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Opinión

El miedo a fracasar

La autoexigencia y el temor al fracaso
10 de junio de 2022 07:44 h

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El temor al fracaso es hoy un motivo frecuente de consulta terapéutica. Y cuando no es explícito, al poco tiempo puede establecerse y reconocérselo.

Quienes lo padecen, ven limitada su experiencia. Suelen inhibirse o tomarse un enorme trabajo para asegurar los resultados de sus actos. En este último caso, es como si tuvieran que acompañar la realidad hasta su última consecuencia, con una especie de supervisión constante que –lo noten o no– es agotadora.

Vivir así es muy difícil. Quienes sufren de temor al fracaso, suelen decir de sí mismos que son autoexigentes, perfeccionistas y otros términos que solapadamente indican una alta estima de su persona. Podría decirse que son “narcisistas”, pero si no le damos a esta palabra una connotación moral. Paradójicamente, las personas narcisistas suelen ser inseguras, viven al borde de sentir que pueden perderse (o desaparecer) si no tienen una imagen estable de sí mismos, si no saben lo que otros piensan de ellos.

Quienes sufren de temor al fracaso, suelen decir de sí mismos que son autoexigentes, perfeccionistas y otros términos que solapadamente indican una alta estima de su persona.

Detengámonos en este último punto. ¿Se imaginan ustedes lo que significa para alguien querer entrar en la cabeza de otra persona y conocer sus pensamientos? Una vieja película, Quieres ser John Malkovich, jugaba con esta idea y me parece interesante nombrarla no tanto por su argumento sino porque anticipaba lo que hoy es un mal de época: a veces detrás de una persona inhibida está el miedo permanente de que otro piense que es un idiota, un estúpido y, la verdad, ¿quién no es un idiota o un estúpido? 

En este punto, los narcisistas son más realistas que los megalómanos que creen que lo suyo no admite objeción; pero volvamos al temor al fracaso. Distintas versiones del mismo se pueden expresar de la manera siguiente: miedo a equivocarse, miedo a quedar mal, miedo a hacer el ridículo, etc. Lo notable en estas distintas variantes es que permiten situar que, antes que de un temor al castigo (forma habitual del sufrimiento neurótico), se trata de una relación particular con la mirada.

En el siglo XXI quizá todas las patologías tienen algo de locura de la mirada. Gozamos de lo que espiamos y nos hace mal, buscamos enterarnos de cosas que no nos interesan y, de la misma manera, en el temor al fracaso se trata de ver qué va a pasar –incluso el intento de pensar qué piensa el otro es un modo de mirar en su interior. Dejar de ver lo que el otro ve de nosotros pareciera uno de los desafíos más complejos de tolerar. Después de todo es mucho el trabajo que nos tomamos para construir nuestra imagen. En este momento histórico, Edipo le dejó su lugar a Narciso; es decir, el héroe trágico, en busca de castigo por su deseo, que sufría por una consecuencia moral, le dejó su lugar al joven que en cualquier rostro puede anteponer un espejo desde el cual calibrar su belleza –esa belleza que no es ya un rasgo estético, sino la condición de una seguridad interna.

Por todo esto, no tiene mucho sentido decirle a quien padece de temor al fracaso: “Y bueno, dale, probá que no pasa nada”. Otras versiones de sentido común de este mismo tipo de iniciativa: “El ‘no’ ya no lo tenés” o “El que no arriesga no gana”. Todas las demandas a la voluntad no sirven para nada. Recuerdan a la invitación impotente del adulto que quiere convencer a un niño de que coma algo que dice que no le gusta –a pesar de no haberlo comido antes: “¿Cómo sabés que no te gusta si no lo probaste?”. En una situación semejante, una vez mi hijo me respondió: “Es que no me gusta probar”.

Por otro lado, resulta notable cómo de un tiempo a esta parte los gurúes de autoayuda citan una frase de Samuel Beckett que dice: “Lo intentaste, fracasaste, no importa. Inténtalo de nuevo. Fracasa mejor”. Esta cita puede leerse en tazas de café, en remeras y en algunos libros. La verdad, no creo que este lema motivacional le sirva a quienes padecen el temor al fracaso. Si además este temor se presenta en el contexto de un cuadro depresivo, incentivar a la acción puede ser contraproducente.

Si volvemos a la escena psíquica que mencioné antes –de relación con una mirada que se quiere controlar–, la perspectiva para acompañar este tipo de situaciones es diferente. Por un lado, no hay ningún discurso racional que vaya a tener eficacia sobre un miedo cuya raíz es emocional. Olvidémonos de esta orientación. Por otro lado, tenemos que pensar por qué la persona que teme de esta forma necesita reforzar permanentemente su imagen de sí, porque lo que está en juego no es una cuestión relativa al éxito, sino una garantía de continuidad de la vida mental. Dicho de otro modo, la fuente oculta del temor al fracaso se podría plantear con la siguiente: ¿cómo hago para vivir algo y que me afecte de un modo en que no corra el riesgo de perder mi existencia (no la vida física, sino mis procesos psíquicos)?

Por un lado, no hay ningún discurso racional que vaya a tener eficacia sobre un miedo cuya raíz es emocional.

De esta forma, el temor al fracaso es la punta de un iceberg que esconde un tipo propio de vínculo con las capacidades mentales (sobre todo, capacidad de pensar emocionalmente y no solo racionalizar y capacidad para estar triste de forma transitoria), en particular las de elaboración, que son las que nos permiten un reajuste cotidiano y transformador de nuestra personalidad.

En este punto, quisiera plantear una pregunta abierta (es decir, que no responderé) sobre el tipo de sociedad en que vivimos, dado que por un lado estimula el éxito y la realización de objetivos, pero sus individuos son cada vez más frágiles y temerosos y se les pasa la vida sin haber podido apropiarse de sus actos. En este siglo, las personas “son”, pero no viven.

Para concluir, una reflexión. Porque pienso que aquí vendrá la pregunta del momento: “¿Y cómo hacemos para no temer al fracaso?”. Entiendo qué impulsa esta pregunta, se trata de la ansiedad. Por ejemplo, puede ser que hablemos de crianza y se proponga una idea sobre la función de los padres. Entonces no falta quien pregunte “¿y cómo hacemos para ser padres que…?”. O bien algo así ocurre cuando quien consulta por problemas amorosos pregunta “¿Y cómo hago para encontrar pareja?”.

Es tan sintomática esa pregunta que uno está tentado de responder “Dejando de preguntar cómo se hace para…”. Porque si queremos que algo ocurra, lo primero es saber que no hay acto que asegure un resultado y así como a veces no podemos hacer nada para evitar ciertas situaciones que nos toca vivir, tampoco podemos hacer mucho para que ocurran otras.

Lo primero es saber que no hay acto que asegure un resultado y así como a veces no podemos hacer nada para evitar ciertas situaciones que nos toca vivir, tampoco podemos hacer mucho para que ocurran otras

Si podemos disponernos. Volvamos al ejemplo de quien pide una pareja: en análisis puede ser que de repente empiece a hablar de otra cosa y en medio ese rodeo es posible que un día nos cuente que conoció a alguien. Esto es algo que descubrimos en psicoanálisis: la distancia entre la causa y el efecto. Porque sin duda un análisis se mide por sus efectos, pero para quien ya no espera resultados.

El efecto no es un resultado. Este último se planifica, se mide, se lo busca hacer ocurrir y, por lo general, no pasa. Los efectos, en cambio, están ahí –para quien quiera verlos y reconocerlos como retornos inevitables e inesperados. Cuánto menos queremos un resultado más aprendemos a orientarnos por los efectos y la ventaja de estos es que siempre muestran que no estamos parados donde creíamos. Además, los efectos nos muestran que para que algo ocurra es necesario algún rodeo, un intervalo de tiempo, prestarse a algo diferente a lo que se busca. 

Sin perderse un poquito no se llega a ningún lado. 

LL

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