El mal querer
¿Se puede ser adicto a algo -llamémoslo- bueno?
Busco la definición de “adicción”.
1. Hábito de conductas peligrosas o de consumo de determinados productos, en especial drogas, y del que no se puede prescindir o resulta muy difícil hacerlo por razones de dependencia psicológica o incluso fisiológica.
“adicción a las drogas”
2. Afición desmesurada a algo.
“adicción al motociclismo”
Consumo de determinado producto, sí. Afición desmesurada, sin duda.
El otro día contemplé considerarme adicta a la música. Nunca se me habría ocurrido ponerlo del lado de los consumos indebidos, y sin embargo y como con casi todo, acaso sea también una cuestión de cantidad. Escucho música casi todo el tiempo. Si no está la radio en la que hablan, música. Música para hacer casi todo, incluso también escribir, en muchas ocasiones. Música en mis orejas cuando salgo a la calle, siempre el mismo dispositivo, siempre la misma cantidad de discos que quedaron atrapados ahí y que ya nunca modifiqué cuando perdí acceso al dispositivo. Entonces siempre lo mismo pero en régimen aleatorio lo que hace que nunca sea del todo igual.
Música que oigo una y otra vez, durante semanas, música que redescubro, otra que descubro, otra que me mencionan, otra con la que doy. Música que oímos con mi hijo Ramón, que me pide él, que escuchaba yo de joven, o que nunca escuché. Cantamos a los gritos La era está pariendo un corazón, no puede más, se muere de dolor, y hay que acudir corriendo pues se cae, el porvenir. Debo dejar la casa y el sillón, la madre vive hasta que muera el sol y hay que acudir corriendo si es preciso, por vivir. En cualquier selva del mundo, en cualquier calle. En cualquier casa. En este mundo virósico, apocalíptico y de montes que arden, Silvio Rodríguez parece estar hablándonos aquí y ahora, ahora mismo. Silvio canta ahora y todo el tiempo, él solo y su guitarra, y hacen tanta música lxs dos. No escuchaban a Silvio Rodriguez en la casa en la que crecí, sí escuchaba a Silvio y mucho mi primer novio de la vida adulta/adultez. Silvio, Soda Stereo y Cortázar, parte de su legado. Junto con Simone de Beauvoir y Sartre, toda una formación. Silvio y su guitarra y su voz tan clara, y precisa y todas esas palabras que elige para decir, que ya nadie elegiría ahora, tantas palabras para decir, en una canción.
En este mundo virósico, apocalíptico y de montes que arden, Silvio Rodríguez parece estar hablándonos aquí y ahora, ahora mismo.
Y entonces yo voy y planeo, entre la música. Y el vínculo que establezco con eso que escucho, varía: a veces es emocional, como podría ser un Café Tacuba que escuchábamos con compañeres de convivencia en nuestra primera casa adulta. Elliot Smith, que acompañó rajaduras de corazón incesantemente y está siempre dispuesto desde su dolorosa eternidad a volver a hacerlo cuando sea necesario. Otras solo gusto por una cierta melodía, pegadiza o no, canciones sueltas sin artistas, “arpas del Paraguay”; un Aventura, un Bon Iver, un Los espíritus, Natalia Lafourcade, NTVG, un Chopin. Una balada número uno de Chopin que vuelve y vuelve y vuelve y me remite a una cierta tarde de lluvia en un auto de cierta tarde con cierto amigo en cierta juventud. Canciones que se imprimen para siempre tan sólo por haber sonado tan sincronizadamente en una ocasión. Otras sólo melancólico si la música me remite a algo en particular, vivido o no, un Cafrune, un Julio Sosa, un Chango Spasiuk. Otras sólo me voy por días o meses o años detrás de una María Bethania a un país en el que nunca viviré.
Y así por períodos, alguien que se instala y se muda con nosotrxs a casa. Anoche Ramón me pregunta espontáneamente en la cena, si de verla, abrazaría a Rosalía. Le digo que sí, que sin duda. Él dice que él también, que él también la abrazaría. Le digo, como si lo del abrazo sí tuviera lógica, que de todos modos es probable que hoy en día ella no nos dejara abrazarla, por covid. Le digo que deberíamos conformarnos con un pulgar arriba, a distancia prudencial. Ramón se ríe. Rosalía con nosotrxs en la cocina.
En el verano un amigo escuchaba sin parar una canción de Rosalía, Pienso en tu mirá, de su segundo disco El mal querer. Otro amigo, músico y catalán, me había hablado de ella el año pasado, o el anterior. En su momento lo había intentado, porque confío en él, pero se me había pasado de largo. Escuchamos Pienso en tu mirá, muchas veces en el verano compartido. Cuando volvimos a casa, lo buscamos con Ramón, con video esta vez. El video es una locura. Un video con mucha producción, como los de antes, cuando importaban los videos y uno se detenía a mirarlos y no eran solo la canción con la imagen del artista haciendo como si cantara. En este video Rosalía viste de muchas maneras, es amenazada por hombres armados, baila con chicas en sotana en un interior recargado, carga una escopeta con aceitunas negras, es asediada por cuernos de toro, y a varios camioneros se les perfora el corazón y pierden sangre por el pecho espontáneamente como si se tratara de una virgen milagrosa en negativo, la violencia de todas esas muertes inútiles, evitables, ejercidas, mientras el estribillo dice Pienso en tu mirá clavada, es una bala en el pecho, atravesando varios imaginarios al mismo tiempo, al igual que en el videoclip. El segundo disco de Rosalía en el que está esta canción se llama El mal querer y está organizado por capítulos. Esta canción es el capítulo 3 y se llama Celos. Nada más que agregar. Aunque sí. Agregar que el video termina con un camión derramado de costado, con su contenido desperdigado también, hay naranjas, es un camión de naranjas el que volcó, yace sobre la ruta, cae la noche, hay mucho viento. En contraste con la escena del derrame y sobre la panza del camión que yace, Rosalía se erige con su pantalón de volados y su camisa carmesí: no mira a la cámara, no mira el accidente. Parada sobre la simbología de una cierta hombridad, un varonismo extinto, ella se pone lo que se le da la gana y manda mensajes de texto a quien se le cante.
Antes de este, una Rosalía de 23 años grabó y sacó un disco que se llama Los Ángeles, con un sonido muy distinto al segundo, más flamenco, menos pop, por llamarlo de algún modo. Aún así, ya en ese disco Rosalía es esa niña prodigio atravesada. Cuando algo es muy bueno y muy popular al mismo tiempo, los astros colisionan y el tiempo lineal estalla.
Hay varios recitales que se pueden ver de ella y su productor y guitarrista, Raül Refree, de cuando salieron a tocar el disco. En el escenario, sea donde sea que estén, solo hay dos sillas, dos micrófonos, la guitarra, ella y él. Ella canta y él toca la guitarra. Ella va más sobria que cuando canta el segundo disco, acá va de negro o clarito, sin tramas ni estampados, supongo que para reforzar esta idea de la austeridad. Al igual que en Silvio, es sólo una guitarra y una voz. Y a Rosalía la atraviesa algo. Es demasiado joven para saber tanto, pero sabe, porque algo la atraviesa, algo o mucho pasa por su cuerpo y sale por su boca, a través de su voz.
En una entrega de premios la oigo agradecer en un inglés muy chapuceado y fresco, mechado por palabras en español que titulan como “foreign language”. Camina de un lado para otro a lo largo del escenario, está nerviosa, está contenta, no está extática, parece -otra vez- saber lo que pasa: ganó un premio, eso es bueno para ella, para su trabajo, para los que trabajan con ella, para la gente alrededor. En ningún momento parece ni rozar el éxtasis de creer que un premio significa algo más que eso. A ella lo que la moviliza, es cantar. Y como para no, cuando uno la ve hacerlo. En esa entrega de premios en la que revolea el premio en su mano derecha al gesticular, mientras con la otra sostiene el micrófono, termina agradeciendo a las mujeres que estuvieron antes que ella, y dice que nosotras, estaremos para las que vengan después. Siento que hace bien al inscribirse dentro de esa tradición, y que hable hacia adelante, porque su trabajo está sostenido entre esos dos umbrales: el de la tradición, el de lo que vendrá. Ella es una niña que canta como una anciana y luce como la joven de 27 que es.
Soy tan adicta como poco fan. Con Rosalía y con las personas que escucho y escucho. Toda esa gente que copó nuestra casa y convivió con nosotrxs por el tiempo que fuera, nunca se enteró. No es mezquindad, no sabría cómo hacerles saber. Pero si existiera algo así como la reciprocidad y confío en que así es, en nuestros pensamientos les hemos devuelto y enviado toneladas de amor, a las muertas, a las vivas, a las que cantaron, cantan y cantarán.
RP
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