Una manera de estar juntos
Cuando era chica, las noches de Pesaj eran para mí las peores de todas las noches, las peores de todo el año; digo las noches porque en mi familia ortodoxa, encima, casi siempre celebrábamos dos. Hay razones obvias, y que no son muy distintas de las que tienen los criados católicos para odiar la misa: educar a los hijos en cierta obligación religiosa es una forma eficaz de meterla en el inconsciente, es cierto, pero no son pocos los casos en los que es una estrategia igualmente exitosa para que la odien. Pero había más cosas. Con los años entendí, por ejemplo, que el séder de Pesaj era el único momento del año en que se quebraba por un rato el matriarcado silvestre de mi familia: el único momento del año en que escuchábamos o fingíamos escuchar a mi abuelo en silencio. Ese simulacro de familia normal del que él gozaba con descaro, que le encantaba alargar, y convertir en un momento lo más vertical posible: disfrutaba de que tuviéramos que esperar que terminara su discurso para comer, de ser el que decidía cuándo y cómo hacíamos todo. Séder significa “orden”, en hebreo, y en la noche de Pesaj las cosas tienen un orden: en la noche de Pesaj todos los judíos hacemos lo mismo, a la misma hora, en el mismo orden. Así lo explico yo hoy cuando oficio un séder de pesaj: el orden no como una instancia de disciplina sino como una forma de coordinación, como una manera de estar juntos, no como una persona que le dice a otra lo que tiene que hacer sino como dos personas que quieren ir juntas al cine y entonces eligen un lugar y una hora para encontrarse. Mi abuelo no lo explicaba así.
Dije la palabra simulacro, también, porque esa era la otra cosa que claramente me enloquecía de chica y sobre todo de adolescente; los adultos funcionales entendemos perfectamente el valor o la necesidad de convivir con una cantidad respetable de mentiras, pero los adolescentes no toleran la falsedad, y yo no era más original que nadie en mi lucha teen contra el caretaje. Me molestaba el simulacro de debate y conversación, que mi abuelo hablara de la apertura y la riqueza de la discusión talmúdica cuando las preguntas que se podían hacer eran restringidísimas, casi guionadas, y cuando la única forma de la conversación que él conocía era la de “enseñar” lo que sabía.
Derramo todo este veneno porque quiero y puedo, y porque es una especie de explicación que necesito dar para que nadie se crea —como si le importara a alguien más que a mí, como si alguien me estuviera mirando, pero bueno, no me juzguen: ese es el pacto ficcional de tener una columna— que organizo sedarim de Pesaj porque me importa Dios o me importa el judaísmo. Es una excusa para juntarse, como cualquier otra fiesta, pero es otra cosa, porque si no podríamos hacerlo sin circo, y cuando organizo sedarim la gracia es que haya siempre un poco de circo, diez minutos aunque sea, las velas, el vino, la matzá, esconderles el afikomán (un pedazo de matzá) a los chicos para que lo busquen y se ganen algo, alguna cosita más. Un poco pienso que es una especie de venganza, buscarle algo verdadero a eso que me daba bronca por trucho: juntarse con gente que no tiene ninguna obligación de estar ahí ni de juntarse entre sí, disfrutar de la curiosidad genuina de los que no crecieron con eso ni van, efectivamente, a tener tantas noches que sean distintas de todas las noches a lo largo de sus vidas.
Una amiga me cuenta de su adolescencia católica, que yo jamás había oído, conversaciones que aparecen siempre que traés la religión a la mesa. Hablamos sobre las diferencias entre el cristianismo y el judaísmo, la cuestión del sexo, el pecado y el infierno. Ella me habla de esto de que en el judaísmo no existe el infierno, que no es estrictamente cierto pero es más o menos cierto, al menos no tiene demasiado importancia: me dice que le gusta eso, creo que incluso me dice que lo agradece. A mí el judaísmo me parece tan reaccionario y sexista como cualquier otra religión de las que conozco, pero no digo eso hoy, me parece que no hace falta: reconozco sinceramente que tanto lo bueno como lo malo en el judaísmo, en general, suceden en este mundo y entre personas, los castigos, los perdones, todo en carne y hueso y entre personas. Dios no es generoso con todos nosotros pero al menos no te dice que no importa ser pobre en esta vida si en la venidera serás rico. Le reconozco eso, a Dios digo.
Otro amigo quiere que diga las bendiciones en español, así las entienden; le contesto que así es aburridísimo y le muestro las traducciones en mi hagadá. Me doy cuenta al decir las bendiciones de la artificialidad de la situación en la que el pater familias (que en este caso soy yo) hable y todos escuchen. Nunca había notado, aunque ya un poco lo conté hablando de mi abuelo, que esa es la ficción más poderosa que pone en acto el séder y en general nuestras ceremonias religiosas, todas coordinadas por el dueño de casa al que hay que escuchar y contestarle. Yo estaba tan acostumbrada de chica, a esos ratos largos de escuchar en silencio, que ni siquiera había pensado en el formato, solo pensaba que si me cayera mejor mi anfitrión sería más divertido. Pienso en el séder que me queda (organicé uno para el viernes a la noche con adultos y otro para el sábado más temprano con mis amigas y sus hijos) y pienso en eso, en buscarle la vuelta para que los chicos no tengan que escucharme a mí a hablar, ver cómo contarles la historia de la salida de Egipto (que es verso, pero de los versos que nos gustan, no mentira sino ficción) sin tener que generar esa disciplina del silencio, lograr que de alguna manera ellos también me cuenten algo a mí; no tiene por qué resultarme fácil, yo no soy mi abuelo pero practico otras formas del egocentrismo y quizás por eso me interesa este mini trabajo personal que me inventé con Pesaj. Supongo que se trata de eso, de esa esperanza de reciclaje, de hacer con lo que me tocó algo mejor que lo que siento que hicieron conmigo.
TT
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