había robado las elecciones al vivo de Trump. Él dice que vota con la cara todos los días, que la democracia está condenada, que inevitablemente tiende a ceder a las pretensiones de exclusión de una minoría. Le digo que la democracia es un invento de las minorías, pero que en cierta medida prefiero esa democracia a la crueldad de las mayorías. “Crueles somos todos”, dice.
Toda piel es una vidriera, un mapa donde se percibe la complejidad del pasado inmediato, algo que él, el dueño de la cara tatuada, define como presente.
La violencia policial se ha cobrado un promedio de tres vidas diarias en los últimos meses. Busco alguna clave en el diseño, no encuentro ninguna. Del cuello cuelga una leyenda: Siempre por dinero (4 Ever Paid), supongo que no está de más aclarar, después de todo, este país se ha beneficiado y se sigue beneficiando de mano de obra esclava desde hace demasiado tiempo. “Por plata baila el mono”, pienso, guardo silencio. Las palabras hoy forman parte de un arsenal resguardado por la corrección política, por la política de autocensura y cancelación. De eso no se habla, y cuando no se puede hablar se dibuja, las consignas se exhiben en muros, se llevan en la piel.
Hace cuarenta años aparecían en Manhattan los primeros vagones de subte pintados con grafitis indescifrables. Venían de un norte desconocido para nosotros, un Harlem que había vivido su Renacimiento a principios de siglo, luego la defenestración, su ocaso. También llegaban camiones y autobuses garabateados en el Bronx que también habían sabido de tiempos mejores. En otras partes del mundo se conoce a estos lugares como la periferia, también tolderías en otros tiempos y latitudes. Lo críptico comenzaba a invadir el lenguaje que Hollywood había popularizado en el mundo. En el intento de apropiación de los medios de transporte, más tarde generalizado en la superficie urbana, había un intento por reclamar el entorno. Cuando la clase media se muda de una casa a la otra, deja constancia de su identidad en los colores elegidos para pintar el cuarto de los niños, la biblioteca, la cocina; cuando los excluidos reclaman espacio lo hacen advirtiéndole a la comunidad que su firma es esa que no pueden descifrar. El azote de la pandemia fue misericordioso con los primeros, inclemente con los últimos, que a partir de los noventa empiezan a esgrimir evidencias en los mapas que algunos de sus narradores (griots) de la tribu llevan impresos con tinta en la jeta.
Todo cambia, menos Bob Dylan, que cumple ochenta y en lugar de parecerse a mi padre se parece a mi hijo. Eso es a lo que se refiere Rita Dove en el poema que le dedica al telescopio de su padre, un soliloquio con el que busca desentrañar la distancia, los afectos familiares y el tiempo. James French, vecino del condado de Orange, Virginia, dice que vivimos en un agujero negro que contiene todo, o que todo lo contiene. Ahí están los hijos mestizos de Jefferson que tocaban el violín y que terminaron emigrando a Ohio con la primera expansión hacia el oeste; también Jessie Scott y Old Frank Johnson, sin quienes el blues hubiera sido improbable casi cien años más tarde. Y de ser así el vacío de aquella totalidad habría de incluir a George Floyd, a quien le debemos la victoria de esta última y muy cuestionable democracia que, a pesar de todo, seguimos defendiendo a falta de algo mejor.
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