Cielos hostiles
Prólogo a la edición argentina
Cuando me propusieron la idea de publicar este libro en Argentina, me preocupó que se lo considerara una especie de declaración política. No lo es. Es sólo un intento muy personal de dar sentido a algunos hechos trascendentales que sucedieron hace décadas, pero que tuvieron un gran impacto en mi vida y en la vida de otros miles de personas.
En abril de 1982 Argentina y Gran Bretaña entraron en guerra en el Atlántico Sur por la soberanía del grupo de islas que los argentinos conocen como Malvinas y los británicos como Falkland. Fue un conflicto breve pero muy intenso y sangriento, que se desarrolló en condiciones climáticas atroces y que en seis semanas se cobró la vida de más de 900 militares. Los dos bandos estaban convencidos de que su reivindicación de soberanía sobre las islas era válida y ambas naciones consideraban que era una guerra “justa”. Los soldados, marineros y pilotos de ambas nacionalidades lucharon continua y ferozmente; sin embargo, en muchas ocasiones, también demostraron compasión hacia sus enemigos. De hecho, un oficial británico recibió la condecoración argentina “Orden de Mayo”, por su contribución a que muchos soldados argentinos heridos no perdieran la vida.
No hubo cuartel en tierra ni en el aire. Los pilotos de Sea Harriers estábamos superados por los aviones argentinos en una proporción 7-1, y sabíamos que éramos lo único que se interponía entre ellos y nuestros barcos y soldados. Para proporcionar cobertura sobre las islas cada piloto voló hasta cuatro misiones por día operando desde nuestros dos portaaviones, muchas veces permaneciendo en la cabina entre vuelo y vuelo. Los pilotos argentinos realizaron sus ataques con habilidad y coraje, causando graves daños a muchos barcos británicos.
Los combates aéreos duraban unos pocos segundos, caracterizados por desesperadas y violentas acciones que generalmente resultaban en la muerte de al menos un piloto. Sin embargo, no disfrutábamos las victorias, porque sabíamos que los pilotos de combate argentinos eran como nosotros: sentían el mismo amor por volar y también tenían familias que los esperaban.
Tuve la suerte de poder conocer a varios pilotos de Skyhawk después de la guerra. Uno fue el único superviviente de una formación de cuatro aviones que encontré atacando una de nuestras lanchas de desembarco durante el final del conflicto, y nos convertimos en amigos cercanos. También conocí al hijo de uno de los pilotos que murió esa noche, y lo ayudé a construir un monumento junto a los restos del avión que volaba su padre.
La guerra no es gloriosa; es como asomarse al infierno. Los militares argentinos que participaron en el conflicto merecen ser honrados. Respondieron al llamado de su patria y deben estar orgullosos por ello.
Extracto capítulo 11
(…) Mis peores miedos y mis sueños más preciados se habían hecho realidad en un solo instante. A solo 1.6 km al este de la pequeña embarcación estaba la silueta camuflada de un caza Skyhawk, pegado al mar y dirigiéndose directamente hacia la lancha de desembarco.
Apreté el acelerador por completo y grité por la radio “A-4 atacando el barco, ¡sígueme!” y partí en un picado de 60° hacia los atacantes. Mientras mi velocidad subía de forma inquietante a 740 km/h, replegué los flaps para lograr la mejor aceleración posible. (…) Miré con impotencia y deseé que el avión avanzara y descendiera con mayor rapidez mientras el primer A-4 abría fuego con su cañón de 20 mm, apuntando a la pequeña caja que era la lancha de desembarco. Mi corazón se alegró cuando la bomba explotó a unos 30 m del barco, pero luego se me cayó el alma a los pies cuando me di cuenta de que otro A-4 estaba dirigiéndose hacia él. El segundo piloto no falló y fui testigo, en silencio y frustrado, de los violentos pétalos de fuego brillante que produjo la explosión, la cual arrasó la popa, mató a la tripulación y destruyó completamente la lancha de desembarco. ¡La ira me consumió, se instaló en mi garganta y decidí, en ese instante, que ese piloto iba a morir!
De repente, el mundo quedó completamente en silencio. Estaba sumamente concentrado y era muy consciente de que este era el momento para el que me había entrenado (…) Cuando me acerqué rápidamente a su cola, noté, con mi visión periférica, otro A-4 más, rozando el agua salpicada de espuma, que se estaba colocando paralelo a mi izquierda. Deslicé mi avión hacia la izquierda y volé a menos de 800 m detrás del tercer caza, acercándome como un tren fuera de control. Había activado misiles y cañones (…) Levanté el seguro y apreté el botón rojo de disparo con toda la fuerza que pude. (…) En dos segundos, el misil desapareció directamente dentro de la tobera del Skyhawk y lo que había sido una vibrante máquina voladora con vida propia quedó completamente destruida en una fracción de segundo cuando el misil desgarró su interior. El piloto no tuvo ninguna posibilidad de sobrevivir, y en dos segundos más, el océano se había tragado todo rastro de él y su avión como si nunca hubieran existido.
No hubo tiempo para la euforia. Mientras enderezaba el avión después del primer lanzamiento de misiles, me di cuenta de que estaba apuntando directamente a otro avión argentino a una distancia de aproximadamente 1.6 km. Era el que había visto disparar contra la lancha de desembarco. (…) Había cometido el clásico error de lanzarme a la pelea sin ser totalmente consciente de la situación. Como resultado, casi había chocado con el cuarto Skyhawk y ahora estaba directamente delante de él.
Por pura casualidad, el Primer Teniente Héctor Sánchez había recibido fuego desde tierra unos minutos antes, lo que había dañado su arma de forma tal que ya no disparaba. Tuvo que mirar, impotente, mientras su formación caía presa de mis mortíferos misiles.
Apreté el botón de bloqueo de nuevo, con una fuerza que provenía de la ira justificada, y mi segundo misil se fijó inmediatamente en el flujo de la tobera del siguiente A-4, justo en el instante en que comenzaba una violenta ruptura hacia mí a partir de aviso de Héctor. (…) El piloto obviamente vio el lanzamiento del Sidewinder, porque inmediatamente invirtió su dirección y forzó el avión en un giro con el objetivo de alejarse de él. Esta fue, sin duda, la mejor acción evasiva posible que pudo haber intentado (…) Sin embargo, sus mejores esfuerzos fueron en vano. El delgado misil gris volvió a pasar frente a mi nariz y, como si fuera en cámara lenta, avanzó hacia la derecha e impactó su avión directamente detrás de la cabina. Toda la mitad trasera de la estructura del avión simplemente se desintegró (…) Muy pocos aviones de combate han sobrevivido a un impacto del AIM9-L. El aire pronto se llenó con restos de aluminio que caían al mar. (…)
Sentí una tremenda oleada de júbilo por la desaparición del segundo A-4 y comencé a mirar hacia adelante, en la oscuridad, en busca de los demás. Acababa de identificar al siguiente, huyendo hacia el oeste, con el vientre a solo unos metros del agua, cuando un paracaídas se abrió de golpe justo en frente de mi cara. (…) Mis sentimientos de ira y euforia se transformaron instantáneamente en alivio y empatía cuando me di cuenta de que un compañero piloto había sobrevivido. Más tarde me enteré de que el Teniente Arrarás no había sobrevivido. Sospecho que fue víctima del asiento eyectable Escapac instalado en su avión. (…) casi con certeza habría quedado inconsciente antes de tocar el agua. (…)
El A-4 viró rápidamente hacia mí mientras yo aceleraba detrás de él, superándolo por unos 280 km/h. Me ubiqué de forma tal que su borrosa silueta estuviera en la parte inferior del HUD apagado y abrí fuego. El rugido de los proyectiles de 30 mm que salían de los cañones a una velocidad de cuarenta disparos por segundo llenó la cabina. Mantuve el dedo en el gatillo, me relajé, y luego volví a maniobrar para cruzar mis disparos en su camino. Hacer puntería aire-aire a 150 m de distancia no es fácil, y sin miras y en la penumbra era casi imposible.
De repente, por la radio llegó un grito urgente de Dave Smith: “¡Asciende, asciende, te están disparando!”. (…) A estas alturas me había quedado sin municiones y, ante el grito de Dave, ascendí verticalmente, a través del sol poniente mientras realizaba, despreocupadamente, una gran maniobra de bucle, volé a 3600 m en dirección noreste hacia el Hermes con el corazón acelerado.
(…)
Mientras subía rápidamente a 6100 m revisé el motor y los indicadores de combustible y me di cuenta de que en este tema íbamos a estar muy justos. (…) Mientras volaba sobre la pista destrozada, ascendiendo a 7600 m entre los extraños hongos del fuego antiaéreo, se encendieron las luces que indicaban bajo nivel de combustible. Me quedaban sólo 590 kg. Llamé al portaaviones y les dije que regresaba con escasez de combustible, entonces accedieron a acercarse acelerando a 32 nudos para acortar la distancia.
(…)
Ensayé mentalmente las acciones que debía ejecutar a fin de eyectarme hacia el agua fría y oscura debajo de mí. Idealmente, el procedimiento debía iniciarse justo por debajo de los 3000 m, de modo que el paracaídas se desplegara inmediatamente y brindara el máximo tiempo en el aire para prepararse para el impacto. En la oscuridad iba a ser muy difícil calcular la altura, y era probable que no viera la superficie del agua mientras caía hacia ella. Tendría que bajar mi pequeño bote y estar preparado para soltar el paracaídas inmediatamente después del impacto. El problema entonces sería inflar la balsa salvavidas 3individual en un mar picado y poder subirme a ella. Sin la balsa salvavidas solo podría sobrevivir una o dos horas, ya que la temperatura del agua estaba solo unos pocos grados por encima de cero.
(…)
También comencé a pensar en el combate reciente. Había sido una pelea increíblemente rápida y violenta, ¿cuánto tiempo habría durado? ¿Diez minutos? ¿Uno? Finalmente llegué a la conclusión de que toda la acción había durado menos de tres minutos, quizás estuviera más cerca de dos. En ese tiempo probablemente habían muerto media docena de hombres. Había alertado a Búsqueda y Rescate, pero no estaba seguro de si habría alguien disponible teniendo en cuenta el caos en Bahía Agradable. También sabía que había sido el responsable directo de la muerte de dos pilotos argentinos. Fue algo que pude olvidar en ese momento, pero que tuvo un gran impacto en los siguientes veinte años de mi vida.
(…)
Héctor sobrevivió a la guerra y pasó a comandar un ala de Skyhawk de la Fuerza Aérea Argentina. En el verano de 1993, gracias a las buenas gestiones de Maxi Gainza, un amigo en común, nos conocimos en Londres (…) Héctor y su esposa vinieron a nuestra cabaña de Somerset y, después de varias copas de sidra, descubrimos lo que realmente había sucedido esa noche hacía casi veinte años.
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