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Lecturas

Los artistas y la política

Virginia Woolf

Virginia Woolf

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Me han pedido explicar, tan brevemente como me sea posible, por qué el artista actualmente está interesado, activa y genuinamente, en política. Parece que hay algunas personas para las que este interés es sospechoso.

Que el escritor está interesado en política no es necesario decirlo. Los catálogos de todas las editoriales, prácticamente to- dos los libros que se publican ahora, son pruebas de este hecho. El historiador hoy no está escribiendo acerca de Grecia y Roma en el pasado, sino acerca de Alemania y España en el presente; el biógrafo actual escribe sobre las vidas de Hitler y Mussolini, no acerca de Enrique viii y Charles Lamb; el poeta inserta comunismo y fascismo en sus versos; el novelista se aparta de las vidas privadas de sus personajes en favor de su entorno social y sus opiniones políticas. Obviamente, el autor está en un contacto tan directo con la vida humana que cualquier agitación en su tema debe cambiar su punto de vista. O enfoca su mirada en el problema inmediato o lleva su tema a relacionarse con el presente. En algunos casos, se ve tan paralizado por el caos del momento que se mantiene en silencio.

Podríamos preguntarnos: ¿por qué debería esta agitación afectar al pintor y al escultor? Ellos no se preocupan por los sentimientos de sus modelos, sino por su forma. La rosa y la manzana no tienen opiniones políticas. ¿Por qué no deberían pasarse su tiempo contemplándolos, como siempre han hecho, bajo la fría luz norteña que se cuela a través de la ventana de su estudio?

Responder brevemente a esta pregunta no es fácil, ya que para entender por qué el artista —el artista plástico— se ve afectado por el estado de la sociedad, debemos tratar de definir las relaciones entre el artista y la comunidad, y esto es difícil, en par- te, porque nunca se ha hecho una definición así. Pero la mayoría de las personas estaría de acuerdo en que hay una especie de entendimiento entre ellos, y en tiempos de paz se podría decir que corren de la mano. El artista, por su parte, sostenía que ya que el valor de su trabajo dependía de la libertad de pensamiento, seguridad personal e inmunidad para los asuntos prácticos —mezclar- se en política, sostenía, era adulterarlo—, se encontraba absuelto de deberes políticos, sacrificando varios de los privilegios de los que gozaban los ciudadanos activos. A cambio, crearía lo que se llama una obra de arte. La sociedad, por otro lado, se dedicaba a manejar el Estado de tal manera que se pagase al artista un sueldo digno, no le pedía ayuda activa y se consideraba a sí misma paga- da mediante las obras de arte que siempre han sido una de sus principales reivindicaciones de distinción. Con muchos errores y faltas por ambas partes, el contrato siempre se ha mantenido: la sociedad ha aceptado el trabajo del artista en lugar de otros servicios, y el artista, viviendo en general de manera precaria o a duras penas, ha escrito o pintado sin preocuparse por las agitaciones políticas del momento. Así sería imposible, cuando leemos a Keats, o miramos las pinturas de Tiziano y Velázquez, o escuchamos la música de Mozart o Bach, decir cuál era la condición política de la época o del país en que estas obras fueron creadas. Si fuera de otra manera, si la “Oda a un ruiseñor” estuviera inspirada en el odio a Alemania; si Baco y Ariadna simbolizara la conquista de Abisinia; si Fígaro expusiera las doctrinas de Hitler, nos sentiríamos engañados, como si nos impusieran algo, como si, en lugar de pan hecho con harina, nos dieran pan hecho con yeso.

Pero si fuera verdad que un contrato así existe entre el artista y la sociedad en tiempos de paz, no es necesariamente verdad que el artista sea independiente de la sociedad. Materialmente, por supuesto, depende de ella para comer el pan de cada día. El arte es el primer lujo que se descarta en tiempos de crisis; el artista es el primero de los trabajadores en sufrir. Pero intelectualmente también depende de la sociedad. La sociedad no es solo la en- cargada de su paga, sino también su mecenas. Si el mecenas se encuentra demasiado ocupado o distraído para ejercer esta facultad esencial, el artista trabajará en un vacío y su arte sufrirá y tal vez perecerá por falta de entendimiento. De nuevo, si el mecenas no es ni pobre ni indiferente, sino dictatorial, si solo comprará las imágenes que halaguen su vanidad o apoyen su visión política, entonces el artista se verá nuevamente impedido y su trabajo perderá su valor. E incluso si hay algunos artistas que puedan permitirse ignorar a sus mecenas, ya sea porque tienen los medios para sostenerse o han aprendido a lo largo del tiempo a formar su propio estilo y a depender de la tradición, estos suelen ser los artistas más viejos, cuya obra ya fue realizada. Incluso ellos, sin embargo, no son inmunes de ninguna manera. Porque, aunque sería fácil destacar el punto absurdamente, todavía es un hecho que la práctica del arte, lejos de provocar que el artista se aparte de sus iguales, hace crecer su sensibilidad. Esto genera en él una atracción por las pasiones y necesidades de la humanidad para las que un ciudadano, cuyo deber es trabajar para un país específico o para un partido político en particular, no tiene tiempo ni, tal vez, necesidad de cultivar. Así, incluso si es ineficiente, el artista no es apático de ninguna manera. Tal vez sí sufre más que el ciudadano promedio porque no tiene un deber obvio que realizar.

Por estas razones, entonces, es claro que el artista es afectado tan poderosamente como otros ciudadanos cuando la sociedad está en caos, aunque la perturbación lo afecta de manera diferente. Su estudio ahora está lejos de ser un claustro donde puede contemplar en paz su modelo o su manzana. Está siendo asediado por voces, todas perturbadoras, algunas por una razón y otras por otra. Primero está la voz que grita: “No puedo protegerte, no puedo pagarte, estoy tan torturado y distraído que ya no puedo disfrutar de tus obras de arte”. También está la voz que pide ayuda: “Bajá de tu torre de marfil, dejá tu estudio —reclamá— y usá tus dones como doctor, como profesor, no como artista”. Está la voz que le advierte al artista que si no puede probar de buena manera por qué el arte beneficia al Estado, se le hará ayudarlo activamente, haciendo aviones o disparando armas. Y finalmente está la voz que muchos artistas en otros países ya han escuchado y se han visto obligados a obedecer, la voz que proclama que el artista es el sirviente del político: “Solo podrás practicar tu arte —dice— bajo nuestras órdenes. Píntanos cuadros, escúlpenos estatuas que glorifiquen nuestros evangelios. Celebra el fascismo, celebra el comunismo. Predica lo que te ordenamos predicar. No podrás existir en otros términos”.

Con todas estas voces gritando en sus oídos, ¿cómo puede el artista seguir en paz en su estudio, contemplando su modelo o su manzana en la fría luz que atraviesa la ventana? Se ve obligado a participar en política, debe incorporarse en sociedades como la Asociación Internacional de Artistas. Dos causas de suprema importancia para él están en juego: la primera es su propia supervivencia; la otra es la supervivencia de su arte.

[Conferencia realizada en la Asociación Internacional de Artistas en diciembre de 1936. Apareció publicada en The Daily Worker, bajo el título “Why Art Today Follows Politics”].

VW

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