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Opinión

Ucrania y algunos ataques injustificados a la izquierda

Ucrania sigue bajo fuego ruso.

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Permítanme comenzar con mucha claridad: Putin está invadiendo Ucrania. No es una guerra defensiva: el país agresor no había sido atacado ni era probable que lo fuera en el futuro inmediato. No es una guerra para proteger a los rusoparlantes de Ucrania, ni motivada por ningún motivo humanitario. No está claro que el objetivo final sea anexionar a Ucrania, pero sí, como mínimo, controlar sus decisiones futuras. Todo eso debe repudiarse enérgicamente. 

En todo el mundo la abrumadora mayoría de la izquierda ha repudiado la invasión. En Inglaterra, por caso, las manifestaciones contra la guerra las convocó Stop the War Coalition, una coalición liderada por conocidas figuras de centroizquierda (incluyendo el ala izquierda del laborismo representada por Jeremy Corbyn). Es la misma coalición que había convocado las multitudinarias marchas contra la invasión en Irak de 2003 y que se opuso a otras varias guerras desde entonces. Una línea de conducta que no han mostrado ni la derecha ni el centro del espectro político, que se oponen a las guerras y las ocupaciones según quién las haga. 

Como el FIT en Argentina, Anticapitalistas en España, Francia Insumisa, los sindicatos y agrupaciones de izquierda que organizaron la gigantesca movilización contra la guerra en Italia y cientos de fuerzas similares por todas partes, la coalición británica exigió la retirada inmediata de las tropas rusas y, al mismo tiempo, advirtió que la expansión de la OTAN en la región era parte del escenario del conflicto y que su retiro era necesario para alcanzar la paz. Nada que no sea de absoluto sentido común. Incluso la Liga Internacional Socialista de la propia Ucrania cuestiona hoy, mientras esquiva las balas rusas, el papel de la OTAN. Y ni siquiera es solo la izquierda. Desde hace décadas, también los académicos y los mejores analistas de seguridad que consulta el gobierno estadounidense coinciden en lo mismo: la expansión militar de la OTAN hacia el este, que no ha cesado desde 1999, pone en riesgo la paz. Las perspectivas de que se incluya a Ucrania y se lleven también allí bases y misiles estadounidenses son inaceptables para Rusia. Todo el mundo lo supo siempre. 

Es cierto que Ucrania todavía no firmó ningún tratado de membresía, pero también lo es que en los últimos años hubo múltiples señales de que se encamina a eso. En 2020 fue aceptada como “socio” de la OTAN y los estadounidenses estaban trabajando allí para adaptar la infraestructura bélica ucraniana a las necesidades de la alianza, por dar dos ejemplos concretos. Semanas antes de la invasión Putin pidió garantías a la OTAN de que no se instalaría en Ucrania y la respuesta de la alianza fue que seguiría avanzando lo que le diera la gana. Iniciada la invasión, la OTAN no se atrevió a entrar en guerra con Rusia, pero está enviando armas a Ucrania. En fin, no caben dudas de que es un actor que tuvo y tiene un protagonismo central en el conflicto. Y, lo que es más importante, también puede que esté en sus manos contribuir a ponerle fin si, como todo parece indicar, un futuro acuerdo de paz requiere que la OTAN renuncie explícitamente a sus pretensiones sobre Ucrania. Cosa que, dicho sea de paso, podría ya haber hecho y no hizo.

En fin, ninguna persona que realmente desee la paz podría omitir todos estos datos. Mucho menos podría hacerlo la izquierda. Y sin embargo, hay una campaña en curso para demonizar a la izquierda por atreverse a decir lo obvio. La sufrió justamente Stop the War Coalition en Inglaterra: el ala derecha del laborismo la atacó con furia por ello, en invectivas que incluyeron la mentira artera de que, por el mero hecho de mencionar a la OTAN, estaban “apoyando a Putin”. Literal. 

En la Argentina viene pasando lo mismo. La derecha y algunas voces progresistas han lanzado un insólito ataque en redes sociales y en la prensa contra la izquierda por su supuesto apoyo o justificación a Putin. No hay tal cosa. Es cierto que algunas voces individuales –algún intelectual, algún periodista, algún grupúsculo– intervinieron justificando la invasión o incluso apoyándola. También, que lo hicieron Nicolás Maduro, Daniel Ortega (a quien en verdad es discutible que corresponda considerar de izquierda) y alguna otra figura latinoamericana. Y es verdad que hay un número indeterminado de cuentas de twitter que defienden a Putin a cuento de un supuesto antiimperialismo. No está de más advertir, como lo han hecho algunos colegas, contra ese “antiimperialismo de los idiotas” dispuesto a bancar cualquier cosa que ataque o sea atacada por EEUU. Como si los enemigos de los enemigos fuesen inevitablemente amigos. 

No está de más, pero a condición de no involucrar al conjunto de la izquierda en esa crítica. Eso es precisamente lo que está ocurriendo. En el mundo real, fuera de Twitter, las expresiones de izquierda con algo de peso y relevancia sostuvieron muy mayoritariamente una clara condena a Putin. Sin embargo, hipervisibilizando esas voces minoritarias, se ha intentado echar sombra sobre el conjunto de la izquierda, a la que absurdamente se acusa de ser “pro-Putin”. 

Efectivamente, la campaña arrancó apuntando hacia “la izquierda” genéricamente. Luego de las protestas de muchxs de nosotrxs, algunos han recalculado el ataque, diciendo que le cabe a “sectores de la izquierda”, pero presentándolos como si fuesen mayoritarios o escatimando el dato de que son muy minoritarios. También por efecto de esas protestas pasaron de acusar de pro-Putin a cualquiera que ose referir a la OTAN a aceptar a regañadientes que es legítimo mencionarla como parte del cuadro. Pero todavía exigen que sea en una nota al pie de un texto académico y no en las proclamas públicas contra la guerra. Cualquier mención visible a la OTAN se convierte para ellos, ipso facto, en una “justificación” de la invasión. Hay que quitarla de la escena. Intervenciones como esas, además de partir de falsedades, tienen un efecto muy nocivo sobre el debate público. Contribuyen a estigmatizar a la militancia de izquierda y difunden visiones falsas o exageradas. Deben detenerse. 

El entusiasmo con el que se ataca a la izquierda es extraño. Especialmente que lo hagan con tanta pasión algunas voces progresistas. Después de todo, no tiene ninguna incidencia en lo que está pasando. La izquierda no está en el gobierno en ninguno de los países de Europa, ni en EEUU, ni en casi ninguna otra parte. Lo que diga o deje de decir poco importa a los que tienen el poder. La condena a Putin es muy dominante en la sociedad y en los medios de comunicación a nivel mundial. En la ONU, 141 países emitieron un repudio a la invasión, en una resolución solo rechazada por Rusia, Bielorrusia, Siria, Corea del Norte y Eritrea. No parece haber riesgo de que ese supuesto apoyo a Putin de la izquierda, que no es tal, ponga palos en la rueda de una condena ya instaladísima. 

¿Cuál es la urgencia para que haya personas progresistas cuya prioridad, a propósito de Ucrania, parece ser atacar a la izquierda? Leyéndolas en su conjunto, se hace evidente que sus intervenciones no están enfocadas en encontrar el modo de detener los sufrimientos de los ucranianos, sino en otra cosa. 

Lo de Ucrania aparece leído a través del prisma distorsivo del combate contra “el populismo”. En otro sitio expliqué ya los riesgos que conlleva aceptar que exista tal cosa como “el populismo”, esa entelequia fantasmal que forma parte del arsenal discursivo del liberalismo. Quienes imaginan que “el populismo”, por izquierda y por derecha, constituye la principal amenaza que pesa sobre las democracias, se embarcan en un patrullaje ideológico, a veces obsesivo, contra cualquier discurso o conducta en la que creen reconocer signos de esa desviación. Las críticas al liberalismo, el antiimperialismo, el rencor contra EEUU, el escepticismo respecto de los “valores de Occidente”, el aprecio por los pueblos originarios o las culturas no europeas, todo ello les huele a populismo y les enciende inmediatamente las alarmas. Cualquier cosa que se aparte de los cánones del liberalismo progresista aparece inmediatamente sospechado.

Es cierto que, por vía del antiimperialismo o del antiliberalismo, hubo trayectorias personales que llevaron de posturas de izquierda a otras francamente reaccionarias. No es del todo ocioso advertir contra esa posibilidad. Pero eso no es excusa para poner bajo sospecha todo lo que la izquierda significa.  

La izquierda ha sido clasista desde sus inicios. Aunque comparten la misma cuna –la Ilustración–, desde Marx en adelante identificó al liberalismo como la ideología del capital y ha antagonizado con él. Siempre ha sido internacionalista y es antiimperialista desde hace más de un siglo; por ello, con frecuencia ha señalado el sentido de superioridad étnico y la mentalidad tribal que están detrás de las loas a la “civilización Occidental”. Y desde que la OTAN existe, ha denunciado su papel imperialista y sus permanentes agresiones militares. 

Por supuesto, quienes estén descontentos con una izquierda así definida tienen derecho a promover redefiniciones. Pero sería mejor que lo hicieran sin difundir falsedades o exagerándole defectos. No hay ningún motivo para que, habiendo condenado con claridad a Putin, la izquierda participe en las presiones para que nadie vea las responsabilidades que le caben a la OTAN, la locura que significa que EEUU o Europa manden armas, el peligro del rearme alemán, las dobles varas de la prensa o el sentido de superioridad étnica “occidental” que resurge. La izquierda no sería izquierda si no denunciara también todo ello. 

Detener la carnicería que hoy se ensaña con los ucranianos requiere que veamos todo eso, junto con la agresión del ejército ruso. Parar la guerra es una cuestión lo suficientemente importante como para que no quede atada a otras polémicas.

EA

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