¿Cuándo se jodió el Frente de Todos?
¿Cuándo se jodió el Frente de Todos? La respuesta a la pregunta envenenada que patentó el inefable Mario Vargas Llosa para condenar al Perú puede contener varios factores y diferentes momentos: los condicionantes de la economía, la falta de liderazgo del presidente, el agotamiento del kirchnerismo o la crisis larga del peronismo. Probablemente exista una combinación de todos. Sin embargo, hay que sumar un elemento inconfesable, pero esencial: el triunfo ideológico del macrismo que —derrotado electoralmente— impuso las coordenadas de un nuevo consenso que en las grandes coaliciones aparece como el único horizonte de lo posible: el ajuste.
Horror al vacío
En el último episodio de sus confesiones de invierno, esta semana Alberto Fernández reveló que no está en sus planes liderar la coalición del Frente de Todos “porque eso significaría romper con Cristina y no lo voy a hacer”. Como la política —al igual que la física— tiene horror al vacío, ante el quietismo estoico del presidente, la vacancia fue lentamente ocupada por quien lo proclamó como candidato en 2019.
La multiplicidad de centros de decisión ya se había mostrado incompatible con la eficacia en la administración (en cualquiera de sus desorientaciones políticas); la ausencia de energía, resolución, talento o valor dejaron desnudo al presidente que no fue.
Cualquiera podría asegurar que estas características estaban en el ADN del presidente formado en las prácticas flexibles del operador político. Un oficio que no requiere de principios ni convicciones fuertes. En parte, porque su función es la búsqueda de acuerdos y reconciliaciones. En cada pelea ya está el núcleo de la negociación; en cada disputa, la forma embrionaria de la componenda: de la expropiación de Vicentin al “esperando a Godot” de la propuesta superadora de (Omar) Perotti; del Clarín miente al “Héctor no me deja mentir”; del presidente soy yo al Cristina no me deja gobernar. Este no lugar condujo a Alberto Fernández a pretender ser demasiadas cosas a la vez: un poco el Raúl Alfonsín del universalismo democrático y el Perón de la unidad de los argentinos; un poco socialdemócrata y un poco peronista; el nuevo líder de los ‘machos alfa’ del peronismo y el mejor aliado que ponía fin al patriarcado; el más fiel y el más independiente; adversario íntimo de Cristina kirchner y su mejor alumno.
Con la confesión en la que se declaró incompetente en el arte del liderazgo, Alberto Fernández añadió su último grito: la victimización. Ni siquiera la decisión de no romper con Cristina Kirchner es —a esta altura— plenamente suya porque es más una imposición de las circunstancias. Dicho epigramáticamente: no rompe porque no puede, no porque no quiere.
Además, es falso que no lo dejaron hacer o gobernar. En el asunto en el que se jugaban los destinos del país por décadas y se comprometía a varias generaciones (la deuda eterna y el acuerdo con el Fondo Monetario) la orquesta del “partido del Estado” ocupó el centro del escenario para habilitar el acuerdo con cada referente tocando su correspondiente instrumento: la oposición votó a favor, el kirchnerismo hizo su gracia, pero generó las condiciones para no obstruir el pacto y el exministro de Economía selló el compromiso a la medida de las “correlaciones de fuerza” del FMI. Al renunciado Martín Guzmán no le faltó respaldo político, sino que le sobró rechazo social. Por la misma razón la nueva ministra, Silvina Batakis, que arrancó practicando un “guzmanismo” por otros medios no parece tener mejor destino.
La política se mide —entre otras cosas— por los resultados, corresponde señalar a la luz de los hechos que todos las profecías que se agitaban ante un eventual mayor enfrentamiento con el FMI (disparada de las cotizaciones del dólar, corrida cambiaria, presión devaluatoria, inflación desbocada, riesgo país por las nubes y vaciamiento de las arcas del Banco Central) se cumplieron casi al pie de la letra, pero con el acuerdo rubricado. En cierta medida, el FdT padece lo mismo que Macri: los mal llamados “mercados” perciben su impotencia para avanzar en el sentido de las contrarreformas que el poder real exige y desatan la revuelta de los arriba con sus tradicionales métodos: el vandorismo financiero de la corrida permanente.
Por eso las medidas parciales que se tomaron por estas horas como “pinchar” el cepo por distintas vías (un precio diferencial para los turistas, otro posible para que “el campo” liquide la cosecha que acumula) o la segmentación de los subsidios energéticos que se percibe como tortuosa y tardía, parecen caer en saco roto y no frenaron la corrida. Como la ausencia de virtud nunca es acompañada por la fortuna, la cumbre que el presidente iba a celebrar con Joe Biden y en la que depositaba la esperanza de “ablandar” al Fondo Monetario fue suspendida hasta nuevo aviso. En números crudos, el Banco Central cerraba la semana con una pérdida neta de U$S300 millones. Y según un informe de la consultora LCG, el índice de alimentos y bebidas acumuló una inflación intermensual de 5,8%, y julio cerraría con un índice récord de 8,6% debido a los aumentos de las tres primeras semanas.
Lo personal es político
Sin embargo, hay algo de “injusticia” en la atribución de todos los fracasos de la administración a la personalidad elástica de Alberto Fernández. En no pocas ocasiones se imputa a los liderazgos las fortalezas o debilidades de la coalición que los contiene y los conduce a la cima del poder político. En el caso de Alberto Fernández se conjugan dos coordenadas de lenta agonía: el agotamiento del kirchnerismo y su historia corta de los últimos 20 años y la crisis del largo itinerario del peronismo.
“Cristina eligió a Alberto porque (éste) puede hacer la política económica que ella podría apoyar pero no implementar”, sostuvo cuando se armó el FdT, Emmanuel Álvarez Agis, exfuncionario de Economía bajo el último kirchnerismo y actual titular de la consultora PxQ. La elección era una contradicción en sí misma porque la política que Cristina podía “apoyar” (la continuidad del ajuste por otros medios), Alberto tampoco la podía implementar sin un alto costo político que se verificó en el resultado de las elecciones de medio término de 2021. Porque no se trataba de personalidades y estilos, sino de relaciones de fuerza.
En términos más históricos, las experiencias de último kirchnerismo y la actual del FdT están dinamitando varios de los baluartes que se consideraban la marca indeleble del peronismo.
Entre ellos, el peronismo como sinónimo de solidez electoral. Como partido dominante del sistema político argentino hasta las últimas décadas, cuando había elecciones siempre mostraba potencial electoral. Pero, en el último periodo perdió tres de las cuatro contiendas (2015, 2017 y 2021). En la última —incluso con la unidad de todas sus tendencias— fue derrotado en territorios considerados bastiones.
Además, el peronismo siempre fue el “partido del orden” por antonomasia (incluso cuando no estaba en el gobierno) y por lo tanto, sinónimo de gobernabilidad. En la actualidad, el fantasma del final abrupto acecha al presidente y la administración sufre una debilidad espantosa, una interna permanente y una sensación inquietante de desgobierno y parálisis.
El control de la calle era otra de las fortalezas que el peronismo ofrecía en su menú de opciones. Hoy puesta en cuestión por las múltiples movilizaciones que se acrecientan de manera directamente proporcional a la profundización de la crisis.
Además, incluso hasta en sus versiones más reaccionarias (como el menemismo), el peronismo siempre intentó combinar el “orden” con la contención o concesiones que alivien a los sectores populares. Van más de dos años de administración del Frente de Todos y los indicadores sociales no hicieron más que agravarse.
Por último, el famoso tema de su plasticidad ideológica. Algunos atribuyen la famosa “resiliencia” del peronismo a la combinación de dos factores: estructura de poder y signo de los tiempos. Así fue que su sobrevida tuvo lugar porque se “alfonsinizó” durante la década del ’80 del siglo pasado con la Renovación finalmente birlada por Carlos Menem que era un renovador sui generis; se hizo neoliberal en los ’90 y mutó en progresista luego de la crisis de inicio de siglo y en sintonía con los progresismos latinoamericanos.
Hace más de diez años, Juan Carlos Torre lo definía de la siguiente manera: “El peronismo se sostiene sobre un electorado fiel, contra viento y marea, cualquiera sea la oferta desde el vértice peronista y que nunca está por abajo del 35% de los votos. Ese peronismo podemos caracterizarlo como el ‘peronismo permanente’. Ahora bien, a él se suma lo que el peronismo obtiene cada vez que, con esa agilidad que le es propia, se sintoniza con el clima de la época, y es lo que yo llamo el ‘peronismo contingente’.”
De aquel tiempo a esta parte, mucha agua corrió bajo el puente. En primer lugar, fue cuestionado el peronismo “permanente” debido a sus últimos reveses electorales. El mismo Torre puso en duda su tesis cuando en 2017 se preguntó si al peronismo finalmente le había llegado “su 2001”. Fundamentaba su hipótesis en un estado de fragmentación de las bases populares del peronismo que no hizo más que desarrollarse.
En segundo lugar, si algo caracteriza al clima de época o al signo de los tiempos es la crisis y la polarización. Los progresismos que parecen volver en la región lo hacen en modo “extremo centro” con derechas que sostienen su volumen político y fenómenos aberrantes que son un clásico emergente en situaciones en las que lo viejo no muere y lo nuevo no nace.
Pero —como se dijo— lo que atraviesa al escenario de fondo es un nuevo consenso asentado entre las coaliciones tradicionales que se deriva de un triunfo “conceptual” del macrismo. En las últimas décadas, la dinámica de los ciclos políticos en la Argentina se caracterizó por la alternancia entre saqueos fuertes y recomposiciones débiles. Hoy no se discuten los grados de una eventual reparación (eje del contrato electoral del FdT), sino quién es capaz de reunir las condiciones políticas para otro salto en el ajuste. Es decir, un nuevo saqueo después del saqueo. No se puede predecir hoy si Juntos por el Cambio ganará las elecciones del año próximo (el Gobierno está haciendo hasta lo imposible porque así sea), lo que es seguro es que Macri ya puede saborear el triunfo de sus ideas y puede afirmar que impuso su razón en la forma de ser derrotado. Allí radica la madre de todas las internas que, fiel a la tradición argentina, comienza a trasladarse del palacio a las calles.
FR
0