Qué leer
Animales de compañía, un libro que logra que seamos parte de una realidad nueva, de una música nunca antes oída
La primera vez que leí Animales de compañía, de Sonia Budassi fue en el marco del Concurso del Fondo Nacional de las Artes cuando fui jurado junto a Mariana Travacio y Gustavo Nielsen. Lo que sentí mientras lo leía y más cuando llegué al final, fue que quería abrazar a la persona que lo había escrito y decirle gracias. Eso fue lo que les dije a Mariana y Gustavo cuando llegó la hora de las definiciones. A ellos les había pasado algo parecido. No hubo ningún tipo de discusión, todos coincidíamos en que este era el primer premio por unanimidad. Y la segunda vez que lo leí, para preparar esta presentación, fue mejor que la primera porque empecé a descubrir simbolismos y líneas de análisis, ese río subterráneo que está en los buenos libros, que en la primera lectura había intuido, pero no había profundizado. Por todo esto, me pone muy feliz comentar este libro.
En una entrevista Rulfo afirmó que cada uno de sus cuentos tenía la extensión de una novela y que él iba limpiando, sacando, puliendo hasta lograr un equilibrio entre lo dicho y lo sugerido y, en ese proceso, usaba de manera inteligente la economía de recursos sin vaciar el cuento de su potencial de universo completo. ¿Por qué digo esto? Al igual que con los cuentos de Rulfo lo que, para mí, sucede con los cuentos de este libro es que cada uno de ellos son universos en sí mismos, los leemos y no necesitamos más porque una vez que ingresamos al cuento, ya no queremos salir, tenemos todo lo que necesitamos ahí, tenemos la magia, aunque suene cursi la palabra. Porque ¿no les parece mágico que estos símbolos artificiales que son las palabras se transformen en nuestras mentes en algo que tiene vida? Pero claro, no siempre sucede que un libro logre que seamos parte de una realidad nueva, de una melodía nunca antes oída. Pero cuando pasa, como en el caso de este libro es asombroso, ah…yo agradezco la magia.
Y también valoro muchísimo cuando esos universos me están contando algo más que una historia bien narrada, o gramaticalmente bien escrita. Cuando hay visceralidad, cuando la mirada está corrida, cuando se obliga al lector a caminar por el borde, a cruzar los espacios de lo incierto. Y Sonia ya plantea este corrimiento desde el título: Animales de compañía. Uno se pregunta, ¿quiénes son esos animales? ¿Animales humanos, animales no humanos? ¿Realmente nos estamos acompañando unos y otros? ¿El ser humano encontró en estos compañeros ajenos al lenguaje articulado, en estos animales no humanos, una forma de explicarse, un factor de alteridad con y contra el cual nos definimos?
Animales de compañía acompaña estas preguntas, y las lleva hasta sus límites: la línea que enlaza el libro es la presencia, a veces explícita, a veces subyacente en las palabras de los personajes, a veces presente en nuestra propia animalidad, de mascotas, de animales salvajes, insectos, animales encarnados en peluches y animales humanos. Esta diversidad de animales tienen un claro lugar en la trama y al mismo tiempo significan metafóricamente. Traen a la superficie pistas para descifrar lo que Ricardo Piglia llamó “la historia secreta”, al desentrañar la doble cualidad de un buen texto, que mientras presenta en primer plano una historia, cuenta en verdad otra que requiere del lector para emerger, el río subterráneo del que les hablaba al principio.
Para descubrir la historia secreta es necesario que el lector se involucre y encuentre esos tramos que articulan el libro. Creo uno bastante claro es el de la soledad. En este libro hay nueve versiones de la soledad, aunque el título sea Animales de compañía hay historias de abandonos, destiempos, desencuentros, miedos, decepciones, traiciones. Estos temas están tratados a veces a través de la ironía, el sarcasmo y la mordacidad y creo que este es uno de los grandes aciertos del libro porque le da otra dimensión a la lectura. Quiero leerles un párrafo corto del cuento “Salvar el mundo”, donde una militante por los derechos de los animales no humanos, afirma: “Las acciones conjuntas con otras organizaciones son puntuales: con los veganos contra los mercados de carne, performances con actores disfrazados de vacas y ovejas frente a carnicerías; en las puertas de karaokes, cines y discotecas, proyecciones de cómo sufren las gallinas ponedoras; muestras de arte con desechos de fábricas capturados en apestosos riachuelos urbanos y en los más fotografiables canales medievales de turísticas aldeas europeas; proteccionismo animal si se encalla una ballena, ataques a buques pesqueros; liberar delfines y especies lindas –en el fondo del mar seres primitivos de aspecto monstruoso mueren sin que generemos por ellos ninguna piedad: soy la única que lo dice”.
Me interesó especialmente cómo, en algunos cuentos, Sonia trabaja con la idea de la estética de los animales y a partir de allí genera una fuerte crítica social. Salvar especies lindas y admirar a los humanos con belleza hegemónica. Es notable cómo algunos personajes femeninos están atrapados en esta red de violencia estética, de exigencias y disciplinamientos sociales del cuerpo. Por ejemplo, en el último cuento “La gran muralla” la protagonista dice: “Lo bueno viene en frasco chico.” Crecí escuchando eso, pero yo un metro ochenta y corpulenta, “huesos grandes” decía mi abuela, grandota como yo. Gorda ante las miradas masculinas, siempre impiadosas, exigentes, tiranas. Una mongola latinoamericana de las estereotipadas series históricas on demand y del cine que nunca llega al Oscar pero sí a Sundance: aun sin ser obesa, desubicada en los talles frecuentes de ropa, zapatos y guantes de goma para lavar“, y más abajo: ”¿Qué haría esa chica rubia altísima y anoréxica, belleza tan canónica, con mi poncho de lana comprado a una criadora de llamas en Santiago del Estero si tomara la vida de mi valija? ¿Se convertiría en tejedora de un colectivo indígena organizado o en gerenta de marketing para esos productos, vendiéndolos a marcas de lujo con sello autosustentable?“. En el cuento Kilómetros de distancia leemos lo que genera el privilegio de la delgadez y la meta que nos imponen y nos imponemos hacia ese objetivo que siempre es dolorosa. Les leo lo que dice la protagonista de los carteles que escribía su hermana: ”Orgullosa de haber aprendido a leer, yo los observaba al detalle, los releía: “Gorda, no comas”, “¡Chancha!”, “¿Estás por darte un atracón? ¡Hay que parar!”. La lectura me provocaba un malestar en el esternón. Esternón suena a una mala palabra; lo mío es el dibujo, y la forma de ese hueso es fea, no dan ganas de ilustrarlo. Nunca supe si esa didáctica era parte del tratamiento para adelgazar u obra de su ingeniosa invención. Luego se convirtió en una flaca espléndida; esa apariencia que inspira a las adolescentes a obsesionarse con lograrla para sí a cualquier precio. Su cuerpo, más viejo que el mío, se me volvió envidiable“. Estos fragmentos, y otros del libro, me remitieron a dos frases de Naoimi Wolf que dijo: ”una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de éstas“ y que ”la dieta es el sedante político más potente de la historia de las mujeres“. Acá está el desplazamiento también, habitamos cuerpos con los que nunca estamos conformes, donde siempre vamos a sentirnos desalojadas.
Siguiendo esta misma línea, pareciera que los personajes no terminan de encajar, no encuentran su lugar, tienen la identidad desplazada. Al igual que a los animales, a los seres humanos también nos alejan de nuestro hábitat, uno que jamás conocimos ni conoceremos y que igual extrañamos. Ese lugar de perfección y felicidad absoluta al que nuestra cultura quiere que lleguemos: la casa ideal, la familia ideal, el departamento ideal, la pareja ideal, el viaje ideal. Y es por eso que como nunca vamos a alcanzar esas utopías seguimos caminando, incansablemente. Es por eso que este libro nos propone muchos tipos de viajes: en auto, en colectivo, viajes a China, mudanzas, y viajes simbólicos, como puede ser el viaje al fin de una relación, como si al estar en un movimiento continuo los personajes se distrajeran de su propia precariedad. Como en el primer cuento, Kilómetros de distancia, donde una familia viaja en un auto, y hay un conejo de peluche, un muñeco hecho de materiales que no le dan estructura, blando, rompible que lleva la carga simbólica (según mi lectura) de la enfermedad del sobrino de la protagonista y de una profunda desunión en una familia, que cada uno está a kilómetros de distancia del otro, que en este viaje que intenta aferrarse a cálculos, seguridades, datos estadísticos para evitar pensar en que, a veces, no se puede controlar nada.
Animales de compañía es, también, una travesía para descubrir la escritura de Budassi y, a instancias de eso, a nosotros mismos, a nuestra propia humanidad. A nuestras mezquindades, nuestros terrores, los modos perversos de engañarnos a nosotros mismos y a los demás, los extremos en los que caemos. En esa comunión entre el lector y el autor hay un sentimiento ambiguo donde hay espacio para preguntarse por la propia identidad, por la propia animalidad. Y es ahí donde sentimos que Sonia mete el dedo en la llaga, pero no te importa porque sabés que lo está haciendo con la lucidez y la habilidad de una alquimista que conoce el peso específico y la potencialidad de cada palabra. Un buen ejemplo de esto es el cuento “El perro te mide pero vos tenés que mostrarle quien es la autoridad” donde escuchamos la voz de aquel hombre en el hospital lejos de su perro, y es una voz tan bien trabajada, que aunque quizás no conozcamos a alguien así, con esa problemática y con esa cadencia, aparentemente rústica, pero extremadamente perspicaz, sabemos que esa persona narrada es real, existe porque sentimos su dolor, sentimos la desesperación y el aroma químico y deprimente de los hospitales y nos tocamos la pierna, pensando, ojalá nunca me pase lo que le pasa a este señor. Estamos ahí con él. Igual sucede con la cercanía que Sonia Budassi logra en el cuento “Mapas de relación” donde el vínculo con un gato nos puede mostrar el reverso de los sueños, de las relaciones, donde las vidas están rotas, pero se hacen esfuerzos desesperados por unir los pedazos.
Para lograr esto Sonia se toma su tiempo. Deja que las situaciones crezcan, de a poco, sumando de a uno pequeños eventos, fragmentos, detalles irónicos y certeros como fotos que van agregando capas sentimentales. Hasta que aparece el estallido o la revelación. Como en el cuento “Capacidad de adaptación” que es un recorrido muy gracioso y también desesperante de una pareja que busca departamento y termina con una imagen potentísima que connota tantas cosas. Y justo cuando pareciera que no hay nada más para contar, Sonia se anima a dar un paso más y lanza al lector a caminar por el borde del abismo como en el cuento “La velocidad del alacrán” donde hay silencios que son peores que un nido de alacranes.
La presencia de lo animal nos recuerda que la existencia consiste en lo inesperado, lo brutal de las identidades fragmentadas, aquello que nos sacude con impiedad y tristeza, con la herida y el dolor y también con la alegría y mordacidad. Y mientras leemos sabemos que esa es la mejor forma para que la llaga cicatrice, porque Sonia lo resuelve con la belleza de la escritura certera. Es como la cauterización: quema pero cura. Por eso no nos extraña que, a pesar de haber sido marcados, incinerados por dentro, al terminar Animales de compañía el sentimiento sea de felicidad. Es el efecto que depara un hallazgo literario.
AB
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