Entrevista inédita a Juan Forn: “Me tiene un poco cansado la leyenda del 'lapicito Forn'”
Entre las huellas que dejan las generaciones, con sus revueltas y renovaciones culturales, se distinguen las de aquellos que trazaron y abrieron el camino. Promotor de diversos proyectos creativos e innovadores, el escritor, periodista y editor Juan Forn jugó el rol de nexo entre mundos hasta entonces desconectados. Como lo muestran los distintos homenajes publicados estas últimas semanas después de su muerte, dejó su impronta tanto en sus pares, quienes ocuparon el centro de la escena cultural en los años 90, como también en una joven camada de escritores, artistas, intelectuales y periodistas a quienes inspiró, formó y promovió.
En esta entrevista, Forn narra sus vínculos con el mundo del periodismo y el campo editorial. En especial, su participación en el boom de los libros periodísticos y en la creación del suplemento cultural Radar durante los años 90. En Planeta, como director de “Espejo de la Argentina” ideó la primera colección de libros político-periodísticos orientada a un público masivo. A su vez, desde esta colección y “Biblioteca del Sur”, estableció un puente entre las plumas de la izquierda de los años 70 –que habían reconvertido sus banderas revolucionarias en un compromiso con la democracia– y una joven vanguardia literaria, autodefinida como “posmoderna”. Su recorrido por un campo editorial revolucionado por el arribo de los grandes grupos internacionales, muestra las tensiones entre la incipiente bestsellerización –hoy, convertida en norma– y la búsqueda de la calidad literaria y de la intervención en el debate público.
En su relato, el “nuevo periodismo” de las revistas politico-culturales de los años 60 y 70 y de la transición democrática aparece como el magma del que se nutrió su generación. Una generación que apostó por la cultura, aunque a diferencia de sus referentes se inclinó por distanciarse de toda insignia política, identificándose a partir de sus afinidades estéticas. Marcada por la ironía y la irreverencia frente a las formas solemnes, su camada encontró en el surgimiento de Página/12 en 1987 su “lugar en el mundo”. Forn nos habla así de su “tribu”, reunida en torno a Radar, y de los sedimentos que dejó en los repertorios contemporáneos de la cultura.
Lo entrevisté en marzo de 2020 para mi tesis doctoral que incluye una reconstrucción de la la historia reciente del periodismo político. Fue una conversación de dos horas por teléfono (no era muy amigo del Zoom), con una grabación montada muy artesanalmente y un sonido un tanto deficiente. Esa situación de confianza y empatía a la que aspiramos los entrevistadores signó las casi dos horas de conversación que tuvimos. Al final me dijo que le gustaría que algo de lo “que había debajo” de esa historia apareciera en mi tesis o en un paper. Como los textos académicos son mezquinos, temí decepcionarlo. Tras su inesperada muerte, pensé que su mundo, el del periodismo, el de los escritores y el de sus lectores, era un lugar mejor para sus palabras.
¿Cómo arrancó tu historia con el mundo editorial, desde tus inicios en Emecé hasta tu llegada a Planeta?
Yo entré a Emecé a los 20 años. Un buen amigo de mis viejos les dijo: “Bueno, hasta que sepa qué quiere hacer en la vida puede entrar a trabajar de cadete en Emecé”. Era Jorge Naveiro, director de Emecé. A los dos meses de entrar, me publicaron un poema en La Nación y, por ese motivo, me ofrecieron pasar al sector traducción. A partir de entonces hice todo lo que se puede hacer en una editorial. En nueve años, hice corrección, traducciones de novelas románticas, de policiales. El 70 o el 80% de los libros eran extranjeros. Tras insistir mucho, de quemarle el cerebro a todos, logré que me dejaran traer autores argentinos. Después de Borges y de Bioy Casares, no habían publicado nada. Se publicaron con suerte dos o tres autores argentinos al año, pero logré publicar a Abelardo Castillo, Antonio Dal Masetto, Alberto Laiseca, Vlady Kociancich, Isidoro Blaisten. En el medio publiqué mi primera novela y me invitaron a Chile. Era la primera vez en la vida que me invitaban como escritor para dar una charla. Me acuerdo que en Chile, en 1989, no sabían todavía lo que era la posmodernidad. Y cuando terminé la charla se me acercó Ricardo Sabanes, que dirigía Planeta Chile, y me dijo: “En tres meses voy a la Argentina y quiero montar una movida fuerte y la persona para hacerlo sos vos”. Y para mi estupor, tres meses después me ofreció trabajo y me pasé a Planeta. Y ahí me dieron carta blanca. Eran los inicios de los años 90. Planeta se había separado de Sudamericana después de esa fusión que no funcionó.
¿Con qué ideas planearon las nuevas colecciones, como “Biblioteca del Sur”? ¿“Espejo de la Argentina” se pensó, como había sido el caso de “Espejo de España”, como una forma de sacarle el mote franquista a la editorial?
La inclinación franquista en Planeta no estaba para nada identificada con el nombre de la editorial en la Argentina, porque acá había sido casi inexistente. Y como mi filiación política era…o sea, yo venía de Página|12. Y, en ese momento, era la época de gloria de Página. El 80% de los periodistas que empezaron a hacer libros para “Espejo” eran o habían sido de Página o eran afines. Por ejemplo, gente que trabajaba en Clarín o en Perfil o en alguna otra editorial, pero que eran simpatizantes progres. Algo que hoy en día es impensable ¿no? Pero en aquella época la gente de las redacciones periodísticas se llevaba muy bien. Había mucha camaradería, no importa de qué diario fueras.
¿Y el contacto con la gente de Página se daba sobre todo a través tuyo?
Sí, enseguida lo fui a ver a Verbitsky y de esas charlas salió Robo para la Corona. Sabanes ya había empezado las conversaciones con Joaquín Morales Solá, que fue el primer libro que publicamos, llamado Asalto a la ilusión, y que vendió 80.000 ejemplares. Fue el primer bombazo. En poco tiempo, explotó en ventas tanto “Biblioteca del Sur” como “Espejo de la Argentina” y ahí ya se hizo todo más fácil porque casi todos querían publicar con nosotros. Era una época en la que veníamos de la crisis de la hiperinflación, nosotros habíamos empezado a vender bastante y de golpe vino el uno a uno y la rompimos. Cuando llegó la convertibilidad, las demás editoriales tardaron casi un año largo en reaccionar y en empezar a operar como operábamos nosotros, que era muy dinámicamente: de una manera más parecida casi a una redacción periodística que a una editorial.
¿En qué sentido se parecían más a una redacción periodística que a una editorial?
En tiempos de trabajo, en dinámica, en ritmo de producción, en maneras de lanzar los libros. En ese momento todavía no existía el marketing y todo eso. Todo era por contactos personales. Llamabas por teléfono a los tipos que tenían programas de radio o columnas en diarios o en revistas o en programas de televisión. Las oficinas de Planeta estaban en un lugar muy céntrico y que quedaba de paso. Era “open house”: estaban las puertas abiertas, entonces los autores de la casa pasaban para charlar. Siempre había una botella de whisky en el escritorio y había mucho brainstorming. Estaba Fogwill y aparecía, por ejemplo, Claudio Iriarte y entonces Fogwill le decía: “Si estás haciendo un libro sobre Massera tenés que hacer un libro sobre…”. Muchas cosas salieron de ahí, de esas reuniones.
¿Cómo eran vistas en el campo editorial las estrategias de publicidad y de lanzamientos de libros que inauguró Planeta?
Eran los años menemistas, el tema del éxito y de la repercusión mediática y económica estaban muy unidos. Pero el premio Planeta lo ganaron escritores respetados, como Dal Masetto, Alicia Steimberg o Carlos Chernov. De todas maneras, ya empezaban las acusaciones de mercantilización a Planeta. Es cierto que no teníamos mucho control de lo que estaba pasando, la cosa nos sobrepasó. Por ejemplo, cuando salió el libro de Verbitsky se imprimían y reimprimían tantos ejemplares, que había libreros que iban en sus propios autos o camionetas a retirar los pedidos porque si perdían medio día de ventas eran quizás 100 ejemplares que no vendían. Había una especie de fiebre. El libro de Gabriela Cerruti, El jefe, vendió en un mes 100.000 ejemplares.
¿Y a qué atribuían ustedes ese éxito? ¿Cómo lo trataban de explicar?
Todo era una especie de efecto dominó. O sea, yo me acuerdo en la primera reunión, cuando entré a trabajar en Planeta, al mediodía Sabanes me lleva a almorzar y me presenta a los vendedores de las distintas áreas del país de Planeta. Estábamos todos en “El palacio de la papa frita”. Y de pronto Sabanes se levanta y empiezan a brindar y dicen: “En menos de un año vamos a ser los números uno, lo trajimos a Juancito”. Yo miraba y decía: “Estos están dementes”. Yo pensaba que, con suerte, iba a durar un año y me iban a echar. “¿Cómo voy a hacer para convertir en best seller a escritores que en Emecé vendían 1.500 ejemplares con suerte?”. Y para mi estupor empezaron a salir los libros de “Biblioteca al sur” y todos agotaban una primera edición, iban a una segunda y seguían vendiendo. Eran todos libros de calidad, te pueden gustar más o menos, pero eran evidentemente literarios. Muy diversos entre sí, porque no había “capillas”: en “Biblioteca al sur” estaban todos juntos. Además, aposté para que Tomás Eloy Martínez publique con nosotros Santa Evita, que fue el primer libro que yo firmé para Planeta en 1990 y el último libro que publiqué cinco años después, antes de irme.
Ya que nombraste a Eloy Martínez, te pregunto: ¿qué relación tenían ustedes con esas plumas periodísticas literarias, como Bayer, Eloy Martínez, García Lupo, Gelman, Soriano, que tenían como marca generacional al compromiso político de los años 70?
Yo los adoraba y los trataba de acercar. A Gelman me acuerdo que lo fui a ver. En la época del exilio, lo había publicado José Luis Mangieri que tenía una editorial que se llamaba Libros de Tierra Firme. Era un viejo militante del PC, un tipo completamente contracultural y se había jugado publicándolo a Gelman en la época de la dictadura. Entonces no era así de fácil, de ir y decirle: “che, Gelman te contratamos, pasate mañana”. Había códigos. Entonces yo me senté y le dije: “Si alguna vez te interesa publicar con nosotros, para nosotros sería un honor”. Lo hice con tipos muy diversos: desde Gelman hasta Quino, desde Fontanarrosa hasta Soriano. “Pajarito” García Lupo me decía: “mira, en Sudamericana nunca se portaron mal conmigo. No me puedo pasar”. Nadie tenía agente literario en esa época. No éramos belicosos. Yo, por lo menos, nunca traté de “robar autores”.
¿Y cuando comienza a frenarse este ciclo de crecimiento y por qué decidís irte de Planeta?
A mí me daba un poco de vergüenza la liviandad con la que se hablaba de guita. De un día para el otro, las cifras empezaron a ser, para mí, demasiado grandes. Me acuerdo que el Premio Planeta era un premio de 40.000 dólares. Pero, después, vino el Efecto Tequila a mediados de los 90 y los de Planeta de España empezaron a ver que había un poco de descontrol financiero. También las otras editoriales, arrastradas por la movida de Planeta, empezaron a vender bastante y se dieron cuenta que si cambiaban de modelo, el negocio se volvía más rentable. Entonces empezó a haber más competencia.
Había que tener el lápiz más afilado, y nosotros seguíamos arriba de la ola pensando que iba todo para adelante. En vez de minimizar o de racionalizar los costos, se siguió apostando a la productividad. Y, entonces, cuando vino la crisis, los de Planeta España nos mandaron un veedor que vino a ponernos un cepo: te vigilaban lo que hacías, te pedían explicaciones de todo. Para entonces la relación era ya muy tensa. A los cuatro meses desmembraron al equipo que yo había formado. Y cuando echaron a dos o tres yo dije: “si se van ellos, yo me voy”, y me dijeron “bueno”. Agarré mis cosas y me fui.
¿Esta desestructuración se relaciona con que el género de libros de “investigación periodística” iniciaba entonces un proceso de relativa saturación?
Sí, lo primero que pasó fue eso. Los primeros libros eran muy buenos y después, por un lado, la presión de tener que publicar uno o dos libros al mes fue haciendo mella en la calidad. Y, por otro lado, el mercado se saturaba. Además, los títulos tenían menos atractivo inicial en sí, porque los temas se agotan. Y el género se orientó demasiado hacia el escándalo, libros más de coyuntura en vez de libros más de fondo.
¿Y cómo te resultaba trabajar con la edición de libros periodísticos y políticos?
Yo había sido muy lector de buenas revistas anglosajonas, desde The New Yorker hasta The Economist, y de suplementos literarios potentes y dinámicos que trabajaban sobre la actualidad y no solamente sobre el aspecto literario. Leía mucho de “nuevo periodismo”. Entonces me resultaba muy fácil agarrar a la gente que venía más del palo periodístico e inyectarles un poco de…qué sé yo, de espesor literario. “Esto contalo bien. La data está buenísima pero la gracia es contar el cuentito”.
Respecto a los libros políticos, yo pertenezco a una generación bastante apolítica. Los llamados “hijos del Proceso”, que teníamos veintitantos cuanto retornó la democracia. Sinceramente, en esa época la política me importaba poco. Cuando trabajaba con libros políticos, cada vez que teníamos una reunión con los autores, yo les decía: “mirá, yo te funciono de lector común porque a mí la política me aburre (…) salvo que me la contés bien”. Entonces la clave estaba en contar bien: “usame a mí de conejillo de indias, porque si yo funciono, el libro va a funcionar”. Obviamente, era una chicana, pero que representa a aquella época, en la cual había mucha petulancia, mucha ironía. Era díficil de manejar. Yo era muy joven, tenía 30 años. Había pasado de ser un “che pibe” a ser el golden boy de las editoriales de la noche a la mañana. En el andarivel periodístico tratábamos con gente que era más grande que nosotros. Me acuerdo que la primera vez que lo llevé a Abelardo Castillo a hablar a Planeta, me mira y me dice: “Pero ustedes… ¿es una joda esto?, quiero hablar con un adulto, con una persona seria” (risas).
A los 30 años había pasado de ser un “che pibe” a ser el golden boy de las editoriales de la noche a la mañana.
En “Biblioteca del Sur,” además de la nueva narrativa, se publicaban, como me comentabas, plumas ya consagradas ¿Tu generación pensaba a estos nombres como los referentes del “nuevo periodismo” en Argentina?
Sí, ¡Lugar común la muerte de Tomás era una Biblia para nosotros! Era el mejor libro de periodismo. Bueno, Ezeiza de Verbitsky también era una leyenda. Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso nos parecía a todos un librazo. Lo que había hecho la revista El periodista de Buenos Aires, serializando La novela de Perón, de Eloy, había sido un bombazo. ¡Había un clima especial en el que estaba todo muy unido! Era una época… eran los comienzos o el apogeo de la posmodernidad en donde lo alto se cruzaba con lo bajo, lo moderno se cruzaba con lo antiguo. Había muchos cruces, mucho diálogo entre supuestos opuestos. Eso para mí era la característica más atractiva de esa época. Después, la característica negativa era la frivolidad. ¡Y me incluyo a mí mismo en el paquete!
Considerando que tu generación tenía una postura apolítica y la mayoría de sus referentes habían militado o mantenían posiciones políticas en sus libros e intervenciones públicas. ¿Cómo se manejaba esa tensión?
Les parecía espectacular que hubiera una biografía así sobre Santucho o sobre Massera. No podían creer que Fresán, en su primer libro, hiciera una historia de un montonero que coleccionaba muñequitos de los chocolatines Jack. No éramos setentistas, no habíamos estado ahí. Yo de casualidad estuve en el exilio porque me subí a un avión y me fui de mochilero a Europa y terminé viviendo en casas de exiliados. Entonces, por un lado, teníamos contacto con el setentismo de una u otra manera. Y por otro lado, no. Por ejemplo, ¡Doria y Caparrós inventaron en El porteño la expresión “psico-bolche”! Y la expresión “psico-bolche” era una manera de los posmodernos de burlarse de los setentistas. El espíritu de los setentistas era colectivo, el nuestro era individualista. En los setentistas prevalecía la política. Nosotros veníamos mucho más del palo del rock o de la literatura, o del cine.
Sobre tu generación se construyó la imagen de dos grupos literarios diferenciados: los “planetarios”, vinculados a Planeta y a los medios de comunicación; y los “babélicos”, provenientes del cenáculo de la revista literaria Babel. Sin embargo, en una entrevista, Sabanes cuestionaba estas fronteras.
Sí, era así. Lo bueno era esa combineta. En esta nueva narrativa aparecía gente nueva todo el tiempo. En un momento reeditabas a Bayer, a Leopoldo Marechal, a Roberto Arlt, a Walsh. Eso fue muy lindo. Fijate que en “Biblioteca al sur” conviven desde Tomás Abraham hasta Fogwill, desde Laiseca y Dal Masetto hasta Ángeles Mastretta.
A mí lo que no me gusta de los que tratan el tema de “planetarios vs. babélicos” es que se olvidan de que lo importante acá es lo literario. Primero tenés que ver cómo son los libros, qué calidad tienen y qué efecto residual dejaron en la literatura argentina. Y, después, empezás a ver todos los aspectos cosméticos: si eran mediáticos, si las presentaciones eran con tal…
Además, más allá de que había cierta rivalidad, a los libros de Fresán, uno lo presentó Caparrós y el otro, Alan Pauls. Cuando yo entré a Radar, convoqué a los de ese grupo también. Por ejemplo, cuando había que elegir un crítico de la nueva generación, lo propuse a Daniel Link ¡Y él venía del palo de Babel! En realidad, el tema me tenía sin cuidado, lo que pensaba es: “¿Este tipo es bueno escribiendo o no?”. Todos habíamos tenido trato. A Daniel lo había conocido cuando hicimos un rescate de papeles sueltos de Walsh y publicamos Ese hombre y otros papeles personales y, luego, El violento oficio de escribir.
¿Y qué los diferenciaba, entonces?, ¿era una cuestión estética?, ¿de distintas referencias?
Ellos eran más francófilos y habían pasado por la universidad. Y nosotros éramos más anglófilos y veníamos del trabajo informal. En revistas, agencias de publicidad, editoriales, disquerías o de trabajar de plomo en la radio. Éramos más “lumpenazos”. Nosotros decíamos en joda que éramos “la universidad de la calle” vs. Puán.
¿Walsh era para ustedes una referencia en términos estéticos?
Sí. Lo que ocurre con Walsh es lo mismo que te puede pasar con Salinger: ¿cúal es la referencia?, ¿cuál es el Walsh que vos elegís? A mi Operación masacre me parece un librazo, pero para mí Walsh es el cuento “Esa mujer”. Me gusta más que tenga una etapa más literaria. Me parece un genio total, pero Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo? no me llaman tanto la atención. En cambio, la obra cuentística de Walsh, especialmente el ciclo de irlandeses, me parece que está a la altura de “Esa mujer”, que es un cuento político. Qué sé yo, a mí siempre lo que me gustó es la literatura.
No me interesa la política lo suficiente como para escribir. Tampoco la teoría como para escribir libros de ensayo. Yo lo que hago es contar. Lo que he buscado en los libros que publiqué, propios y ajenos, es que cuenten bien. Para mi ese es el valor supremo: que cuenten bien y estén bien escritos.
Siguiendo con esta idea de “contar bien”, ¿cómo trabajabas con los libros de investigación que no necesariamente tienen un estilo literario?
Trabajaba mucho, trataba de ayudar a que el libro quedara mejor. También me tiene un poco cansado la leyenda del “lapicito Forn”. En una época me hinchaban mucho con el tema de que yo tocaba demasiado los libros. Número uno, no es para tanto. Y número dos, siempre fue con anuencia de los autores. Hay autores que no quieren que les toques mucho, ni el lado literario, ni el lado periodístico. Por ejemplo, a Verbitsky era muy difícil convencerlo de hacer un cambio y yo trabajé muy a gusto con él. Un tipo bastante seguro de sí, que además la tiene bastante clara. Eran libros con una cantidad de datos impresionantes, tanto Robo para la corona como Hacer la Corte. Y él podía aceptar cambios estructurales tipo “este capítulo tendría que ir antes de este otro”. Pero en la prosa, cuando yo le trataba de sugerir “embellecimiento” de alguna cosa, el tipo me miraba como diciendo “es una banalidad lo que me estás planteando”. Pero vos ves El vuelo y es un librazo. Y te das cuenta de que el tipo lee y que le gusta leer.
Claro, como también se evidencia en un libro posterior, como Hemisferio derecho, conformado de crónicas, con un estilo más narrativo.
Exacto. Además, lo de El vuelo fue para mí fue fuertísimo. Nunca vi algo igual. A Verbitsky ya le habían hecho espionaje, cuando mandábamos sus libros a componer, de alguna u otra manera siempre llegaban antes de que se publiquen al escritorio de Manzano o al de Corach. Y ahí empezaron todas las “arrufias” legales del menemismo para bloquearlo. Con El vuelo nadie sabía que el libro iba a salir. Bueno, parecido a lo que hicieron ahora con el libro Sinceramente de Cristina, que fue espectacular.
Ese libro, El vuelo, para mí es uno de los sostenes de todos los juicios por la memoria y toda la movida por los derechos humanos que después tuvo lugar en la época kirchnerista. Es uno de los libros que más orgullo me da haber publicado. No me importa cuántos vendió, sino cuánto cambió a la opinión pública argentina.
Cuando yo le trataba de sugerir “embellecimiento” de alguna cosa a Verbitsky, el tipo me miraba como diciendo “es una banalidad lo que me estás planteando".
Respecto a las huellas que dejaron estos libros en la opinión pública, en particular vinculados a la cuestión de los derechos humanos, ¿qué otros títulos recordás?
A mí me parece que no hay otro libro que te haga sentir la oscuridad del mal en la época de la dictadura como el El almirante cero de Claudio Uriarte. No lo publiqué yo, pero Recuerdo de la muerte de Bonasso es un libro que te cuenta y te explica como ningún otro lo que eran los campos clandestinos y el modus operandi de las patotas. Seguramente, me olvido alguno, pero fueron decisivos.
Así como Fogwill puso de moda los poemas de Héctor Viel Temperley y se transformó en el Bolaño de los jóvenes poetas argentinos, los libros de crónicas que publicó Caparrós le abrieron la puerta y generaron una camada entera de plumas que hacen crónicas y que hoy brillan en todo el mundo de habla hispana, como Cristián Alarcón.
¿Cómo aparece la idea de crear Radar desde Página? ¿Cómo se conforma el colectivo que se aglutina en torno al suplemento?
¡Me guío por afinidades! Lo que hice en Radar fue una continuación de lo que traté de hacer en Planeta y después, en los viernes de Página, y lo que trato de hacer ahora en la colección que dirijo en Tusquets. Cada vez más orientado a la literatura, pero básicamente es una manera de leer y una manera de tratar de intervenir en la realidad desde lo editorial: levantar el nivel de discusión, levantar el promedio, buscarle un aspecto atractivo a algo que es de fondo.
¿Cuáles fueron las influencias de Radar? ¿Estaban, como en Página, las huellas de algunas revistas político-culturales?
Respecto a las influencias, toda esa camada, toda esa generación, hemos sido fanáticos de revistas. Primero de comics y de historietas, después de revistas de rock, como El expreso imaginario. Y de muchas otras revistas, como Crisis. Conocíamos todos los mitos, los sabíamos, los estudiábamos. Ese era nuestro métier, saber que en Crisis se había publicado un cuentito de Onetti que nunca había salido en libros, saber que en El porteño, mientras escribían el número 1, tenían un metro de agua en la redacción. Éramos fanáticos de esa clase de cosas e idolatrábamos a todos los tipos que eran del periodismo y que eran buenas plumas.
Radar es un lugar en donde convergieron todos los que eran de la órbita Página|12 y afines y que de pronto dijeron: “Ah, acá se puede escribir de las cosas que nos gustan de cualquier manera; está buenísimo este lugar: tema libre”.
¡Me guío por afinidades! .. Básicamente es una manera de leer y una manera de tratar de intervenir en la realidad desde lo editorial: levantar el nivel de discusión, levantar el promedio, buscarle un aspecto atractivo a algo que es de fondo.
¿Estas afinidades estaban enmarcadas en estos circuitos vinculados a Pagina|12 o había otros medios también considerados afines?
El porteño, por ejemplo, para mí, tenía un filo espectacular. El porteño, como antes El Expreso imaginario, como Humor durante la dictadura fueron revistas que devoré y de las que aprendí un montón. También consumía revistas extranjeras a rolete. Lo bueno de cuando entré a trabajar en Planeta y, después, en Página, es que tenés la infraestructura de la empresa. Por ejemplo, gracias a estar dentro de Página descubrí cómo era el suplemento literario Il manifesto de Italia y el de la Folha de Sao Paulo, porque tenían acuerdos de co-edición. Y después La jornada de México y The Guardian en Inglaterra. Encima era la época del uno a uno, entonces traían todas las revistas del mundo al mismo costo del de una nacional. Y fue justo la última era antes de internet, porque además Página era legendariamente atrasada en su parte automotor, entonces internet éramos nosotros. Era la capacidad que teníamos de relacionar esto con aquello, de decir “esto hay que darlo a conocer acá rápido”. A mí lo que me gusta de Radar es que estaba hecha sin internet.
¿Quiénes formaban parte de la órbita de Radar?
Había gente de distintos palos. Yo me acuerdo que esa camada nuestra nos conocíamos de vernos en lugares que frecuentábamos todos: El paracultural, lugares en donde ibas de espectador, como Cemento. Me acuerdo de los pibes de El Clú del Claun. Éramos todos más o menos de la misma generación, trabajábamos con un imaginario similar, mucho rock and roll; mucho afán de tratar con un poco de humor tanto el peronismo como el anti peronismo, tanto la desgracia de ser argentinos (risas) como la gloria de ser argentinos. Entonces teníamos afinidad, todos queríamos ser rápidos. Era la época de la ironía: un poco frívola, muy creativa. Yo llegué a ver a Luca, a Soda y a Calamaro en lugares chiquitos. Algunos amigos se han subido en los bondis de bandas para irse de gira al interior, que era como el programa inigualable de esa época. Todo estaba muy teñido por la cultura rock, por una manera de entender la vida. Una especie de post-hippismo.
¿Ese espíritu se conformó en los 80 o más en los 90?
La parte más linda fue en los 80 porque fue la más idealista, juvenil y potente. En los 90 para mí ya empieza a adquirir un sabor medio agrio porque se vuelve demasiado exitosa. No mercantilista, pero muy teñida por eso.
¿Y cuál fue su marca?
¿Y qué quedó de todo eso? Te hablan de los “babélicos” y de los “planetarios”, pero yo veo más ciertas huellas e influencias. Por lo pronto, Martín Rejtman publica dos libros que son completamente fieles a la clase de cine que él hace. Y ese cine es el que funda el nuevo cine argentino. Y todo esto viene de la misma matriz: Mex, Capusotto, Casero y Juana Molina y mucha más gente que vienen de esa matriz. Y esa matriz tiene efectos que redundan en otra gente y que llegan hasta hoy en tipos como Mariano Blatt. Yo creo que todos, de una u otra manera, vienen del mismo magma. Y a mí lo que más me interesa es eso.
A mí siempre me funcionó el concepto de “tribu”, la idea esta de que hay gente por el mundo que tiene una marca en la frente igual a la tuya y en cuanto la ves, la reconocés. Yo creí en eso siempre y es eso lo que traté de montar.
La parte más linda fue en los 80 porque fue la más idealista, juvenil y potente. En los 90 ya empieza a adquirir un sabor medio agrio porque se vuelve demasiado exitosa. No mercantilista, pero muy teñida por es.
¿Y qué significó para ustedes la aparición de Página en le marco de este clima, de este “magma”?
A pesar de que los primeros números de Página, cuando los ves, son re psico-bolches (risas), no sé bien en qué momento, pero yo te diría que si el diario salió en el 87, en el 88 yo ya sentía que era mi diario. De hecho, cuando me invitaron a escribir por la muerte de Briante, para mí fue increíble. Yo era un desconocido, tenía publicada una novelita que habían leído cuatro personas y nada más y hacía mi trabajo de hormiga en Emecé y de pronto estaba en Página. Ibas al día siguiente, comprabas el diario y veías tu firma. Me acuerdo cuando hicieron la famosa tapa en blanco cuando salió el indulto, todo el diario estaba dedicado al tema y habían abierto el espinel para invitar a gente de afuera. ¡Y para mí fue un honor que me hubieran llamado! Me acuerdo que Caparrós me llamó por teléfono para felicitarme. ¡Y yo había escrito una cosa de 30 renglones y a Caparrós lo había visto una sola vez en mi vida! Yo me puse la camiseta de Página casi al instante. Sospecho que a algunos pibes más jóvenes que yo les debe haber pasado en su momento con “Biblioteca al sur” o después con Radar: “esto habla de mi” o “esto tiene que ver conmigo”. Cuando empezó Radar a gente como a Fito, a Calamaro a Juana Molina, a todos los amigotes, les dijimos “este es nuestro lugar, es de ustedes. En este lugar van a brillar”. Y, de hecho, en Radar deben estar los reportajes más lindos que se le han hecho a Vicentico, a Casero, a Cerati, a Calamaro. Tenés cosas escritas por buenísimas plumas, en general largos, interesantes, con buenas fotos.
¿Era Página o eran algunas de las firmas de Página? Porque Página era un diario donde las firmas tenían un peso propio.
¡Era la actitud! Era la tapa, el pirulo de tapa, era el dibujo de contratapa de Rep. La idea de contratapa como vidriera para escribir. Vos pensá que hubo contratapas históricas.
¿En ese momento, esta actitud aparecía como una postura contracultural para ustedes?
Me parecía afín, me daba igual. A mí siempre me gustó más estar afuera ¡En realidad yo no puedo hablar de estar afuera del sistema porque yo trabajé en una empresa familiar histórica y después con una multinacional! Pero el laburo que yo hice es equivalente al de editoriales independientes como Anagrama, o revistas independientes. Sobre todo en Radar. Radar tiene un espíritu de libertad y de afinidad con El periodista, con Humor, con El porteño, con El expreso imaginario… Barcelona es hija de Radar y del espíritu Página|12.
Página|12, su manera de titular y la astucia: convertir la limitación y la escasez en un estímulo para la creatividad. Tenían tres fotógrafos y una sección de fotografía que era una lágrima, pero esos fotógrafos eran todos buenos. Yo no llegué a leer el diario La Opinión, pero si llegué a leer Tiempo argentino y me acuerdo la sensación de decir Tiempo argentino me habla mucho más como una revista que Clarín o La Nación. Clarín y La Nación tenían esta cosa de decir “el occiso”, y “en la víspera había acontecido” y de pronto Página llamaba a las cosas por su nombre: al pan, pan y al vino, vino. Y con eso cambió el periodismo argentino. Por supuesto, hay continuidades. Cuando Timerman hizo La Razón también hizo cosas espectaculares, el diario Sur tenía el suplemento “El tajo” que estaba buenísimo. A su manera, Clarín también generó el suplemento “Zona”, la revista “Viva” y obligó a cambiar a La Nación. Vos te das cuenta cuando en el periodismo alguien hace algo que cambia, los demás lo imitan. Si vos te fijás como eran los suplementos antes de Radar y ves que después Clarín salió con “Ñ”, La Nación, con “ADN” y Perfil, con su suplemento de cultura. Si vos veías “Zona” de Clarín te dabas cuenta que tenía un estilo completamente distinto al del resto del diario, porque ahí estaban dos cabezas brillantes, que eran Eduardo Cardoso y María Seoane. Y, después, hay otros periodistas que no cambiaron nada, que eligieron lugares más cómodos. Nosotros respetábamos a los que hacían algo distinto.
Imaginate a un tipo como “Pajarito” García Lupo, un tipo como Julio Nudler, esos tipos recontra capaces, tipos como Homero Alsina Thevenet. Podía ser Soriano o Alsina Thevenet. Daba igual que uno fuera exitoso y vendiera 100.000 ejemplares y el otro 5.000 con sus enciclopedias de datos inútiles. Los respetábamos por igual. Son buenísimos, son artesanos, escriben bien. Y, entre ellos, se querían, a mi me consta. Hay una cosa de inter-pares, de arte y de saber ¿Cuál es tu valía? Qué tan sólido es lo que escribís.
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