El año en que fuimos cristianos
“Eso es una mierda: Bernstein es un hijo de puta”. La voz es la de Richard Nixon y está grabada en las cintas del FBI. Las conversaciones del presidente con sus asesores de la Oficina Federal de Investigaciones tenían que ver con una cuestión nada sencilla. Y es que el “hijo de puta” iba a inaugurar el nuevo Kennedy Center con una obra encargada por la propia Jackie, la viuda del primer presidente católico de los Estados Unidos. Una misa. Una misa escrita por un judío, homosexual y comunista. Una obra “irreverente y antibélica”, según los análisis de los agentes federales. “Pieza teatral para cantantes, actores y bailarines”, era el subtítulo de la composición que se estrenó el 8 de septiembre de 1971. Nixon no fue.
En la crítica publicada por el New York Times, Harold C. Schönberg decía: “Es una misa show-biz. Es la obra de un músico desesperado por estar en onda. Y, en efecto, esta misa está en onda esta semana. Pero, ¿qué hay del próximo año?”. Algo del Stravinsky de Las bodas, una de las más bellas canciones pop incluidas en una obra “clásica”, el jazz y las comedias musicales. También la idea de caos de las sinfonías mahlerianas, un coro amplificado, una cinta cuadrofónica, un tenor, algún ritmo de mambo, orquesta, batería, guitarra y bajo eléctrico y un crucifijo roto en pedazos. Y, lejos del último lugar en importancia, una frase como “cualquiera que odia a su hermano es un asesino”, mientras arreciaban las noticias (malas) sobre Vietnam y no paraban de llegar las bolsas con cadáveres y las temidas cartas entregadas en mano por gente de uniforme. Todo eso en una misa que intercalaba textos del ordinario con otros escritos por el propio Bernstein, por el libretista Stephen Schwarz –el mismo de Godspell, un musical rock bastante exitoso– y por Paul Simon, que un año antes había grabado junto a Art Garfunkel su propia plegaria en forma de gospel, “Bridge over Troubled Waters”.
Algunas de las críticas aprovechaban para anatemizar a la vez el Kennedy Center of Arts de Washington y su música inaugural que lograba “ser aún más fea que el edificio”. El New York Times señalaba por su parte, con bastante ecuanimidad, que “estuvieron los que despreciaron la obra como basura vulgar y los que señalaron el irregular tratamiento de la liturgia católica, especialmente en el momento de la destrucción de la cruz. Estuvieron también los que dijeron que Bernstein había puesto su dedo exactamente donde debe ponerlo la Iglesia actual, y que su Misa es un comentario relevante sobre los problemas religiosos. Y estuvieron aquellos, especialmente entre los integrantes más jóvenes del público, que gritaron y aplaudieron y ovacionaron y lloraron y dijeron que era lo más bello que habían oído en su vida”. Como Mahler, a quien Lenny convirtió en estrella –mucho antes de Visconti y su Muerte en Venecia– al dirigir el Adagietto de su Sinfonía 5 en el entierro de Robert Kennedy, el autor de West Side Story –cuya remake prepara Steven Spielberg– no le temía a lo banal y aceptaba construir los más grandes relatos con los materiales más vulgares. Su Misa es, en muchos sentidos, un pastiche. Ni más ni menos que una de las obras cumbres de un omnívoro incontinente y hedonista en quien confluían un pianista, un compositor, un director de orquesta, un músico de jazz y una estrella del espectáculo. A diferencia de otros, en su estilo compositivo nunca fue capaz de –ni estaba interesado en– separar con delicadeza el lado alto del lado bajo. Y tal vez el cruce entre opuestos ya estuviera presente en el mote con el que el periodista Tom Wolfe había titulado su reportaje al músico publicado por The New Yorker en 1966: “Radical chic”. “Gauche caviar”, como se la llamó en Francia, o “izquierda exquisita” según la traducción al castellano de aquel artículo.
Pero la idea de una misa pop o, en un sentido más amplio, de la secularización de los ritos eclesiásticos, venía de antes y tuvo sus ecos después. Ese mismo año, el 12 de julio de 1971, se había presentado por primera vez en concierto, en el Civic Arena de Pittsburgh, Pensilvania, y ante 13.640 personas, Jesus Christ Superstar, la obra conceptual de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, que se había registrado en 1970 con Ian Gillan, el cantante de Deep Purple, en el papel del Mesías. Y a comienzos de 1971 se había publicado, en un remoto país del sur del mundo, otro álbum doble que musicalizaba, ambicioso, la impresión de los integrantes del grupo Vox Dei a partir de textos del Antiguo y el Nuevo Testamento. La Biblia, saludada por la revista Pelo, en su número de abril, como “lo mejor que se haya hecho”, había sido grabada por el sello Mandioca, invención de Jorge Alvarez –el editor de Operación masacre, de Rodolfo Walsh–, con arreglos de Roberto Lar, el autor de la música del film La hora de los hornos, de Pino Solanas y Octavio Gettino, y de una cantata con textos del Padre Mugica, uno de los fundadores, en 1968, del Movimiento de Curas Villeros. En 1971 el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez había publicado Teología de la liberación: perspectivas, el mexicano Porfirio Miranda había dado a conocer su libro Marx y La Biblia, y en Chile un grupo de laicos y religiosos creaban Cristianos por el Socialismo. Había pasado poco más de un año de que, en la Argentina, un grupo bautizado Montoneros, originado en círculos católicos renovadores, realizara su primera acción pública con el secuestro y posterior juicio revolucionario y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu.
Tanto la Teología de la liberación como sus proliferaciones musicales habían tenido su piedra basal, en rigor, en el Concilio Vaticano II, desarrollado entre 1962 y 1965 por iniciativa del papa Juan XXIII. Allí se estipulaba, por ejemplo, el uso de las lenguas vernáculas en lugar del latín –que casi nadie entendía– y es en relación con esa innovación que debe entenderse la Misa Criolla, de Ariel Ramírez, grabada en 1964, y su pariente más cercano, la Misa Luba grabada ese mismo año aunque presentada en 1958 por el padre Guido Hazeen en el territorio entonces conocido como Congo Belga y junto con un grupo cuyo nombre, Les Troubadours du Roi Baudouin, homenajeaba a Baudouin I, el rey de Bélgica. Allí se superponían los textos latinos (la idea era anterior al Concilio) con músicas populares del Congo: el Kyrie era un kasala, por ejemplo, y el Gloria un kiluba de Katanga.
La teología pop tuvo, no obstante, algunas encarnaciones más. La primera de ellas, estrenada en el final de ese 1971 en que todo parecía cristiano, fue tal vez la más explícita. La presentaron Pedro y Pablo (nombre, como Vox Dei, bastante cristiano) en la segunda edición del festival Barock, organizado por Pelo y su título era “Padre Francisco”. Allí enfrentaba al supuesto sacerdote (de nombre premonitorio) con las necesidades del pueblo: “No les pregunte lo que piensan sobre Cristo, tienen otra preocupación”. E intentaba convencerlo: “No le preocupe que lo llamen comunista./ Con estandartes y altavoz, Padre Francisco, salga por Cristo a predicar, una justicia más audaz”. El tema fue grabado el año siguiente como parte del álbum Conesa. Allí tocaba la guitarra Roque Narvaja, ex integrante del grupo La Joven Guardia, que se había hecho famoso con la canción “El extraño de pelo largo” y que, más secretamente, había engendrado un extraño canto del cisne, anticipatorio de Bombita Rodríguez. El último single del grupo, antes de su separación, tenía como lado A “Los corderos engañados”. Se trataba de un imprevisto paso hacia el rock más pesado, con guitarra distorsionada y con una letra que, en su crítica al pacifismo –se trataba de la fiesta de los lobos y el Tío Sam, dueño del bar, bajaba de un helicóptero para repartir a los corderos alcohol y signos de la paz– fijaba, tal vez, el primer –y único– contacto del rock con la línea de Montoneros. En 1972, Narvaja editó su primer disco solista, titulado Octubre, mes de cambios. Y allí aparecía, también, la reflexión neo cristiana: “Y ya no hay culpables/ a quien condenar/ ni crucificar”. Raúl Porchetto se sumaría ese año con Cristo rock, donde entonaba, con su voz infantil y quebradiza, “Padre, hoy estuve preso por hablar de tu amor en las plazas”. Y estuvieron, claro, las secuelas del Cristo superestrella: la comedia musical en 1971 y el film, dirigido por Norman Jewison (nunca un apellido resultó tan propicio) en 1973. Webber y Rice, sus autores, se dedicaron luego a otras liturgias, cuando en 1978 le cantaron a una santa que imploraba “No llores por mí, Argentina”.
DF
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