¿Flotamos?

Clima: 35 grados.
Geografía: Lujan, provincia de Buenos Aires.
Emoción original: Estado de contemplación.
Factores de estrés: Ese juego de sumergirse.
Factores de calma: Ellos (mejor en la superficie).
Emoción final: Estado de gratificación.
Paso la tarde con mis hijos en la piscina. Flotamos, charlamos. Me gustan las conversaciones que se dan cuando se mira algo impreciso. Como el cielo, ahora mismo, sus cambios de color. Como la avenida que atravesamos cuando los llevo al colegio a las mañanas. Me preguntan por qué hay una hermana con quien no hablo. Les digo que no somos cercanas. Me parece bien explicarles que no por ser pariente uno tiene que ser cercano. A veces es justo al revés. Están lo bastante grandes como para incorporar mi explicación a su psiquis, pero no tanto como para confrontarla de inmediato. Algo les queda rumiando en la cabeza y, al rato, vuelven sobre el tema.
No es la primera vez que hablamos de esto. Les resulta extraño, por suerte, que haya hermanos distanciados. Yo intento trasmitirles que la cercanía no es un accidente, es algo que se trabaja y que se elige. La distancia también.
Cuando yo era chica no se habían inventado las conversaciones. Había que llenar los baches. Los adultos estaban ocupados siendo adultos, los niños hacían preguntas que nadie contestaba. El bache se llenaba con fantasías. Las fantasías fermentan mal.
La menor quiere saber si la distancia entre parientes es algo que ocurre cuando uno crece. Me quedo pensando. Supongo que sí. Lo pregunta, me explica, porque cada vez que recuerdo cosas de cuando era niña y se las cuento, estamos todos los hermanos. Es verdad, en el recuerdo narrado suele estar el elenco completo. No edito a nadie. Eso significa que, por muy lejos que uno esté en el presente de alguien, hubo un tiempo en el que estuvo cerca.
Ahí está la piedra. Me destruye la idea de que la cercanía que mis hijos ostentan hoy (entre ellos dos, y conmigo), eso que me infla el pecho cuando lo veo suceder tan orgánicamente, pueda cambiar en el futuro. Enseguida me digo que no, también se los digo a ellos. Lo que nosotros tenemos es distinto. ¿Distinto a qué?, dice el mayor. A todo, contesto. Es único. Nada más vulgar que creerse único, me digo. Pero si esa sensación es genuina, si esa ilusión es también una convicción, si se está a gusto en la vulgaridad, me vuelvo a decir, ¿cuál es el problema en revolcarse en ella?
Los veo hundirse. Cuento hasta diez. Sacan la cabeza y les digo: odio ese juego. Se hunden de vuelta.
Recuerdo escenas de mi propia infancia. Miles. Días que dejaron huella, tan especiales y tan banales como este. Una vez, para mi cumpleaños, mi hermana mayor me hizo una torta con sal. No se dio cuenta del error. Te quedó inmunda, le dijimos. La comimos igual. Pasábamos horas jugando, deambulando hasta el anochecer. Los días, las vacaciones, los años sucesivos, se desplegaban ante nosotros como una expectativa prolongada. Me pregunto de qué. Entonces no me lo preguntaba. No necesitaba una respuesta.
Esa expectativa se alternaba con micro enfrentamientos. Trompadas al aire. Eso también era ser hermanos. De niño, una pelea te arruina el rato, quizá el día. De grande, una pelea que parte aguas, te arruina la vida en común. Ahí es cuando empieza a fabricarse la distancia.
Algo más fabulado les he explicado a mis hijos. Lo bueno de conversar con niños es que no hacen falta grandes explicaciones. No están buscando que los convenzas. Escuchan, y hacen con la información recibida algo que todavía no está a la vista. Para un adulto, en cambio, estas son charlas cuyo sentido melancólico se instala ya antes de que se den.
Tengo una amiga que odia a su madre, por ejemplo. Porque la ama demasiado, claro. Nuestras charlas arrancan con ella diciendo: “¿No sabes la que me hizo ahora?”. Yo la detengo: espera, busquemos las copas, acomodemos la luz, pongámonos cómodas. Seteamos la melancolía. Así es como brotan las frases profundas sobre temas obvios, y (sobre todo) las frases obvias sobre temas profundos.
Con mis hijos nada es melancólico. Es curioso eso. O no. Me gusta más mi presente que mi pasado. Si uno viene de abajo, dicen, solo puede subir. Llega un punto en que los recuerdos van y vienen sin que hieran, uno los va moldeando para adaptarse a lo que necesita demostrar.
Sus cabezas salen a la superficie. Les pregunto si tienen frío. Sí. ¿Hambre? También. ¿Salimos? No. ¿Flotamos? Okey.
MGR/DTC
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