Sobre la impotencia masculina
Es posible identificarse por amor, como también es posible identificarse para dejar de amar. En el segundo caso, alguien se convierte en una mera copia.
Hay personas a las que se reconoce como malas copias de otras. No amaron lo suficiente. En el primer caso, por lo contrario, suele tratarse de quienes llegan a tener un estilo propio, que es lo más impropio que hay, pero conserva el amor como un móvil. Un estilo no es personal, es la huella que deja el movimiento de nuestros amores.
En el modo de reírse de un niño está la alegría con que fue mirado y su elección de no dejar de amar jamás a quien lo miró tan lindo. En otras ocasiones, la risa se pierde y queda el gesto, la mueca, el rictus, la contracción del cuerpo. En la risa, en cambio, todo es abierto. Por eso quizá dicen que es contagiosa. En un estilo el cuerpo se abre y comunica.
En este punto, lo que me interesa plantear es que la identificación no solo es de quien se identifica; si así fuera sería un proceso lineal. La fuerza de la identificación está también en que el otro se provea como soporte.
Así como quien se identifica para dejar de amar termina en una pose de mala copia, la contracara está en que quien puede funcionar como sostén se niegue –si es demasiado histérico– o se sienta robado –si se inclina más hacia la paranoia–. Aquí la orientación de la identificación se invierte y quien se identifica tiene que ser muy activo para que ese otro del que proviene la identificación habilite el juego.
Dicho de otro modo, quien se identifica no es solo alguien que toma, sino que –a su vez– da mucho, sobre todo su capacidad de amar. Y quien desiste de la histeria y la paranoia, recibe más que un reconocimiento; consigue el milagro de la vida eterna: que es continuar con vida a través de otro, vivir en otro.
Ahora bien, luego de esta consideración general sobre la condición amorosa de la identificación, hablaré de los varones.
En varones jóvenes, es cada vez más común la consulta por impotencia. Varones que no son impotentes para masturbarse, por lo tanto que lo sean se relaciona con algún factor del encuentro sexual.
En el libro El fin de la masculinidad propuse tres hipótesis para explicar la impotencia masculina: por efecto de deseo (en el caso de aquellos que no son impotentes salvo con quien les gusta); por fijación autoerótica (cuando lo que Freud llamaba “narcisismo del falo” resulta insuficiente); por dependencia materna (en el caso de los varones que no pueden simbolizar el acto sexual más que de modo agresivo o, a la inversa, con temor –por lo general con fantasías orales–).
Pero como lo escrito en los libros nunca es definitivo, hoy voy a agregar una cuarta hipótesis –que no niega las anteriores, sino que la complementa–. Me explico: como ya desarrollé en otras ocasiones, la escena primaria es una de las fantasías fundamentales de la constitución psíquica; así lo propuse en otro libro, que justamente se llama Fantasías fundamentales.
En la escena primaria, el niño es espectador –en la fantasía– del coito de sus padres; es decir, el niño mira, pero no participa, como no sea a través de una identificación.
Con una identificación es posible sostener el deseo en una fantasía. Lo más común es que el varón se identifique con la mujer y se excite con sus gemidos –este es el verdadero protagonista del goce pornógrafo–.
¿Por qué los varones miran más porno que las mujeres? Por esa necesidad de identificarse con el goce supuesto a la mujer y que, en su cuerpo, está más cerca del ano que del falo. No pocos varones cuentan que después de masturbarse (con porno directo o mental) lo primero que hacen es ir a cagar.
Sin embargo, este rodeo preliminar es para llegar al punto que me importa –en relación a lo que dije en un comienzo, sobre cómo una identificación puede ser para dejar de amar–. Me refiero a que en la escena primaria el lugar del niño es como hijo y, por lo tanto, es una parodia viril, una mala copia de un hombre.
Porque si el espectador es hijo, entonces, no puede pasar a la cama más que con una identificación: agresiva (identificado con el padre) o feminizada (como le ocurre a aquellos varones híper preocupados porque la mujer disfrute, pero que no pueden penetrar).
Pasar a la cama implica que la identificación tenga que caer. Un acto sexual, como encuentro con la castración, implica una castración previa a la detumescencia (en realidad, ésta no castra al varón, porque cuando ocurre ya no necesita la erección), que es la que se da respecto de la posición de hijo.
Una cuarta hipótesis para explicar la impotencia masculina es, entonces, la permanencia de esta posición de hijo, a partir de una identificación que resigna el amor para confirmar una imagen viril o conformar una seducción femenina.
Una conclusión suplementaria, para este tiempo de reivindicación del goce solitario, es recordar que la masturbación es una pasión filial: no hay masturbación de hombre o mujer, solo existe la de hijo.
Claro que alguien puede ir a la cama para masturbarse, para que lo masturben o hacerlo con el cuerpo del otro. El goce fálico, que no depende de la anatomía, tiene diversas variantes.
El punto es que, para hablar de varón o mujer, es preciso ir a la cama con la castración. Así es que alguien puede identificarse (con la castración) por amor y pondrá en juego su vulnerabilidad y no buscará una imagen en el otro. Si un varón no resulta castrado de su posición de hijo, será impotente –masturbador o no–.
LL
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