Hebe y las vidas que pasan entre Mundial y Mundial
El Papa argentino en los Llamamientos de su audiencia del miércoles pasado recordó el genocidio del Holodomor que sufrió el pueblo ucraniano. Lo llamó “el exterminio por el hambre en 1932-1933 causado artificiosamente por Stalin en Ucrania”. Dijo también acá: “Recemos por las víctimas de este genocidio y recemos por tantos ucranianos, niños, mujeres y ancianos, que hoy sufren el martirio de la agresión.” Viene bien saber en qué historia está parado Volodímir Zelenski para convertirse en el pedazo de líder que es. Francisco repasa la memoria del mundo en sus audiencias. Qué bichos de la memoria somos los argentinos. En la misma semana, despidió a Hebe de Bonafini. La carta que se conoció fue breve y directa. “Recuerdo, en el encuentro que tuvimos en el Vaticano, la pasión que me transmitía por querer darle voz a quiénes no la tenían.”
Los años noventa tenían patentada la palabra memoria. Era casi el otro lado de la luna de la palabra cultura. Había un programa de televisión que le hacía honor, a pesar de su packaging anti progresista. Chiche Gelblung conducía en canal 9: “Memoria”. En el final de las promociones él decía “memoria”, estirando la “a”, y haciendo el gesto clásico de poner el dedo en la sien.
En el que tal vez fue su último texto, en enero de 1997, pocos días antes de su muerte, Osvaldo Soriano escribió sobre una amistad inesperada: la de Hebe de Bonafini y Charly García. Seguía en el aire el eco de lo que Charly había declarado en una entrevista tiempo antes: que estaba “en guerra contra la nada”. Así también llamó Soriano a su columna junto a la nota de tapa de ese día de enero donde Charly y Hebe se celebraban uno a otro. El diálogo inspirador de García con un cronista había sido así:
-Estoy en guerra, man.
-¿Contra quién?
-Contra la nada.
¿Qué podía ver Hebe en Charly? Charly no era Sting ni Gieco. Ni indios Amazonas, ni recuerdo por los 150 mil guatemaltecos. La memoria de Charly era una energía tóxica y liberadora. Había en él otra forma de verdad que no se sostenía por ningún deber (García nunca tributó canciones para obtener el bronce rápido). Pero hizo cosas fuera de guión. En “Eiti Leda” Charly montó el primer teatro de la transición. “Quiero verte desnuda el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados”, cantó en un Obras de 1978. La ESMA quedaba a pocos metros y mantenía la electricidad encendida. Charly en 1978 escribió 1983. Esa nueva amistad contra la nada era hermosa e imposible. Una distorsión.
Hebe de Bonafini le escribió una carta a Charly que hizo pública, después de verlo en una entrevista con Gasalla a fin del año 96. Decía: “Me pareció que te escapabas de las preguntas obvias. Yo sé Charly que el mundo siempre te quedó chico, tus canciones son un grito, a veces un reclamo, un pedido, una aseveración. Cenando con amigos y charlando de esto, me regalaron tu compact, ahora mientras te escribo lo escucho. En este momento tu canto dice ‘yo sé que soy imbancable’ pero no aclarás para quién, yo también soy imbancable para algunos que no soportan a los diferentes. (…) Querido Charly, si me lo permitís, quiero que sepas, soy tu amiga. Te abrazo muy fuerte en este país incendiado”.
País y Charly incendiados. Ya vendría su pelea y reconciliación dos años después. Pero la nada ocupaba el centro del texto de Soriano, que también nombraba como lugar común el título de un libro tan leído aquellos años: la era del vacío. El libro del filósofo Gilles Lipovetsky de los primeros años 80, pero con una clase de título que derrochaba tanto de sentido hasta prácticamente ahorrar la lectura de su solapa. Pero así, con variaciones circulares, guerra contra la nada, era del vacío o, como el disco de Divididos, la era de la boludez, los años noventa eran nombrados casi de un mismo modo permanentemente. Fue la última década porque el siglo XXI ya sería (ya es) contado sin décadas. Quizás sea contado por sus olas: la ola verde, la ola celeste, la ola roja de Trump, la segunda ola progresista, y así, como si fueran olas de un mar revuelto en su fondo oceánico. El kirchnerismo intentó patentar “década ganada”, aunque la idea nació con el vértigo ansioso de su identidad: son muchas más las reacciones en contra que produce que las transformaciones realmente estructurales que llevó a cabo. Esa desproporción desbalancea algunos de sus enunciados. El macrismo pasó su aplanadora: de acá para atrás tenemos setenta años de fracasos y nada más. Compactó el tiempo. Pero lo cierto es que la métrica de las décadas de este nuevo siglo se perdió.
Sin embargo, esa “nada”, ese “vacío”, esa “boludez” que etiquetaban los noventa era el modo de nombrar una década que, paradójicamente, fue llenada de contenido todo el tiempo. Los noventa se autonarraron, se autogestionaron. Si hay menos Estado, habrá más sociedad. Esos años estaban totalizados, llenos y solemnes (si tomamos por esta vez solemnidad como contracara de boludez), a pesar de lo que podían ser los grandes enunciados que organizaban de norte a sur: “Consenso de Washington” o “fin de la Historia”, que de “vacíos” tenían poco.
Hebe tuvo su década del noventa. Esos noventa la volvieron a parir y ella también les dio su contenido: anti partidario, buceando en los márgenes, poniendo a las madres en las periferias, como diría Francisco, pero también en algunos centros. La cultura de izquierda en los noventa tuvo su primera hegemonía. El kirchnerismo fue casi una estatización de esa cultura. En las muchas despedidas escritas, en muchas de mi generación que creció en esos noventa, sobrevoló una idea resumida con un encabezado: “gracias por enseñarnos a…”. Veamos una foto. El festival cuando se cumplieron los primeros veinte años de la creación de las Madres, “Ni un paso atrás”. Octubre de 1997. Tocaron en el estadio de Ferro durante dos noches La Renga, Los Piojos, Los Caballeros de la Quema, León Gieco, ANIMAL, Actitud María Marta, hasta Bono envió un poema leído. Esas noches contaban con la transmisión en directo de la Rock and Pop y los móviles de MTV. Estaban ahí muchas cosas que definían la sociedad y el mercado de la época. Desde la convocatoria masiva de los derechos humanos (sobre todo, a partir de 1996, al cumplirse veinte años del golpe) hasta su mestizaje comercial con una FM en la que Pergolini, todos los fines de año del final de esa década, invitaba a Hebe al programa “¿Cuál es?”, y bajaba a saludarla al aire Daniel Grinbank. El canal MTV, que se había latinoamericanizado en una versión continental, también a su modo contribuyó, por ejemplo, a que la figura del Subcomandante Marcos fuera traducida como una ícono pop. El Sub cumplía tanto el mandato de parecer el unicornio azul escapado de la canción cubana como de tejer alianzas con un naciente rock mexicano. 1994 es un año clave en el país azteca. Pero el caleidoscopio de esa década tenía la cara tapada del Sub, la música de Café Tacuba, Manu Chao, el puño de Tijuana No, la buena leche de “San Jauretche” de Los Piojos, la masividad de Los Redondos, la primera versión barrial del gran Pity, el señor Cobranza (“¡estanilistas!”, gritaban a propósito Las Manos de Filippi en boca de Gustavo Cordera, para luego definir a la clase política: son todos narcos), y Hebe también estaba ahí, en esa forma de izquierda que quería volver a cambiar el mundo pero no sabía del todo cómo, por dónde empezar, con quiénes, pero hacía vibrar a la manada rockera sobre el tono de una insurgencia imprecisa.
Hebe funcionaba con un sistema de amistades y lealtades, algunas hasta sorprendentes. De Schoklender al Papa, de Maradona a La Renga, de Charly a Néstor. Un año después de ese 97, un misterioso Chávez llegaba al poder en Venezuela. Recuerdo al solitario David Viñas abrir un interrogante más optimista sobre ese nuevo gobierno que era recibido por la izquierda argentina más o menos como la llegada al poder de un militar golpista.
Algunas últimas “revoluciones” parecieran tener un detalle técnico: no se hacen. Las revoluciones del siglo XX (la rusa o la cubana, pongamos) tuvieron además su día decisivo, su insurrección directa a la toma del poder. Pero América Latina, tras los setenta, vivió como dos grandes secuencias (incluso contradictorias) entre el fin de siglo y el comienzo del nuevo: el zapatismo y el chavismo. Una lejos, en la selva, escondida, sin plazos, era el otro efecto Tequila. La otra desde el Estado, empezada desde arriba, con expropiaciones en vivo y batallas electorales. Pero daba el puntapié como expresión más radicalizada de esa “primera ola de gobiernos progresistas” del siglo 21 en Sudamérica. Dos años: 1994 y 1998. Marcos no la hizo. Rompió el reloj. Se podría pensar mirando hacia atrás que se dedicó a amar el consenso humanista y cultural capaz de frenar el aniquilamiento de sus insurgentes. Se internó en la selva para dar una “batalla cultural”. No se dejó matar, pero el zapatismo se extinguió. Con el chavismo no se sabe cuándo ocurrió del todo el cambio de régimen. Llegó con los votos, pero su larga vía al socialismo del siglo XXI tuvo turbulencias, complots, derrotas y victorias en las urnas. Su línea pareció borrosa: la revolución se hacía, o se iba a hacer, o en un momento ya estaba hecha, y después no. Y ahora vive al ritmo de una larga mediación en manos de un Maduro que no tiene, por empezar, ni el 1% del carisma de Chávez y encabeza un orden horrible con cada vez menos capacidad para aliviar problemas de su pueblo. Hacer una revolución pura desde la sociedad civil o hacer todo desde el Estado parecen dos caminos que no funcionaron. Cambiar el mundo sin tomar el poder (John Holloway) o tomar el poder sin cambiar el mundo.
Volvamos al comienzo. Una premisa ética que resume a Jorge Asís se podría sintetizar así, del modo en que él mismo lo dijo alguna vez: “Sólo ataco a alguien cuando se puede defender”. Si Asís se dedicó a explicar el lado B del mito en gestación: la “acumulación originaria”, la marroquinería política de Kirchner, una vez que el líder murió, eligió otro tono más comprensivo. Este aspecto podría correr al menos como regla de buen gusto o del bien frente a las muertes que ocurren y vendrán, porque el ciclo vital de quienes hicieron las últimas décadas del siglo XX está en definitiva pendiente.
Hebe también sabía defenderse. Su trayectoria dejó amores y heridos, su despedida expuso la grandeza también de quienes la despidieron haciendo mutis de viejas ofensas en un movimiento de derechos humanos que, para quienes lo miramos a media distancia, parece cargar en sus espaldas internas sobre temas delicados (el reconocimiento de los cuerpos, la recuperación de las identidades, el cobro de indemnizaciones…). Y que esas internas quizás expresan las costuras de un procesamiento difícil: el de una tragedia. Los derechos humanos fueron también la respuesta de qué hace la sociedad con lo que hicieron de ella. Hebe era brava y el mejor homenaje pensando en el promedio de su trayectoria, en la película y no en la foto, quizás sea también volver a pensar dónde está la incomodidad. Para que la marcha no gire en el vacío, para que la ronda no se muerda la cola.
Con Hebe se va algo que está incluido en el “Nunca Más”. Porque están las muertes crueles argentinas como las del gatillo fácil, las de la corrupción que mata (la voladura de Río Tercero, el incendio de Cromañón, la tragedia del tren de Once), las muertes horribles de la inseguridad urbana (qué pecado que Rosario no quede en el AMBA para que su desquicio de narcos no sea tema nacional), o las muertes silenciosas de los que no comen, ni se curan, ni se educan; pero al menos diremos que si “todo sale bien” nunca más habrá madres de detenidos desaparecidos. Hebe se lleva con ella una historia. Algo completo de principio a fin. Y hay que ser Hebe para no pasar desapercibida en una semana mundialista.
Todos escribimos bajo el calor mundialista que es un contexto absorbente, desproporcionado, global y aldeano. Argentina enfrentó a México en una final prematura. Y en el segundo tiempo apareció, al fin, la “Scaloneta”, otra versión más del sueño que nos trajo hasta acá. Y todo es Patria Grande y “Nuestramérica” hasta que las rivalidades entre “hermanos” ponen las cosas en su lugar de sangre caliente. México recibió a expatriados. México hinchó por los alemanes en el 86. Salvemos las dos verdades. El fútbol no se parece en nada a la memoria y la política con su deseo de justicia. Una de sus pocas verdades que podemos repetir está escrita en el césped: el fútbol da revancha. Y así fue. Messi respira aliviado.
MR
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