La pobreza bajo el diluvio: el temporal castiga a vecinos de villas y personas en situación de calle
A la distancia, parecen várices en el cielo. Así describe Ángel Espíndola, de 36 años, a los relámpagos que ve desde la entrada de un edificio en desuso sobre Avenida de Mayo y Piedras, en el centro porteño, donde duerme y se refugia de la lluvia. “Me despierto con los truenos a la madrugada”, dice Ángel. Está en situación de calle desde hace diez años. Su familia, cuenta, vive en San Fernando, en la zona norte de Buenos Aires. Tiene una hija, Lucía, en Pilar que ve poco. Es miércoles y apenas llovizna. Según un informe del Servicio Meteorológico Nacional (MSN), sólo el martes cayeron más de 130 milímetros de agua, el equivalente a la cantidad de precipitaciones que suele haber para todo el mes de marzo en la ciudad de Buenos Aires. Pero a Ángel esto parece no importarle. Está sentado, ahora, sobre México y 9 de julio, fumando un cigarrillo. A su derecha, una bolsa blanca con un termo y un mate. A su izquierda, otra con cartón y aluminio, materiales que junta y vende. “Con el mate caliente y la bolsa llena para vender, estoy tranquilo”, dice.
La lluvia, cuenta, no le molesta. Los truenos, por otro lado, lo estremecen. “Me perturban”, señala Ángel. Prefiere estar solo que compartir “una ranchada”. “Muchos no están bien de la cabeza y es para problemas”, cuenta el joven. Tampoco le gusta dormir en los paradores del Gobierno porteño. “Hay muchos robos y maltrato”, dice. Esta parte de la ciudad, explica Ángel, tiene edificios antiguos con toldos amplios. “Apenas me mojo”, dice. Aún no lo sabe, pero por la noche “las varices en el cielo” tronarán de nuevo. La lluvia no da tregua. La calle tampoco.
Los ladridos de Tiburón, el perro de Diego Príncipe, de 49 años, son constantes. Diego levantó un pequeño refugio con bolsas de consorcios y otros materiales en Chile y 9 de Julio, una carpa rudimentaria sobre la vereda que le da cierta privacidad a la hora de acostarse. Duerme en esta parte del centro porteño con Andrea, su pareja, que ahora descansa adentro. “Debe haber pararrayos en los edificios porque es verdad que se escuchan mucho los truenos”, aclara Diego. Pasa sus noches a la intemperie desde hace tres años.
El Gobierno de la Ciudad, cuenta, le había gestionado un subsidio habitacional en un hotel familiar, pero la convivencia con el resto de los inquilinos lo “expulsó” de nuevo a la calle. “Son lugares de muchos quilombos”, explica. “No podes juntar a personas con tantos problemas en un mismo lugar”. La lluvia lo incomoda, pero solo en invierno. Con esta temperatura, dice, hasta le resulta “agradable”. Los vecinos, además, suelen asistirlo cuando le falta algo. Sobre todo con Tiburón, su mascota. “Lo cuidan como si fueran suyo”, cuenta. Desde el año pasado, Diego ve cada vez más personas durmiendo en la calle. “Soy respetuoso con lo que hace el Gobierno para ayudar, pero a veces uno está mejor solo”, señala, en referencia a los paradores estatales. Ahora Diego se sienta sobre una silla azul. Tiburón se acerca hasta su regazo. Mirar la lluvia y esperar. Junto a su perro y su compañera. A veces, no se puede hacer otra cosa.
La cifra récord de lluvia, explica el SMN, no se registraba desde 1994. Y afectó especialmente a barrios de como Mataderos, Villa Soldati y Barracas. Los mismos tienen una misma problemática dentro de la ciudad: un reclamo constante por la urbanización.
El museo de las “obras inconclusas”
Son cuatro. Ya no están. Fueron desaparecidos durante la última dictadura militar. Pero hay un recuerdo. Un legado que siguieron otros. Un libro de actas escrito y firmado por vecinos a mano. Una página amarillenta, fechada el 3 de julio 1985, que dice: “Siendo las 23.30 ha empezado la reunión en el galpón. Contando con presencia de los vecinos del barrio se trató de la colocación de los barrios de la obra sanitaria que falta terminar. También el problema de luz y la visita del consejero vecinal don Roberto Sposto”.
Treinta y nueve años después de ese escrito, en el Museo de la Memoria que funciona en la casa de Lola Cohoner, en la villa 21-24 de Barracas, los problemas urbanos del barrio son los mismos. O peores. “Mis padres integraron uno de las primeras juntas vecinales que se dedicaban a tratar de urbanizar la villa”, cuenta Lola, de 38 años. Lola, junto a otros compañeros, juntaron todos los libros de actas y documentos referidos a tratar el acceso de los servicios públicos. La primera junta estaba integrada por cuatro vecinos desaparecidos por el terrorismo de Estado. La segunda, la de sus padres, continuó ese camino. “Hoy nos toca a nosotros seguir el reclamo”, dice Lola.
La lluvia de los últimos días afectó drásticamente al barrio ante la postergación histórica que sufren los más de 100.000 vecinos de la 21-24, ante el freno de las obras fluviales por parte del Gobierno de la ciudad. “Las obras que empezaron taparon las bocacalles”, señala Alejandro Rivero, comunicador popular del medio digital Mi ciudad: la 21-24. “Y cuando se cortó el presupuesto del gobierno nacional, los obreros se fueron, pero no destaparon las bocacalles, haciendo que las calles y las casas de los vecinos se inunden”, remarca Rivero.
Otro de los conflictos urbanos es el precario tendido eléctrico en las viviendas de una de las villas más grandes de la ciudad. El Juzgado de Primera Instancia en lo Contencioso, Administrativo y Tributario Nº 4 le ordenó recientemente al gobierno porteño que presente “el proyecto eléctrico adecuado para solucionar las falencias y peligros del deficiente servicio de electricidad existente en el Barrio 21-24 de Barracas”. La orden dispuesta incorpora, además, la participación ciudadana.
Desde 2007, los vecinos denuncian la grave situación de riesgo eléctrico que ya tuvo consecuencias fatales, como la de Gilda Olmedo Cañetes, quien murió electrocutada en 2018. Se reclama al Estado que tome “medidas integrales” para garantizar la calidad y seguridad en la prestación del servicio. En el Museo de la Memoria de las “obras inconclusas” de la casa de Lola, el tiempo parece que no transcurrió.
Sandra Torres no recuerda haber vivido una inundación como la del martes pasado. El agua en su casa ─una precaria vivienda a la cual se llega a través de un pasillo tan angosto que entuba la visión─, le llegaba hasta los tobillos. “Con mis tres hijos salvamos lo que pudimos y nos pusimos a sacar el agua con baldes”, recuerda Torres, que trabaja como ayudante de cocina en algunos comedores del barrio. “Con otros vecinos, destapamos las cloacas, pero es lamentable vivir así”, cuenta ella. “Es el sufrimiento de los pobres”, remarca. El olor a humedad impregnado en las paredes de la casa aún persiste. “Nos cuesta hasta respirar”, confiesa Torres. Una comunidad entera que lucha por el acceso al agua en los hogares y una vecina que pone el cuerpo para sacarla de su casa en baldes. Una postal actual de la crisis de urbanización.
Dagna Ahiba, de 52 años, no cerraba por un día completo su comedor comunitario desde hacía 12 años, ni siquiera en la pandemia. El martes, cuenta acongojada, lo hizo. “En mi casa, donde funciona el comedor, la lluvia se filtró tanto que goteaba por la llave de luz”, detalla Dagna. “No quería poner en peligro a mis compañeras, así que decidí cerrar”, agrega. Además, cuenta la referente del comedor popular, si abría las puertas, la gente iba a acercarse igual. “El hambre no sabe de peligros. Muchos vecinos iban a venir con sus hijos y por esta misma manzana hay pozos ciegos por cloacas que no se terminaron”, explica Dagna.
“Nací y me crié en este lugar. Me da mucha impotencia que, como ciudadana porteña, el gobierno discriminé a la 21-24. Pagamos los mismos impuestos que otros barrios. ¿Por qué siempre los que salimos perjudicados somos nosotros, los de la villa?”, se pregunta la cocinera, mientras hunde sus dedos en una bola de masa.
Maximiliano Malfalti tiene 47 años y es maestro del profesorado ‘Pueblos de América’, uno de los centros educativos del barrio. Tras el temporal, decidieron suspender las clases para el resguardo de sus alumnos. “Consideramos que la educación debe ser situada y entendemos el riesgo que significa para los alumnos salir bajo la lluvia con los precarios tendidos eléctricos en las calles”, explica Malfalti. La diferencia de su enseñanza con otras instituciones, explica, es la posibilidad de continuar las clases de forma virtual. Sobre esto, el maestro detalla: “La pésima conectividad del barrio y la de los chicos, no permite ese tipo de interacción. Por eso tenemos mucho en cuenta las variables, como la tormenta, en nuestros programas. Nos adaptamos”, señala el maestro. Bajo la lluvia fina, al lado, un cartel del ahora recortado Fondo de Integración Socio Urbana (FISU) de la gestión anterior celebra la inauguración del edificio educativo. “Vemos a la lluvia como una metáfora de lo que se viene con el nuevo gobierno”, finaliza Maltalti.
Los ojos del Padre Lorenzo “Toto” De Vedia son muy, muy azules. El párroco, integrante de la agrupación “curas villeros”, dice que la lluvia pone de manifiesto dos cosas. La primera, es la desidia estatal histórica en la 21-24. La segunda ─abre los ojos grandes el padre Toto─ es la unión y solidaridad vecinal. “En estos contextos, se demuestra la grandeza de los barrios populares. Vecinos colaborando con otros aun sufriendo pésimas condiciones”, explica De Vedia.
El referente religioso del barrio apuntó a la gestión de Juntos Por el Cambio por las obras no finalizadas. “Nunca se realizó la integración socio-urbana como corresponde. Las villas están desconectadas del resto de la ciudad”, puntualiza. Por eso, para la próxima marcha de la memoria del 24 de marzo, junto a otros curas villeros, quiere rendirle homenaje a todos los clérigos que “lucharon” por el barrio y su urbanización en “los contextos más hostiles”.
Atardece en la 21-24 y la lluvia no amaina. Lola Cohoner regresa a su casa empapada. Si hoy tuviera que llenar el libro de actas de la junta vecinal del barrio, como lo hicieron su padre y otros vecinos hace 39 años, podría escribir que “hoy, miércoles 13 de abril del 2024, todo sigue, más o menos, igual”.
FLD/DTC
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