Con la música a otra parte
Metió violín en bolsa, decían de aquellos que callaban, de a los que abandonaban la discusión con dignidad, de los que se iban con su música a otra parte. El argumento pudo haber tenido entonces la sonoridad de un violín. En el acto de enfundar primaba un evidente decoro que hoy resulta ajeno, casi insólito. En los tiempos que corren, la murga le gano la pulseada al cuarteto de cuerdas, y las discusiones se terminan a portazos. Son pocos los que enfundan, la mayoría empuña, apunta, dispara.
En estos días de invierno me encuentro trabajando sobre historias de violines y de esclavos, sobre la persistencia de aquel vestigio del barroco que acabó por convertirse en un ícono global. Pocos instrumentos han alcanzado la difusión del violín, ninguno que se le aproxime fue concebido con anterioridad. Se me ocurre que la banda de sonido acompañando el descenso del todoterreno Perseverance en la superficie marciana debería haber sido el Concierto para violín en re menor de Sibelius.
MI afición por el instrumento es reciente, y los aprecio en cualquier estado. No tengo preferencias por las debilidades stradivarias de los eruditos. Me conformo con mucho menos como por ejemplo con aquel objeto de madera y encordado de tripa de cordero made in Tennessee que tanto se parecía a un violín. Platón suponía que la creación surge a partir de la necesidad, y yo supongo que aquel no-violín hecho con madera de un manzano de los Apalaches debió de haber sido pergeñado con esmero por quien no podría pagar un instrumento hecho digamos, por italianos en Cremona, por alemanes a un lado u otro de los Alpes o por chinos de Pinggu. La necesidad también es madre de infinitas penas.
Y en eso andaba pensando cuando me tope en un banco de plaza con un mexicano arropado y muerto de frío. Javier buscaba el sol de invierno, esa prodigiosa luz. Su fisonomía delataba las áridas huellas del desierto de Chihuahua. “Hace cinco meses que vengo andando”, dijo. Por estos pagos son muchos los que pasan buscando el Norte, él lleva cinco meses andando. Le pregunté que pensaba hacer cuando llegase al norte, y Javier me dijo que morirse, pues. “¿Para que va uno al norte sino?”. Javier me cagó el resto del día. Dice Javier que ni su mujer ni sus hijos lo quieren porque que ya no sirve para trabajar. Dice Javier que nadie quiere a los borrachos y que quisiera que sus hijos lo quieran. Le pregunté si sabía tocar el violín. Sonrió y me dijo que ya no, que ya ni eso le queda.
La fecha de nacimiento del violín es incierta, algo así como la de mi abuela en Besarabia, pero muchos con-cuerdan que fue hijo de don Andrea Amati, natural de Cremona, y los que mejor afinan dicen que el advenimiento debió de haber tenido lugar alrededor de 1550, el mismo año en que se funda Acapulco. Me pregunto si Javier habrá visto el mar alguna vez.
A cambio del chocolate, los europeos nos regalaron el violín. Los más afortunados fueron los indígenas que aprendieron a palos a tocar Bach en las misiones jesuitas de América, después le llegó el turno a los mercaderes de New England y a los terratenientes de las plantaciones del sur de los Estados Unidos. Thomas Jefferson fue uno de esos terratenientes, autor de la Declaración de Independencia y fundador de la Universidad de Virginia. Hasta donde sabemos, Jefferson llegó a tener en sus manos al menos un Amati, y dicen que un Stradivarius. El primero esta a buen resguardo, al segundo todavía lo están buscando. Los violines son como las tijeras, caminan solos. Jefferson tuvo al menos tres hijos violinistas, Eston, Madison y Beverly Hemings, los tres fueron esclavos en su plantación. Me pregunto si los violines en los que aprendieron los hijos de Jefferson fueron como aquellos con los que se lucía el amo en tertulias deliberativas, o acaso eran como aquel objeto de madera y encordado de tripa de cordero made in Tennessee que tanto se parecía a un violín.
En los “clasificados” de la época denunciando la fuga de esclavos, sus dueños solían información detallada sobre el nombre, edad y altura del fugitivo, qué llevaba puesto, si sabía o no leer y que cómo iba vestido al momento de mandarse a mudar con la música a otra parte. En casi todos los casos, todos menos dos, cuando el fugitivo era violinista, también era carpintero. En un caso en particular, se menciona que Sambo también sabía construir violines. Me pregunto cómo serían los violines que producía Sambo, si acaso respondían al modelo europeo que habían introducido los jesuitas o si en cambio tenía el sabor popular de aquellas palomas de Nicolás Guillén.
Los esclavos que sabían tocar el violín formaban parte del inventario de pertenencias más valiosas en la plantación. Jefferson solía alquilar sus negros para amenizar casamientos y fiestas en plantaciones de otros terratenientes. En la transacción el músico se quedaba con alguna compensación, y no fueron pocos los casos en los que un esclavo llegó a comprar su libertad con los dineros habidos a fuer de desembolsar el violín. Entre estos últimos figuran Eston, Madison y Beverly Hemings hijos de Jefferson y la esclava Sally. Con el tiempo los tres acabarían emigrando al norte, como Javier. Madison murió en Ohio, Eston en Wisconsin, y de Beverly nada sabemos. Me pregunto a dónde irá a morir el mexicano que lleva el mapa de Chihuahua tatuado en jeta.
Ni bien afloje el frío me mando a mudar con la música a otra parte. Pienso ir a buscar las tumbas de los hijos de Jefferson, averiguar si alguien los recuerda y si quedan evidencias de su paso por la tierra. Con un poco de suerte encuentro algún violín que les haya pertenecido. Con un poco de suerte me cruzo con los hijos de Javier o con mi padre. Cuando me canse, meto violín en bolsa y me voy con la música a otra parte.
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