El fin del principio de no-represión: qué significa que Bullrich derogue la resolución 210/2011
“Se deroga el protocolo garantista de Nilda Garré”, con esta frase terminó la ministra de Seguridad Patricia Bullrich la conferencia en la que anunció un nuevo marco a la actuación de las fuerzas de seguridad frente a las protestas sociales, que abre múltiples vías para suprimirlas y reprimirlas, a la vez que ofreció protección e incondicionalidad para los policías que tengan que rendir cuentas por su accionar.
Así, Bullrich busca dar por cerrado un ciclo en el que la violencia de la respuesta estatal a las protestas sociales se transformó en un problema político central, luego de muchos asesinatos de manifestantes en los 90, y una escalada represiva que tuvo momentos máximos el 19 y 20 de diciembre de 2001 y el 26 de junio de 2002, con los homicidios de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Estas represiones quedaron directamente vinculadas con el final abrupto del gobierno de la Alianza en 2001 y el acortamiento del mandato interino de Eduardo Duhalde. El asesinato de manifestantes había marcado también el final de una serie de gobernaciones durante los noventa, por lo que la clase política tomó nota de que este era un escenario que se debía prevenir por aspectos éticos, sociales y políticos.
A partir de 2002, se intensificaron los debates acerca de qué debe y qué no puede hacer el Estado en los diferentes formatos de protesta: intervenir, dejar hacer, “reprimir sin sangre”, saturar, negociar. El llamado principio de no-represión tuvo variaciones. Pueden, sin embargo, reconocerse algunas constantes: la prohibición de portar armas letales y la habilitación de canales de negociación, como mínimo para acordar los tiempos y formas de la protesta y en los mejores para tratar los reclamos y demandas. No matar y dialogar.
La orden de Néstor Kirchner de prohibir la portación de armas de fuego en 2004 fue, sin dudas, un hito fundacional de enorme valor operativo y simbólico. Construir regulaciones para intervenciones estatales respetuosas de los derechos humanos en el marco de manifestaciones públicas fue un largo proceso que incluyó varias regulaciones internas de las fuerzas de seguridad y que atravesó gestiones e involucró incontables intercambios entre movimientos sociales, organismos de derechos humanos, funcionarios de seguridad, policías federales, gendarmería, prefectura, policía de seguridad aeroportuaria y la participación de sindicatos, en un sostenido proceso multisectorial. En este marco, entre 2003 y 2009, no se registraron casos de manifestantes asesinados por las fuerzas de seguridad federales. En 2007, el homicidio de Carlos Fuentealba, docente y activista sindical asesinado en una manifestación por la policía de la provincia de Neuquén, fue un caso que mostró la extrema disparidad de la violencia utilizada en esos años entre el gobierno nacional y algunas provincias. El período de mayor cantidad de protestas en democracia fue el que tuvo un menor nivel de confrontación y violencia en las calles y rutas.
En 2010, “la política de no represión” mostró serias inconsistencias políticas, especialmente frente a conflictos con otros actores, contextos y lógicas. La represión se dirigió contra pueblos originarios, grupos que demandaban vivienda y protestas sindicales. En 2010 hubo diferentes operativos de extrema violencia y homicidios, como la represión contra las comunidades Qom en Formosa y la toma del Parque Indoamericano en la Ciudad de Buenos Aires. Ese año, el homicidio del militante del Partido Obrero Mariano Ferreyra por parte de una patota sindical en presencia y con la protección de la Policía Federal también expuso el desgaste que había alcanzado esta política.
Esta puesta en crisis de la política de no represión fue el marco en el que se creó el Ministerio de Seguridad de la Nación (hasta entonces, era una secretaría del Ministerio del Interior) que tomó la actuación policial en las protestas sociales como una cuestión central. En la resolución 210/2011, más conocida como “los 21 puntos” el ministerio sistematizó y mejoró las regulaciones que se venían debatiendo desde 2002. Se nutrió del análisis de las causas en las que se investigaban represiones, de sus peritajes, del diálogo con los jefes de las unidades policiales y de gendarmería con experiencia de trabajo ante multitudes, de la experiencia internacional, de principios de regulación del uso de la fuerza. No era un marco idealista, sino un producto concreto del análisis situacional en el marco de una elaboración multisectorial. Establecía pautas para el uso de la fuerza, para la negociación, sobre las responsabilidades operativas y de control; consideraba la integridad de los manifestantes, efectivos policiales y terceros; regulaciones muy estrictas respecto de armas de fuego, munición letal y pistola lanza gases, así como sobre los agresivos químicos y municiones anti tumulto; establecía la obligación de identificación de agentes y vehículos, y disponía garantías para la actividad periodística y el registro de imágenes.
El desgaste de este abordaje se arrastra al menos hace 10 años ya. A pesar de algunos intentos y proyectos, nunca logramos una ley de no represión. La implementación de los criterios fue dispar y se fue debilitando desde entonces, con enorme intensidad durante el gobierno de Cambiemos.
El 1 de agosto de 2017, Santiago Maldonado desapareció luego de un operativo represivo completamente ilegal en el que la Gendarmería respondió a la orden de avanzar contra los manifestantes a como diera lugar: ingresó en el territorio habitado por la Pu Lof, persiguió a quienes cortaban la ruta, quemó las pertenencias de las familias, las amenazó. Setenta y siete días después, Santiago fue encontrado muerto en el río Chubut. Las responsabilidades por el operativo violento en el marco del cual Santiago Maldonado perdió la vida quedaron en segundo plano. El 25 de noviembre de ese mismo año, la Prefectura Nacional participó de un operativo con otras fuerzas federales, para reprimir la resistencia a un desalojo en tierras cercanas al Lago Mascardi. Dispararon armas de fuego y Rafael Nahuel fue asesinado por el impacto de esos disparos.
En agosto de este año, el militante y fotorreportero Facundo Molares murió como consecuencia de la represión de la policía de la Ciudad a una manifestación en el Obelisco. Estaba en la explanada de la Plaza de la República, los policías comenzaron a golpearlo junto a otros manifestantes, los aprisionaron contra el suelo. Molares se descompuso, no recibió asistencia aunque otros lo pidieron a gritos y murió. Sin embargo, este hecho ocurrido en el punto neurálgico del país fue ignorado como noticia en general y como muerte en una represión, en particular.
Hace muchos años ya que el debate público sobre la protesta social se ha desplazado de la responsabilidad política y policial a los límites de lo que pueden hacer los manifestantes. Se multiplican las vías de criminalización que persiguen el derecho a la protesta y a la organización social y política. Las campañas de Juntos por el Cambio y de La Libertad Avanza colocaron a la circulación como un derecho absoluto que no admite restricciones y es incompatible con el orden que proponen. Ayer Bullrich habilitó la represión, garantizó cobertura a los policías, amenazó a las organizaciones. La derogación de la resolución 210 de 2011 termina de arrasar el principio de no represión. Quita una ficha fundamental en un jenga ya muy fragilizado.
Marcela Perelman es Directora del Área de Investigación del CELS
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