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Gabriela Cabezón Cámara, escritora: “España debe pedir perdón a los pueblos originarios y devolver el oro”

La escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara

Carmen López

eldiario.es —

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Según su autobiografía, Catalina de Erauso huyó el 18 de marzo de 1600 del convento de monjas dominicas de San Sebastián en el que estaba internada. La que más tarde sería conocida como Monja Alférez se cortó el pelo, se hizo un traje nuevo con la tela de su atuendo de novicia y se lanzó al mundo como hombre con ganas de aventuras. Su recorrido le llevó a sitios como Bilbao, Valladolid o Sevilla, donde se enroló como grumete en un barco capitaneado por su tío Esteban Eguiño que la dirigió a lo que ahora se conoce como Latinoamérica. Todo ese recorrido estuvo plagado de crímenes de diferentes niveles que continuaron, por supuesto, en el continente que los españoles habían empezado a arrasar dos siglos antes. La escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara tomó a este personaje como protagonista de su novela Las niñas de naranjel, que acaba de publicar la editorial Random House.

Catalina, que en el libro ya es Antonio, se observa desde tres perspectivas. La del pícaro propio de la literatura española del Siglo de Oro, la del conquistador atroz y la del cuidador, sin duda la más sorprendente. Esas diferentes visiones se reflejan también en las tres gramáticas que conviven en el libro así como las tres lenguas que se intercalan: el español, el guaraní y el euskera. Así, la novela se extiende mucho más allá de las vivencias del protagonista para abarcar temas que llegan hasta el presente como el extractivismo, el medioambiente o el racismo, entre otros. Cinco siglos después de que la Monja Alférez tuviera su leyenda, el ser humano aún sigue sin resolver esos asuntos que le llevan al abismo.

“Está la cuestión de su valentía y de su extrema canallesca. Es un criminal, es una porquería, un personaje de una picaresca del horror. Esto es lo extraordinario, lo canalla, lo valiente, lo genocida, porque participa de la conquista de la Araucanía y le dan medallas”, dice Gabriela Cabezón a elDiario.es en la sede de su editorial en Barcelona. La época que le tocó vivir es, por supuesto, un factor que modela su personalidad y que le permite llevar a cabo muchos de sus crímenes sin pensar en las consecuencias. Por ejemplo y por supuesto, la perspectiva que tiene de América y sus habitantes. “En un momento de su autobiografía describe Lima y lo único que ve es España: el convento, la catedral, las universidades. Y si vas hoy a Lima ves mucho que no es Occidente así que imagínate en 1600 y pico, claro. Me interesa esa mirada tan limitada porque no ve al otro ni como exótico, directamente no lo ve”, asevera la autora.

La escritora piensa la invasión en el presente porque, según su opinión, “la conquista no se terminó”. Aunque ‘oficialmente’ se considere que terminó cuando los Estados latinoamericanos se independizaron de España, esos Estados “son coloniales y colonizados a la vez”, sostiene. “A lo mejor esa conquista se termina cuando se termina el mundo. Porque está íntimamente entrelazada con lo que es el capitalismo, con lo que es el extractivismo. Y eso no estamos logrando pararlo aunque sea de interés para toda la humanidad”. Para ella, llegó el momento de que los colonizadores reparen los daños infligidos de manera rotunda. “La conquista de América fue un genocidio sin parangón. 100 años después de la llegada de Colón solo quedaba el 10% de la población que había cuando llegó. Hay bastantes teorías que dicen que se produjo una pequeña glaciación en esa época porque masacraron a tanta gente que volvieron a crecer los bosques y bajó la temperatura del planeta. Fue un genocidio con impronta geológica”, sostiene. “Más allá de que pidan perdón, como dice López Obrador, yo llevaría el oro de vuelta. Sencillamente lo devolvería a sus legítimos propietarios, que no somos nosotros tampoco, son los pueblos originarios de América [los que habitaban el territorio antes de la conquista]. Después los Estados latinoamericanos los siguieron masacrando, siguieron tratando a esos pueblos ni siquiera como a ciudadanos sino como a moscas”, afirma.

En realidad, para Cabezón esto compete a todos aquellos países colonizadores. La escritora aboga por una acción global en la que los pueblos originarios de todo el mundo lideren la lucha por la supervivencia al Apocalipsis que está prevista con el cambio climático. “Tanto los americanos como los de otros países. Porque ahí donde hay un pueblo originario, el bosque está mejor conservado. El exterminio de los pueblos originarios es el exterminio de la humanidad. Ellos están primeros en la línea de la guerra, son las primeras víctimas, pero nosotros también. Y si no nos despertamos, fuimos”.

Precisamente, uno de los personajes que acompaña a Antonio es la propia naturaleza. Parte de la historia que cuenta Cabezón se emplaza en un claro de una selva que tiene vida y lenguaje propios. Para conseguir un retrato lo más certero posible de ese entorno, la misma escritora se adentró en sus rincones junto al fotógrafo naturalista Emilio White. Una de las partes más emocionantes de la documentación que, por otro lado, no fue complicada para la autora, ya que en su libro confluyen muchos de sus intereses: la literatura medieval española, la cultura de los pueblos originarios y la relación que se entrelaza entre diferentes lenguas que conviven. Aunque el peso lo lleva el castellano, las pocas palabras que usa en guaraní (alrededor de 18) y en euskera permiten plasmar una manera particular de ver el mundo. “Está esta suerte de parodia en un sentido amoroso del español de esa época, por un lado. Después esta forma de hablar de las nenas, que la tuve que inventar porque no hablan en guaraní sino en un castellano con alguna gramaticalidad y con una música distinta. Y después un narrador en tercera persona en castellano contemporáneo”, explica la escritora.

Una de las partes más sorprendentes de la novela es la que muestra la humanidad de Antonio. Pese a ser un sanguinario criminal, cuando se asienta en la naturaleza junto a las niñas sale a relucir su faceta cuidadora, protectora. Consigue, por fin, considerar como personas a dos originarias de esa tierra. “Ahí él se ve obligado a detenerse: su vida es como una espiral que tiene cada vez más velocidad y ve cada vez más horror. Y ahí, por las circunstancias más equivocadas, se ve obligado a detenerse”, explica Gabriela Cabezón. Es la primera vez en su existencia en la que se para libremente y no por estar literalmente detenido por la autoridad e incluso al borde de la horca. Y las nenas son la clave de este frenazo voluntario. “Los niños son una luz en la vida de casi cualquiera y le afecta. Se hace parte del tejido de la vida, es parte de algo, pertenece a algo. Le sucede la transformación más radical que hay”.

Pese a todo, la estancia en la selva es solo un paréntesis en las peripecias de la Monja Alférez que, al salir de la naturaleza, se las tiene que apañar para librarse de la condena. Incluso termina volviendo a un convento después de confesar todos sus actos sanguinarios, incluido su tránsito por el mundo como hombre y no como mujer. Sin embargo, y pese a los robos y asesinatos, consigue el perdón gracias a que aún preserva su himen intacto (un inexplicable milagro) según certifican unas matronas. “Lo cuenta así en su autobiografía. Habla de la jerarquía de los pecados de la época. Asesino casi serial sí, pero puta no. Un abrazo, el obispo llorando conmovido, un delirio”, responde la escritora. “Si llegaba a ser no virgen, seguro que terminaba en la hoguera”, asegura.

El propio recorrido

Este es el quinto libro de Cabezón Cámara. Previamente publicó las dos novelas cortas Le viste la cara a Dios (2011) y Romance de la negra rubia (2014) y las novelas La virgen de la cabeza (2009) y Las aventuras de la China Iron (2017). Con este último título quedó finalista en la shortlist del premio Booker Internacional (2020) y del Médicis (2021). Pero antes de llegar a ser una escritora traducida a más de 10 idiomas, tuvo muchos empleos diferentes y alejados del mundo de las letras. “Me fui cuando tenía 18 años de la casa de mis padres, como con mucha orfandad, sin contactos para conseguir trabajos, sin dinero”, rememora. “Trabajé de lo que pude: en una panadería, vendiendo seguros de automóvil en la calle, ingresando datos para Edenor, vendiendo disyuntores automáticos puerta por puerta, en imprentas. Hice muchas cosas diferentes”, comenta.

Fueron tiempos complicados, de mucha precariedad, en los que muchas veces tuvo que quedarse en casa de amigos porque no llegaba para pagar el alquiler. Hasta que finalmente consiguió un puesto en el departamento de arte del periódico Clarín, alcanzó la estabilidad económica y pudo estudiar la carrera de Letras. Tenía más de 25 años. “Yo siempre escribí, pero no pude desplegar esa escritura hasta tener el espacio mental de no angustia por cómo iba a vivir y por dónde iba a vivir. Entonces, con estabilidad pude empezar a darle el aliento necesario a eso. Y bueno, un día terminé una novela y acá estamos”, sostiene. Ahora combina sus libros con talleres de escritura creativa y artículos en medios, como hacen casi todos los escritores de Argentina, comenta.

Ahora su plan inmediato es descansar e irse “a remar al Delta del Paraná”. Pero como tanta otra gente, está preocupada por la situación política de su país. Se enteró de la victoria de Milei en las elecciones del pasado 19 de noviembre en el avión rumbo a España y aún está en shock cuando tiene lugar esta entrevista. Su predicción de futuro inmediato es negativa aunque no pierde el optimismo. “Lo que sea que ya era malo va a ser peor porque ya era malo. Es una salida de la furia de un país que tiene más del 42% de pobreza, según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos. Pero esa cuenta no contempla el gasto en vivienda, porque deben de pensar que los pobres son propietarios”, afrima. “Mientras, el país es arrasado por el extractivismo en un orden colonial desertificando, perdiendo el agua. Pero esperemos que esta oscuridad nos posibilite generar algo nuevo ya porque lo necesitamos. Y si no, nos vemos pronto por acá”, dice sin perder la sonrisa.

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