Campo de Herrera: el pueblo cooperativa que nació con las utopías de los 60, eligió no tener policías y en donde se cuidan entre todos
Los pueblos de la Argentina profunda se caracterizan por tener un pequeño centro en donde se destacan la iglesia, las oficinas públicas y la comisaría. No es el caso de Campo de Herrera, el pueblo tucumano que está 35 kilómetros al sur de San Miguel de Tucumán, que lo atraviesa una ruta y que nació y se desarrolló en las convulsionadas décadas de los años 60 y 70. A poco de su nacimiento y como resultado de una asamblea, los socios pidieron al gobierno provincial que retire el destacamento policial y así se hizo. “Aún podemos dormir con las ventanas abiertas, las puertas sin llave y caminar por las noches sin que nada nos asuste”, cuenta con orgullo Jorge Gramajo, hijo de uno de los socios fundadores.
Parece una utopía para estos tiempos poder vivir en una comunidad sin policías, sin que antes de salir haya que dejar todo bien cerrado y activar la alarma. El costo de vivir en el corazón de la urbanidad. “Soy hijo de uno de los fundadores de la cooperativa y no cambiaría por nada esta tranquilidad que aún tenemos. De vez en cuando alguien se porta mal, hay algún robo menor, pero aún así aquí se vive de otro modo”, reflexiona José Reinoso a elDiarioAR, mientras la ventana de la sede de la sociedad deja entrar los cantos de los quetupíes, celestinos y gorriones durante la mañana soleada.
Sucede que cuando se constituyó la cooperativa, en junio de 1967, se incluyó en el estatuto un artículo que prevé sanciones para los socios que cometan actos de indisciplina y alteren la paz del pueblo que entonces era de 900 habitantes. ¿De qué modo? Al infractor se le descuentan días de trabajo de lo que cobra por mes y van desde dos días a un mes. Y, se sabe, cuando el desorden afecta el bolsillo, duele el doble. Con los años esto desarrolló un estilo de vida basado en la autodisciplina y en el cuidado colectivo. Todos se conocen y hoy no son más de 3.200 vecinos.
El origen de todo
En agosto de 1966 el dictador Juan Carlos Onganía ordena el cierre de 11 de los 27 ingenios azucareros tucumanos que molieron durante la zafra de 1965: Santa Lucía, Santa Ana, San José, San Antonio, San Ramón, Los Ralos, Nueva Baviera, Esperanza, Mercedes, Amalia y Lastenia. También se decide intervenir los ingenios Bella Vista, La Florida y La Trinidad, en donde se pone a miembros del Ejército o allegados para su control. El decreto justificaba la decisión en “sanear la economía distorsionada de la actividad azucarera”. Con el tiempo se sabría que la decisión fue fruto del “lobby” de los dueños de las fábricas más importantes de azúcar del NOA para elevar el valor del producto. El cupo se concentró en manos de las familias Paz, Patrón Costas, Blaquier, Nougués, Sortheix y Prat Gay.
Esto provocó que de un día para el otro haya 50.000 nuevos desempleados y que en meses se produjera la migración más grande que registre la historia tucumana. Cerca de 200.000 personas viajaron a Buenos Aires en busca de trabajo y se instalaron en el cordón más pobre de la gran urbe, a donde llegaron en tren y con lo puesto.
Pese a la intervención, en el ingenio Bella Vista no cesaron las protestas y reclamos de los trabajadores de la planta y los obreros del surco cesanteados, a quienes se les debían varios meses de sueldo. El paro de actividades fue una constante hasta que sus dueños ofrecieron al Estado provincial pagar deudas fiscales con 2000 hectáreas de tierras. Estas, a su vez, para que llegaran a su fin las luchas gremiales que encabezaba la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA), debían ser vendidas por la Provincia a bajo precio a los 140 empleados que se quedaron sin trabajo. Las autoridades provinciales pidieron también que intervenga el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), con sede en Famaillá, por su cercanía con el ingenio, para que formule un plan de distribución de la tierra.
Encabezados por el director del INTA de entonces, el ingeniero agrónomo Roberto Fernández de Ullivarri, un equipo de profesionales del organismo concluyó que lo mejor era que las 2000 hectáreas se organizaran como unidad productiva asociativa y que no se parcelen para su venta a mejor postor. Nació entonces la idea de una cooperativa, iniciativa que se trabajó durante meses y en largas charlas con los obreros, cuyas edades promediaban los 45 años y tenía sólo la escuela primaria, con suerte. Una vida en los surcos. A Ullivarri se sumaron el antropólogo Santiago Bilbao y los técnicos Hugo West y Miguel Sarraceno.
“Ullivari era un desarrapado que andaba con sacos largos, comía con nosotros y estaba todo el día a la par nuestra, fue como un padre al que le debemos todo”, recuerda con nostalgia y con una sonrisa don Senen Demetrio Galván, 93 años, el último socio vivo de los primeros 119 que aceptaron constituirse en una asociación solidaria. El resto de los 140 quedó esperando un pago que nunca llegó. El 10 de junio de 1967 nació la Cooperativa Campo de Herrera.
Entre las primeras gestiones se cuenta la decisión de comprar las 2000 hectáreas que ofrecía el gobierno tucumano, atravesadas por la ruta provincial 302. Del total, 1000 tenían cañaverales de baja producción y en su interior había 116 ranchos precarios de la antigua Colonia Tulio del ingenio y puro monte tucumano. Las casas se distribuyen entre los socios y se toman dos créditos a siete años, uno con el Banco Provincia de Tucumán y otro con el Banco Nación (Plan Pro Agro) que se cancelaron en tres y cinco años. Con esos fondos se pagó la tierra y se compraron los ocho primeros tractores con sus implementos y carros cañeros.
La utopía
Ullivarri, cuya especialidad era mejorar la calidad de la caña, hizo reemplazar los cañaverales pobres por surcos de alto rendimiento, el cultivo creció también en extensión, se crearon huertas comunitarias para consumo propio y la crianza de vacas para obtener leche. En 1970 se incorpora una cortada de ladrillos, se construye la actual sede de la cooperativa, se mejoran los ranchos, a los que se les incorporan baños y duchas, inexistentes hasta entonces, y se establece la obligatoriedad de que todas las familias manden a sus hijos a la única escuela primaria de la zona que está sobre la ruta. Además, se crea un almacén de ramos generales para proveer de todo y a bajo precio.
El sistema de organización rindió frutos y pese a que las ventas de los productos se hacían de acuerdo a las reglas del mercado tradicional, la distribución de las ganancias era inédita -en partes iguales para todos los asociados- y el modelo comenzó a ser observado por las autoridades. Todo se debatía y se decidía en asambleas eternas, recuerda don Senen. Para asegurar la continuidad de los asociados, una vez que se jubilada el titular tenía el derecho de incorporar a un hijo a la organización pero esa necesario que sea mayor de edad. Por entonces, los técnicos ya habían avanzado más allá del asesoramiento para mejorar la producción agrícola.
De acuerdo a la historiadora Cecilia Gárgano, investigadora del CONICET, que hizo un trabajo sobre Campo de Herrera, los técnicos “incorporan un replanteo de los fundamentos de la extensión rural a nivel regional, influido fuertemente por los aportes del pedagogo Paulo Freire, a través de la incorporación de herramientas propias de la educación popular que comenzaban a cuestionar la idea de los agricultores como receptores pasivos y vacíos de conocimientos”. Por eso, recuerda José Reinoso, el equipo del INTA prácticamente vivía con ellos ayudando en las asambleas, en las nuevas formas de organización e impulsando las ideas de la sindicalización.
No pasaría mucho tiempo para que este proceso llamara la atención. En 1974, un año de alta intensidad social y política en el país, el antropólogo Bilbao y los técnicos West y Sarraceno comenzaron a recibir amenazas de la Alianza Anticomunista Argentina, la triste y peligrosamente célebre Triple AAA, el aparato parapolicial que alimentaban sectores del gobierno, la Policía Federal, las Fuerzas Armadas y del sindicalismo. Por denuncias anónimas, fueron arrestados ocho meses y liberados parten al exilio. Ullivarri fue trasladado al INTA Salta. Se cortó de cuajo el acompañamiento a la cooperativa.
Librados a su suerte
Con el golpe de Estado de marzo de 1976 el INTA abandonó por completo el asesoramiento a la cooperativa. “Fueron años muy duros porque a don Ullivarri lo mandaron a otro lugar y los otros técnicos fueron perseguidos”, señala Jorge Gramajo, uno de los socios encargados de la cortada de ladrillos que aún está en plena actividad. “Lo bueno fue que la forma de organización sobrevivió, nuestros padres lograron mantener ese espíritu, con mucho trabajo y sacrificio. Cuando era jovencito me fui a Buenos Aires a probar suerte pero luego de unos meses me volví, no hay como esta tranquilidad, la ciudad te come, no sos nadie”, reflexiona y hace silencio por unos segundos. Se emociona.
Con el regreso de la democracia algunos asociados se acercaron al INTA pero las autoridades del organismo decidieron dejar definitivamente el acompañamiento. A fines de los años 80 se destinaron varias hectáreas a la citricultura limonera y se probó con cultivos alternativos, como la frutilla. La hiperinflación durante el gobierno de Raúl Anfonsín (1989) y la crisis económica que provocó el estallido social de diciembre de 2001, le asestarían duros golpes a la cooperativa, sometida ahora a los avatares de la más dura economía de mercado, en la que los dueños de los ingenios y las citrícolas imponen sus reglas ante la falta de financiamiento.
Se cerró la proveeduría, se abandonaron las huertas, se vendieron las vacas, otros animales y la organización centralizó sus actividades en las producciones de caña de azúcar, citrus y la fabricación de ladrillos, en ese orden de importancia. “Se hizo muy cuesta arriba pero aun así el mensaje que nos inculcaron nuestros padres fue y es más fuerte que otra cosa. Sostuvimos la organización y para eso tuvimos que reducir también el ingreso para cada socio pero nunca nos faltó para comer y mandar los hijos a la escuela, nunca”, señala José Reinoso.
Los desafíos
El pueblo nació y creció con la ruta provincial 302 en el medio. La traza es uno de los accesos importantes a la ciudad de Bella Vista, ubicada 4 kilómetros hacia el este; mientras que hacia el oeste, a 3 kilómetros, se encuentra la autopista ruta nacional 38. También muy cerca está el municipio de Famaillá. Por eso, lo que rompe con la monotonía y la calma en Campo de Herrera es la permanente circulación de autos, colectivos y camiones. En el único almacén que da a la ruta, unos improvisados bancos apuntan hacia el pavimento, por eso de sentarse los vecinos por la tardes a beber algo mientras se mira quien pasa. Pura costumbre rural. Un nuevo lugar de encuentro es el cajero automático que se instaló en diciembre del año pasado.
Raúl Reyes es el actual presidente de la cooperativa y Adrián Mendoza, el vice, cuyo abuelo fue uno de fundadores. Este último, padre de un hijo de 17 años, admite que enfrentan varios desafíos. “Desde hace varios años nos cuesta acceder a financiamiento para lo más importante, que es preparar los campos con caña para tener un buen rendimiento. Esto implica que hay que comprar agroquímicos y otros productos antes de la zafra. Como no tenemos esos fondos, el ingenio al que le vendemos nos anticipa dinero de la futura compra pero con intereses de usura y así es escaso el margen de ganancia que nos queda. A esto hay que sumarle que el precio del azúcar arranca bien pero se cae con el incremento de la producción”, reflexiona. Algo similar ocurre con la venta de limones para fábrica y la elaboración de ladrillos, ambas actividades sujetas a los vaivenes de los mercados externos y e interno, agrega.
Por estas razones la cooperativa distribuye entre sus 101 socios actuales el equivalente a un haber mínimo, vital y móvil, es decir, alrededor de $ 45.000 por mes. Las zafras del azúcar y el limón casi se superponen y van de abril a agosto/septiembre, por lo que garantizar esa suma a cada uno no implica grandes dificultades; pero fuera de ese período la situación cambia y piden que el Estado tenga un financiamiento especial para este tipo de entidades. “Por esos altibajos no quisiera que mi hijo herede mi cargo en la cooperativa, nosotros vivimos con lo justo y no necesitamos más, aquí no se gasta mucho pero los chicos tienen el derecho a progresar. Esto nos preocupa para todos los jóvenes, en especial, para quienes están en la secundaria y tienen muchos sueños. Si aquí no pueden cumplirlos no podemos cortarles las alas”, admite, con algo de tristeza en su mirada.
Este próximo 10 de junio, Campo de Herrera cumplirá 55 años y resiste el paso del tiempo sin que se haya desnaturalizado la razón que le dio origen. Sus campos están entre los mejores de Tucumán y tienen una accesibilidad envidiable. No son pocos los empresarios que tentaron a los protagonistas de la utopía sesentista a que vendan esas ricas hectáreas pero hasta ahora se han encontrado con un no como única respuesta. El equilibrio financiero pende de un hilo y de su resolución dependerá el futuro del sueño que hizo realidad un puñado de trabajadores del surco, dueños de su propia tierra y su destino.
“El último mohicano”
Senen Demetrio Galván, 93 años, es el último socio vivo de los primeros 119 que fundaron la Cooperativa Campo de Herrera. Ocupa uno de los 116 ranchos que había adentro de las 2000 hectáreas que compraron entre todos. Está pegado a un cañaveral y en el patio desbordan los árboles con mandarinas, naranjas y limones. Vive solo pero su hijo, que tiene su casa en la otra punta del pueblo, lo visita todos los días. En la comunidad le dice “El último mohicano”, el nombre de un film de Hollywood de 1956 que tuvo una nueva versión en 1992 y la protagonizó Daniel Day-Lewis.
Alto, de manos grandes y curtidas por tanto trabajo rural, su mayor problema es el avance de una sordera que obliga a su interlocutor a tener que hablarle en voz alta, fuerte. “Fue muy duro cuando nos corrieron del ingenio Bella Vista, sólo nos pagaron un mes de sueldo, nada de indemnizaciones. Muchos amigos se desesperaron y viajaron a Buenos Aires. Con mi esposa decidimos quedarnos para que sea lo que Dios quiera. No teníamos nada, ni un peso”, rememora de esos viejos tiempos.
No para de hablar don Senen, los recuerdos se le mezclan con las palabras y se detiene unos segundos para que no se le amontonen en la garganta. Piensa y vuelve con otro hecho que se le quedó grabado para siempre en su memoria. No hay dudas que la cooperativa lo fue y es todo para él. “El ingeniero Ullivarri y su equipo fueron todo para nosotros, que lo único que sabíamos hacer era trabajar. Después de muchas reuniones firmamos para ser cooperativa y comenzamos. Toda la familia iba a los campos y hasta mis hijos me ayudaban por la tarde, cuando salían de la escuela. Comíamos lo que había porque éramos muy pobres, ni para un vaso de vino teníamos pero el ingeniero estaba con nosotros”, recuerda y se sonríe.
Su relato es más intenso cuando cuenta que a los pocos años Ullivarri llamó a una asamblea y les informó que ya tenía la documentación, se había saldado la deuda con la Provincia y la propiedad colectiva les pertenecía. “Qué alegría, nos abrazamos entre todos porque trabajamos duro, muy duro. Todo tiene un premio y dos años después nos pagaron aguinaldo y vacaciones dobles porque teníamos una excelente caña. Se peleaban los ingenios por comprarnos. Junté plata y pude ir por primera vez con mi esposa a Buenos Aires a visitar a familiares”.
Cuando se le pregunta qué es Campo de Herrera en su vida, no dudó ni un segundo. “Es como mi familia, tuvimos momentos malos y buenos, pero nos cuidamos entre todos. Algunos no entendieron y se fueron pero los que aguantamos y nos quedamos fuimos felices, vivo tranquilo”.
DC
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