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opinión

Montenegro y la vulgaridad del mal

Guillermo Montenegro, intendente de General Pueyrredón.

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Todos los centros turísticos del mundo son la historia de dos, tres, cuatro ciudades. Mar del Plata no es la excepción. Están los turistas, con su propia escala social, que va desde la familia obrera que pudo ahorrar un pesito para disfrutar las todavía vigentes “vacaciones pagas” de la ley de contrato de trabajo, hasta las capas de ricachos exuberantes que hacen rugir sus cuatriciclos; también están los vecinos, que van desde los que toleran de mala gana la molestia de la llegada de los invasores con sombrilla hasta los que buscan generar en la temporada ingresos para sostenerse todo el año. 

Entre éstos últimos también hay una variedad notable. Hay grandes empresarios hoteleros y vendedores ambulantes, hay empresas turbias de estacionamiento medido y pibes que cuidan coches, hay enormes centros comerciales y pequeñas tiendas, hay templos de la ludopatía y malabaristas en los semáforos, hay empresas de residuos que duplican el canon en temporada y cartoneros que con suerte juntan un bolsón más de plástico. 

La nocturnidad es un tema aparte. Están los boliches donde los jóvenes se divierten, a veces sanamente, a veces en exceso y la violencia. Esos jóvenes, de clase media, terminan muchas veces quebrados en la playa porque se la dieron de pera tomando las porquerías que algún amigo de los vigilantes municipales y las fuerzas de seguridad habilitan. Aunque estos pibes conocen las verdugueadas policiales, no llegan a la categoría de fisuras. 

Es que el subsuelo más profundo de la sociedad son las personas en situación de calle y si además tienen problemas de salud mental, llevan el nombre de “fisuras”, sinónimo de un miembro dañado del cuerpo, sinónimo de grieta, sinónimo de quiebre de la consistencia. Son los más vulnerables entre los vulnerables. Rotos. Sin hogar. Los que se amuchan para aguantar el frío porque solo les queda “un perro flaco y el fondo de un vino pa' entibiar” . Seguramente también una muerte segura: entre agosto de 2023 y agosto de 2024 fallecieron 135 personas sin techo en todo el país, una tasa que cuadruplica la normal. 

La antropóloga Margaret Mead ofreció una respuesta profunda cuando le preguntaron cuál era el primer signo de civilización: “Un fémur fracturado y sanado”. No se refirió a herramientas ni templos, sino a algo mucho más esencial: la capacidad de cuidarnos mutuamente. En la naturaleza, un animal con una pierna rota está condenado a morir porque no puede huir de los depredadores ni buscar agua o comida. Pero un hueso humano que logra sanar muestra que alguien estuvo ahí para ayudar. Es la prueba de que hubo quien vendó la herida, inmovilizó el hueso, cargó al herido a un lugar seguro y lo alimentó hasta que pudo recuperarse. Esto es mucho más que un acto de compasión; es el origen de lo que entendemos como humanidad.

Tal vez por eso personalidades tan disímiles como Mahatma Gandhi desde la India y el vicepresidente norteamericano Hubert H. Humphrey desde Washington afirmaron que “La grandeza de una nación se mide por cómo trata a sus miembros más débiles” (Gandhi) o que “la prueba moral del gobierno es cómo ese gobierno trata a quienes están en los albores de la vida, los niños; a quienes están en el ocaso de la vida, los ancianos; a quienes están en las sombras de la vida, los enfermos, los necesitados y los discapacitados” (Humphrey)

El intendente de la quinta ciudad más importante en cantidad de habitantes de nuestro país, Guillermo Montenegro, decidió invertir la ecuación. La prueba moral de su gobierno parece ser el nivel de crueldad con la que, cobardemente, trata a los más vulnerables. Un grupo de tareas, cuyo encuadre legal se desconoce, circula día y noche aplicando en flagrante violación a las leyes vigentes facultades de fuerza que no pertenecen a un municipio. 

En sus redes sociales se despliegan una serie de videos de musculosos patovicas arrebatándole el trapo a un limpiavidrios, sacando de una esquina a una persona que duerme porque no tiene techo, arrojando a la basura los colchones de quienes duermen a la intemperie, mostrando impúdicamente el rostro de personas bajo los efectos del consumo, amenazando con “perder la paciencia”. Los patovicas del grupo de tareas siempre dando la espalda a la cámara. Las escenas de mayor violencia -con palos, gases, trompadas- no se suben a las redes y se realizan en clandestinidad. 

Todo eso con frases ofensivas de la pluma vulgar del propio intendente haciendo gala de burlas, ofensas y el falso coraje de los que sólo saben lastimar a los indefensos: “fisuras”, “cuchetas”, “ranchos” a erradicar. Cuidacoches con “valet parking”, trapitos que van a “terminar limpiando los barrotes de la celda”. Luego, apela a los “vecinos de bien”: “¡esto no es un laburo!”. No es la discusión que importa. Esos “fisuras”, “trapitos”, “cuidacoches”, “forasteros”, son seres humanos. 

Frente a la crítica, Montenegro maquilla su conducta atribuyendo los problemas de exclusión social que lo obligan a actuar como un tirano de reposera a el accionar organizado de gente de “La Matanza”, mandados por “Grabois”, kirchneristas, zurdos, “orgas”. Presten atención. Sólo reacciona así frente a la crítica. Cuando hay silencio de la oposición política o social, Montenegro muestra que en definitiva el zafio desprecio a los descartados es lisa y llanamente la vulgaridad del mal, mal que se expande, se reproduce y enferma a la sociedad.   

Montenegro no es un ciudadano común con ideas fascistas que vierte alegremente en sus redes sociales. Montenegro es la máxima autoridad institucional. Tiene una responsabilidad superior. Le guste o no, existe la Constitución y las leyes. Existe, en particular, la ley 27.654 impulsada sí por un diputado de nuestra fuerza (Patria Grande - Argentina Humana) pero votada prácticamente por unanimidad, incluido su bloque político, para “garantizar integralmente y hacer operativos los derechos humanos de las personas en situación de calle y en riesgo a la situación de calle que se encuentren en el territorio de la República Argentina.” (Art 1°) que “tienen derecho a ser respetadas en su dignidad personal y en su integridad física (Art 6°)” Lo que muestran los videos es otra cosa. 

La conducta de Montenegro, que desde nuestro punto de vista es delictiva y por tanto fue denunciada, es maligna. Maligna por su propia naturaleza y doblemente maligna por el cálculo que hay detrás de ella. Se trata de un cálculo de naturaleza político-electoral. Sabe que cuando acecha la maldad, mucha “gente de bien” abatida en la batalla cultural va perdiendo los valores tradicionales que caracterizan a un pueblo humanista y cristiano: el respeto a la dignidad de los nadie. 

La conducta además es de la más repugnante vulgaridad. Un hombre rico y poderoso, amigo de los lujos y el dinero, burlándose desfachatadamente de los menos afortunados, descargando su poder sobre los más desdichados de La Feliz, dejando las marcas de su violencia en los cuerpos desprotegidos de los abandonados. Luego, nos acusan a los que combatimos con la Constitución en la mano de la lógica de las piedras. 

Cuando leí eso, me vino al corazón una frase del evangelio de Lucas. Jesús dijo una vez, refiriéndose a sus discípulos, que “si ellos no hablan, las piedras hablarán”. Tal vez sean las paredes de piedra que reclaman el respeto irrestricto de los derechos de todos los seres humanos en el presente; que no cesan en su lucha por memoria, verdad y justicia frente a otros crímenes de Estado que forman parte de esa vulgaridad del mal que, a sueldo de las oligarquías, continúa hasta el presente.  

El mismo sol que alumbra estos crímenes sociales también lanza sus rayos radiantes sobre las experiencias de salvación comunitaria que abraza a los fisuras, que los levanta del subsuelo, que los lleva a los centros de medio camino o las casas convivenciales, que los busca en las calles para darles una vianda o una palabra, que construye viviendas para los descartados, que buscar regularizar las tareas en la vía pública para que puedan realizarse en forma legal y ordenada. Son acciones, muchas veces silenciadas, que gritan junto a las piedras, para despertar conciencias y recuperar la humanidad que pretenden arrebatarnos. 

Es fácil acusarnos, es fácil acusarlos, de promover la pobreza o defender delincuentes; es fácil blandir sin pruebas que alguno de nosotros lucra con esta lamentable tragedia. Es fácil extrapolar ciertas conductas delictivas de la minoría ínfima que fue por esa senda equivocada. La realidad es que nosotros, desde siempre, hemos buscado garantizar el orden en los espacios públicos, pero no el orden de los patovicas, sino ese otro orden forjado en la solidaridad activa con el “fisura” que “ranchea” sin oportunidades de rescate, el ordenamiento de todos los trabajos que se realizan en la vía pública. Un orden, sí, pero un orden para todos. 

JG

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