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ENTREVISTA

César Aira: “Yo no tengo primera novela”

El escritor argentino César Aira

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César Aira (1949) se convirtió esta semana en el cuarto escritor argentino en recibir el Premio Formentor de las Letras, después de Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia y Alberto Manguel. El jurado le concedió el galardón “por la infatigable recreación del ímpetu narrativo, por la versatilidad de su inacabable relato y por la ironía lúdica de su impaciente imaginación”.

En 2007, el autor mantuvo una charla pública con Juan José Becerra en el marco del “1° Congreso Internacional - Cuestiones Críticas”, organizado por el C.E.L.A. (Centro de Estudios en Literatura Argentina) de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario. Ahí contó por qué no sabe cuál es su primera novela, por qué la adaptación cinematográfica de novelas le parece “desagradable” y por qué cree que sus lectores son “de lujo”. A continuación, la entrevista:

Me gustaría empezar por la emoción. Me ocurrió muchas veces leyendo tus libros sentir –y me gustaría dejar testimonio de la palabra sentir- que como lector me replegaba automáticamente hacia mi propio origen, como si yo fuese un niño al que le leen un cuento de Andersen. Siempre hay algo nuevo en tus libros, algo que no está en ningún lado, y que al hacerse presente produce un blanco de interpretación, una sorpresa, y una experiencia de novedad que nos lleva a lo que podríamos llamar “un estado de infancia”. ¿Te llegan noticias de este tipo de reacciones?

En primer lugar, los lectores son bastante discretos con los autores porque se acercan al autor y no expresan tanto como uno querría. Yo por mi parte siempre he pensado que la emoción, la emoción profunda, que era uno de los ítems de las frases que siempre repetía Osvaldo Lamborghini, la emoción profunda -él decía que eso provenía de Nietszche-, es algo que ha estado para mí cerrado. Siempre he sentido que lo mío se desliza por una superficie irónica, distanciada, superficial, frívola si se quiere; y no sé, tendría que entrar en aguas profundas psicológicas para ver por qué es así o por qué lo siento así. 

Como lector de tus libros, me he preguntado si es mejor ser un lector inocente, un lector que no haya leído nada, o ser un lector con más oficio, si se pudiera decir esto. 

No sé… En general, los lectores son siempre lectores eruditos, a su manera, con una erudición grande o chica, y los lectores que llegan a mis libros llegan por la vía de la literatura, de los estudios de la literatura, y eso es inevitable. En esa distinción entre lector y público, lo mío creo que siempre va a ser el lector. Tengo pocos lectores, algo abundantes hoy día, pero siempre lectores, nunca propugnan en público. Y yo por mi parte sí soy un escritor erudito, del lado de Borges, no del de Arlt. Pero creo que eso no tiene mayor importancia porque todo va a parar para lo mismo.  

Por un lado, tenemos el lector de tu obra y, por otro, también hay lectores incidentales, que se encuentran con tus libros por otras razones. Conozco al menos una persona que leyó La villa como una novela sobre la marginalidad. Esos también son lectores que, no digo que sean victimizados por el malentendido, pero están situados fuera de la lectura literaria. 

Sí, el malentendido es un elemento enriquecedor, ¿no?, y está bien. Eso lo he pensado muchas veces. Por ejemplo, con el caso del “éxito” de público que tuvo la novela El amante, de Margarite Duras. Ella, una escritora experimental que había hecho tantos experimentos, que llegó a hacer el experimento de escribir una novela comercial que le salió muy bien, ganó mucha plata. Es como dar toda la vuelta. Una vez iba caminando por mi barrio y me crucé con un señor, desconocido para mí. Me saludó. Me dijo: “Buenas tardes, Aira”. Y me quedé pensando, me quedé un poco sobresaltado, pensando si lo conocería de algún lado. Entonces, él, muy amablemente, con una sonrisa, me dijo: “Usted no me conoce. Yo soy un lector. Un humilde lector”. Y después me quedé pensando que, en realidad –esto puede parecer un poco soberbio, pero lo digo igual-, no era un humilde lector: un humilde lector es un lector de Isabel Allende o de Paulo Coelho. Un lector mío es un lector de lujo. Muchas veces me han preguntado por qué mis libros despiertan interés en los círculos académicos: en profesores, en la universidad. Y yo mismo me he preguntado si no habrá de mi parte un elemento de demagogia ahí, de servirles en bandeja de plata todas las teorías. Creo que eso puede deberse, entre otras cosas, a que yo trabajo en la ficción, en la creación novelística, en la creación del relato, con elementos de la cultura popular tomados de dibujos animados, de cómics, de películas o de la televisión berreta, y con eso hago estos mecanismos un poco meta-narrativos. Pero los hago con eso. En general, los que hacen mecanismos meta-narrativos eruditos, lo hacen con materia noble. Con la materia noble los profesores no encuentran los mecanismos tan fácil. Conmigo sí los encuentran. Creo que eso, no lo tengo muy claro, me parece la clave, el secreto de mi éxito, para decirlo de alguna manera.

En Ema, la cautiva (1981), tu primera novela publicada por Editorial de Belgrano, te presentaste en la contratapa. ¿Pensás que ese episodio tuvo algún tipo de influencia en el modo en el que apareció luego tu “yo” en tu obra?

Quizás sí, no recuerdo muy bien lo que escribí, pero era una imposición de la colección de escribir una autopresentación de la novela, y no recuerdo muy bien lo que escribí. Creo que hice algunas ironías, algunos chistes, porque esa novela estaba un poco basada… Era como una especie de pastiche de novela sentimental. De hecho había una novela que yo había traducido (porque yo trabajé durante treinta años como traductor de novelas malas), una horrible pero inolvidable novela llamada Sara Dein, con la que después se hizo una miniserie, creo. Sucedía en el siglo XIX. Los ingleses usaban a Australia como penal para ciertos delincuentes, y sobre todo para prostitutas. Las mandaban allí. Y esta novela era la historia de una mujer, que se llamaba Sara Dein, a la que mandaban por error, evidentemente, porque ella era buena, a Australia, en un barco, y yo capté esa novela pasándola a la pampa: el viaje en barco por el océano sería un viaje en carreta por la pampa. Ella allá se hacía rica criando canguros y yo escribí que acá se hacía rica criando faisanes. En fin, así pasó. En realidad, no fue mi primera novela. Yo no tengo primera novela por un salto en el tiempo, porque la primera novela mía que se imprimió fue Moreira, en el año ’75 o ‘76. Y mi editor, mi recordado y querido amigo Horacio Achával, no pudo terminar de ponerle la tapa, y la novela -ya impresa- quedó en un sótano hasta el año ‘82, después de haberse publicado Ema, la cautiva. En ese sótano, Achával le puso la tapa y la lanzó a la venta con el colofón y el “se terminó de imprimir en el año ‘76”. Es un mecanismo que yo usaba mucho en mis novelas, con esos saltos al revés del tiempo. Pero a mí me pasó en la realidad. Siempre que me dicen: “su primera novela”, o me preguntan cuál es mi primera novela, me quedo en la duda porque no sé cuál es.

Si desde tu primera novela hubieras estado pensado en literatura sin haberla escrito, ¿ese pensamiento hubiera “progresado” de la misma manera?

Empiezo por un poco antes. Cuando se publicó Ema, la cautiva, que fue mi primera novela que se publicó y que salió a la venta, la primera crítica la hizo María Teresa Gramuglio en la revista Punto de Vista. Fue la primera y una de las mejores críticas que recibí. Yo siempre tuve buenas críticas, ¿no? Muy esporádicamente, una vez cada diez años, sale una reseña diciendo que una novela no vale la pena. Siempre me he preguntado por qué sería. En esa crítica, María Teresa Gramuglio hacía unas objeciones, unas críticas propiamente dichas que eran muy ciertas, y comprendí cómo la omnipotencia del creador cuando está creando, esa libertad maravillosa, tiene ciertas restricciones. Yo hacía trampa en esa novela, que una lectora inteligente las vio enseguida, pero siempre tuve suerte con los críticos. Debe ser por esa demagogia de la que hablaba antes, que les doy todo cocinadito. Y en cuanto al progreso, al cambio, yo no hablaría de progreso. Nadie hablaría de progreso. En realidad todo lo que he escrito ha estado siempre muy cerca de lo que he vivido, de la experiencia. Con el tiempo uno va ganando en técnica. Es lo que decía Felisberto Hernández: “cada vez escribo mejor, lástima que cada vez me vaya peor”. Y nos va peor necesariamente porque vamos perdiendo la juventud, las energías, las ganas. Y ahora yo noto cómo puedo escribir bastante bien. Una página que antes me llevaba una hora, ahora me lleva media hora, y me sale creo que mejor todavía. Siempre hay, aunque de eso nunca se habla, un deseo de emulación, de hacer lo mejor de nosotros, de ganarles a los otros, y eso también se va perdiendo; se va perdiendo porque uno va adquiriendo a fuerza del tiempo, simplemente, la sabiduría de que eso era una tontería. No vale la pena molestarse por eso. También (esto no tiene mucho que ver pero tiene algo que ver), una cosa que yo he notado, que noto cada vez más, es la dificultad de escribir en serio. Ahora he sido, casualmente, jurado en dos premios de novela, y en los dos le hemos dado el premio a novelas humorísticas. Simplemente porque eran las mejores. Y yo hace mucho que vengo notando qué difícil se ha hecho escribir en serio. Escribir en serio sin caer en la solemnidad, en la tontería, en la predicación, en el lugar común. Como que hemos acumulado tanta ironía, tanto distanciamiento, hemos puesto tantas barreras, que hoy día escribir en serio se ha vuelto casi imposible. Y eso lo siento yo con mi literatura. Detesto el humor y, sin embargo, todo me sale chistoso. Como que hay una barrera ahí de cristal que es insuperable para llegar a decir en serio lo que quiero decir sin interponerle un chiste o una cita literaria, o hacer un jueguito. 

Hemos acumulado tanta ironía, tanto distanciamiento, hemos puesto tantas barreras, que hoy día escribir en serio se ha vuelto casi imposible

Acá tengo anotada la palabra “realismo”, que en algún momento iba a aparecer. Conocí Mérida (Venezuela), donde transcurre El congreso de literatura, y me pareció que, a pesar de lo que ocurre en la novela, con los gusanos gigantes y todo eso, era una novela realista. Ningún componente de delirio de tus libros afecta el realismo en el que se apoya. 

Quizás habría que decir… No hablar de realismo sino de realidad simplemente, ¿no?, una realidad topográfica. Siempre que vengo a Rosario rehago el camino que hacían mis personajes en Los misterios de Rosario, voy al camarín de la Virgen. En fin… Una vez una tesista extranjera fue a Flores e investigó varias de mis novelas, sobre todo El sueño. Conoció a todos los personajes, les hizo entrevistas, los fotografió, fotografió los lugares, y se maravillaba de la realidad, que no es exactamente realismo. El realismo es otra cosa, es algo más artificioso. Esto es casi realidad en bruto, mechada con un poco de delirio.

Ahora que hablaste de esta novela de Mérida, El congreso de literatura, se me ocurre un buen ejemplo. Porque ahora, contra lo que yo muchas veces le prediqué a Alberto Giordano sobre que no quiero dar ejemplos, lo hago todo con ejemplos, para contradecirme un poco. Se me ocurre un buen ejemplo con esa novela de lo que decía antes sobre darles las cosas servidas en bandeja a los profesores de literatura. En esta novela, el sabio loco, el protagonista, quiere clonar a Carlos Fuentes. Para eso necesita una célula de Carlos Fuentes. Entonces fabrica una abeja o mosca, no me acuerdo, una abeja mecánica, y la programa para que le vaya a robar, a extraer una célula a Carlos Fuentes, que está en ese congreso de Mérida. La abejita va y, como en la programación hay algo que no estuvo contemplado, le toma una célula, no del cuerpo, sino de la corbata. Como la corbata era de seda natural, cuando lo clona salen gusanos. Ahora, ese episodio es de un dibujo animado, de un cómic, es una cosa infantil. Tiene su lógica, ¿no?, pero es un dibujito animado. Ahora bien, un profesor toma eso y puede escribirse un artículo sobre los límites del cuerpo, dónde empieza y dónde termina un cuerpo, ¿no? Esos temas, que sirven para escribir artículos o dar clases, en este formato de cómic se ven mucho mejor que si yo los tomara en términos más serios, ¿no? Pero, ¿de qué estábamos hablando? Ah, del realismo. ¿Es esa la realidad? Esa novela me dio una gran satisfacción porque a mí me gusta mucho que el mecanismo de mis novelas esté bien acotado. Es un poco lo que hablaba de la perfección y la imperfección: que aún dentro del mayor delirio, las cosas funcionen, bien, mecánicamente bien. Mi hijo, cuando lee, cuando se decide a leer una novela mía, muy de vez en cuando, me busca los defectos. Él tiene la mentalidad preliteraria típica, ¿no? Y en esta novela, el sabio loco protagonista -el razonamiento es bastante complicado pero creo que se sostiene- decide dominar al mundo, como todos los sabios locos, pero ve que todos han fracasado, y él lo quiere hacer distinto, quiere hacer un ejército del que él sea el general pero que los soldados de su ejército sean superiores a él, que sean genios, ¿no? Por eso es que decide clonar a Carlos Fuentes, crear un ejército gigantesco de Carlos Fuentes para dominar al mundo. Hace eso, y lo hace mal por el asunto de la corbata. Pone la célula de la corbata en las montañas, pone el clonador y, bueno, se crean estos gusanos gigantes que bajan a la ciudad y atacan. Entonces, mi hijo, cuando lo leyó, me dijo: “Está todo muy bien, pero hay un defecto: los gusanos, ¿por qué son gigantes? Porque los gusanos de seda son chiquitos”. Entonces tuve la inmensa satisfacción de poder refutarle. Le dije: “No leíste bien, porque el clonador lo puso en modo genio”.

¿Qué pasa con tu memoria de escritor al escribir tanto? Por lo que decías recién, se ve que recordás detalles de tus libros.

Siempre me están hablando de eso, de lo prolífico que soy. Ahora inventé una buena fórmula para callarlos y es decir que el secreto para ser prolífico no es escribir mucho sino escribir bien. Simplemente una novela va saliendo después de otra y hay algo del placer de escribir, el placer de inventar; son dos cosas quizás un poco disociadas. Por un lado pensar la invención, la creación. Por otro lado, el trabajo artesanal de ir escribiendo. Yo escribo muy lento, muy despacio, muy poco. Y muchas veces he pensado que más que a escribir lo mío se parece a dibujar. No sólo porque escribo a mano, con una libreta, en un cuaderno, sin renglones, sino porque voy dibujando las ideas, lo visual del asunto. El otro día lo oí a Alan Pauls decir una cosa que me sorprendió mucho: que él nunca ve las escenas de lo que escribe, él trabaja solamente con el sonido de las palabras y de las frases. Nunca ve. No sé si él lo diría por provocación, o por decir algo distinto y original. Si es cierto, sería exactamente la contracara mía, porque yo veo todo y prácticamente todo mi esfuerzo de trabajo artesanal, de escribir, pensar las frases, es que se vean las cosas, que se vea exactamente lo que yo vi. Y a veces me voy un poco demasiado lejos en descripciones, descripciones de acciones, para que se vea exactamente y no se confundan en lo más mínimo. Que se vea exactamente lo que yo vi cuando lo inventé.

También hay que contar con la inercia de trabajo, cuando uno lo ha venido haciendo durante casi cuarenta años, es imposible dejar de hacerlo. Para mí escribir es parte de mi higiene cotidiana y creo que no hay secretos ahí, no hay nada extraño. Para mí es lo más normal del mundo escribir una novela, después escribir otra y otra y otra y seguir así. Como son cortas, me puedo dar el lujo de jugar, de apostar fuerte a ideas un poco inviables, muchas veces inviables. Muchas veces abandono una novela a las diez, veinte páginas porque veo que no podía ser. A veces las termino y se publican, porque ahí hago como un corte epistemológico de mis facultades críticas. Cierro los ojos y eso se publica indefectiblemente. Y a veces siento que salió mal, que salió demasiado mal y aun así la publico. No me importa nada.

Yo veo todo y prácticamente todo mi esfuerzo de trabajo artesanal, de escribir, pensar las frases, es que se vean las cosas, que se vea exactamente lo que yo vi.

Una de las razones por las que vale la pena leer tus libros es porque hay sorpresas y, por lo tanto, asombro. Pero a veces esas sorpresas presentan algunas decepciones. Son los momentos en que a mí me dan ganas de llamarte y decirte: “¿Por qué me hiciste esto?”. Pero, por otro lado, es una pregunta que está fuera de lugar porque el escritor no tiene que trabajar para la satisfacción del lector. Y no me parece mal estar un poco excluido. 

Sí, quizás contra lo que muchos pueden pensar, yo lo tengo muy presente al lector porque yo soy un lector y yo me pienso como lector, y en mis novelas siempre trato de ser claro, lo más claro posible. Trato de llevar al lector… Bueno, de seguir una lógica, de que cada causa tenga su efecto y cada efecto haya tenido su causa, no dejar hilos sueltos, y gratificar al lector con un relato que se sostenga del principio al fin. Muchas veces hago un sacrificio de eso, porque digo: “No, yo soy un escritor más sofisticado que eso”. Entonces, hago algún corte abrupto, algún salto, pero va contra mi espíritu infantil de contar las cosas bien contadas del principio al fin. Muy pocas veces he experimentado con saltos en el tiempo o juegos a la Faulkner. Siempre empiezo donde empieza la historia y termino donde termina la historia. Voy paso a paso. No, el lector no tiene en realidad por qué sentirse excluido. Quizás sí en el sentido de sentir que le estoy tomando el pelo, ¿no? Eso me lo han dicho muchas veces y a veces con razón, porque es inevitable que a uno se le vaya la mano siempre un poco si empieza por el camino de la ironía, del juego y hasta de esa cosa horrible que yo detesto, pero en la que caigo inevitablemente, que es la metaliteratura. Yo siempre he dicho que mi sueño, mi vocación, era escribir novelas convencionales, y si me salieron así fue porque no me salieron convencionales.

Tengo una pregunta más, que tiene que ver con el cine, ya que estamos en Rosario, donde se filmó una parte de la versión cinematográfica de La prueba, que es una de las pocas novelas tuyas con cierta docilidad para la adaptación. Para otras, habría que pensar en superproducciones, escenografías a la George Méliès, incluso, en el imposible de filmar ideas. ¿Pensás que la literatura debería distinguirse por negarse a la adaptación?

No, no lo he pensado nunca en esos términos. No. En general no me gusta, nunca voy al cine a ver la adaptación de una novela, porque me parece un juego sucio. Los cineastas tienen que hacer sus propias historias, ¿no? Eso de adaptar novelas me resulta totalmente desagradable. Si quieren adaptar novelas mías, sería bueno que me pagaran. Esa película que se hizo no tiene nada que ver con mi novela, salvo solamente por el cortometraje, que son los primeros minutos de la película. Hoy le estaba comentando, justamente, a una amiga cómo me decepcionó que de esa adaptación tomaran la parte en que las chicas, estas chicas punks que se conocen con esta otra niña, hasta que deciden darle una prueba de amor. Y la prueba de amor en mi novela es tomar un supermercado de Capital, incendiarlo, matar a todos los clientes, a las clientas… Incendiar. Y en la adaptación, la prueba de amor es robar un taxi. ¡Por Dios! Es una decepción infinita. Esa novela yo la pensé como una escena, como una gran escena de destrucción y de muerte, con un prólogo conversado. Y en general todo el mundo me dice: “Qué bueno es el final”, por la escena del supermercado. No: esa es la novela. Lo anterior es el prólogo. Lo mismo me pasó con la puesta en escena de esta obrita de teatro que escribí, Madre e hijo. Lamentablemente, pasó lo mismo. Es decir, la obrita es una conversación con mi madre, que sirve como prólogo a un combate con un pollo. Las dos veces que se puso en escena suprimieron la pelea con el pollo. Sí, es un poco difícil de hacer porque es un pollo asesino que los mata a los dos, pero bueno, ahí estaba la gracia de la puesta en escena.

Quizás por esta técnica mía de estar viendo siempre lo que estoy escribiendo, supongo que una traducción al cine me decepcionaría inevitablemente. Porque yo ya lo vi, ya vi la película cuando escribía. Además, creo, el cine es otro lenguaje, es otra cosa, y tiene que hacerse desde otro punto de partida, no de la literatura, no de la novela o cuento. Creo que eso es un error.

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