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Lecturas

Desacralizar la concha

"Putas", el libro de Águeda Pereyra de editorial Síncopa.

Águeda Pereyra

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Y el mundo está lleno de esos seres incompletos que andan en dos pies y degradan el único

misterio que les queda: el sexo.

D. H. Lawrence - La serpiente emplumada

Corrientes proprostitución llaman a desacralizar la concha. “Si seguimos pensando que la concha es sagrada —expresa Georgina Orellano—, difícilmente vayamos a combatir el patriarcado”. Un sector del feminismo, más o menos imbuido en el debate, aplaude la idea, leyendo en esa demanda un desafío a la moral conservadora, al poder masculino. Desacralizar la concha implicaría entonces entender ese recorte del cuerpo como cualquier otro, desinvestirlo de las marcas simbólicas. Es curioso, el cuerpo puede ser fragmentado, también puede ser separado, cartesianamente, de los procesos psíquicos, del alma. Un operario trabaja con sus manos, una trabajadora sexual trabaja con su concha. Sin embargo, hagamos el intento de poner en cuestión esta idea que devino en eslogan y leámosla en clave interrogativa: ¿la puta trabaja solo con su concha?

Freud descubrió tempranamente que la sexualidad no se confunde con la genitalidad, asimismo el fundador del inconsciente halló no sin perplejidad que el cuerpo de sus histéricas no se correspondía con ese cuerpo “natural”, biológico: operaban ahí otros recortes. Entonces, insisto, ¿la prostitución es un asunto de genitales, nada más?

En febrero del 2019, el Spectator Usa publicó una columna firmada por Slavoj Žižek titulada: “Let’s not demystify the vagina, please. In eroticism, there is only a small step from the sublime to the ridiculous” [No desmitifiquemos la vagina, por favor. En el erotismo, solo hay un pequeño paso de lo sublime a lo ridículo]. A propósito de una trilogía de libros de fotos de Laura Dodsworth, el último de los cuales está dedicado al órgano sexual femenino, Žižek ubica en la exigencia por desacralizar la vagina una amenaza contra el erotismo: “lo que queda es un mundo plano de realidad ordinaria en el que la gente pierde toda tensión erótica”. Si, según Lacan, la sublimación implica la posibilidad de elevar un objeto cualquiera al nivel de la Cosa imposible, lo que Žižek ubica como “desublimación represiva” en el afán por desexualizar los órganos sexuales —el filósofo esloveno no se refiere únicamente a la vagina— da como resultado no tanto una nueva libertad sino “una realidad gris en la que el sexo está totalmente reprimido”. El autor señala entonces una paradoja: el llamado a desexualizar los genitales no nos libera de nada, nos conduce en cambio a una mayor represión.

Porque todo lo que se pretende “normalizar” —utilizando un verbo que la época adora, en ese gesto que espera que nada quede por fuera de la norma— en lo tocante al sexo deviene mandato. El llamado a expresar “libremente” la sexualidad no está exento de normas e ideales. La paradoja se presenta contundente cuando corroboramos que aquellas normas que supuestamente nos “darían libertad” terminan operando como restricciones de la misma libertad que esas normas deberían proteger, tal como afirma Judith Butler, al sugerir que el lenguaje emancipatorio en torno a la “liberación” siempre lucha contra las fuerzas de recuperación y domesticación, preguntándose finalmente si después de esta domesticación sigue el sometimiento, la subordinación. La represión.

El concepto “desublimación represiva” nos remite, siguiendo a Herbert Marcuse en El hombre unidimensional, al control social y a las formas en las que se generaliza e intensifica la dominación. A una “pseudoliberación” que opera “más bien a favor del status quo de una represión general que en contra de él” y termina institucionalizándose. Es un modo de controlar, de debilitar “la rebeldía de los instintos contra el principio de realidad establecido” incorporando lo opaco, revistiéndolo de una pretendida transparencia. Marcuse señalaba hace varias décadas que “todo lo que toca nuestra sociedad se vuelve un potencial de progreso y de explotación, de enajenación y de satisfacción, de libertad y de opresión. La sexualidad no constituye una excepción”.

En Políticas del erotismo, artículo publicado en revista Invisibles, Alexandra Kohan realiza una lectura interesante sobre el texto de Žižek —texto que, agrego, encendió la indignación de la manada biempensante—, ubicando en primer término que este se trata de una intervención política: Žižek no es ingenuo —afirma la autora—, es decir, sabe que el erotismo no acabará a partir de discursos voluntaristas, pero su reflexión abre la posibilidad de pensar el modo en que se va configurando el erotismo en cada momento histórico; en este caso, se trata de las consecuencias que se desprenden de los discursos que buscan normalizar, domesticar lo sexual indicando de qué maneras se debe gozar, qué se puede mostrar, qué es erotismo, qué no lo es. “No deja de ser una ilusión la idea de que desexualizando los genitales (…) podría controlarse qué puede ser pasible de erotismo y qué no”, afirma Kohan desnudando que hay algo de la estructura —opaca, enigmática— de la sexualidad que se resiste al imperio de las buenas intenciones. Porque el psicoanálisis desnuda que la sexualidad humana es problemática, es un desajuste primero, “una desviación plegada de paradójas de una norma que no existe”, como dice tan bellamente la filósofa Alenka Zupančič. Nada “va de suyo” en lo tocante a la relación entre los sexos: para el psicoanálisis ni siquiera el interés sexual del hombre por la mujer es algo obvio —afirmaba Freud en Tres ensayos de teoría sexual— sino un problema que requiere esclarecimiento. Una interrogación.

Entonces, lo que pretendo subrayar es el carácter político del mandato a desexualizar la concha en tanto modo de intervenir en el plano erótico, en las cuestiones del deseo. La pretensión de transparencia alisa y allana, hace que todo sea equiparable, que nada se resista a ingresar “en el torrente liso del capital, la comunicación y la información”, como expresa Byung Chul Han en La sociedad de la transparencia. Donde algunos denuncian la violencia del capitalismo, otros celebran la caída de los tabúes. “Con respecto a la sexualidad, todas las personas trabajamos con nuestro cuerpo, con nuestro intelecto, con nuestras manos o con nuestros pies. El tabú es el sexo. El no reconocernos como trabajadoras sexuales porque trabajamos con nuestros genitales, ése es el gran tabú, el gran prejuicio”, expresa María Eugenia Aravena, titular de AMMAR Córdoba en el diálogo que Lohana Berkins y Claudia Korol compilaron bajo el título Prostitución/trabajo sexual: las protagonistas hablan. Yo sostendría no obstante la pregunta sobre si efectivamente se trata de un supuesto carácter sagrado que reviste al genital femenino, si se trata solo de determinaciones culturales, conservadoras eventualmente, que en esta época están siendo puestas en cuestión por los movimientos de mujeres, o si responde en cambio a una determinación más estructural, inherente a la sexualidad del sujeto parlante. ¿Por qué nos resistimos a que el sexo sea un bien alienable al mercado?

En la introducción al libro Pornografía y obscenidad, de Henry Miller, Aldo Pellegrini esgrime un elogio sobre cómo lo sagrado reviste a lo erótico, a la sexualidad entendida —digamos, freudianamente— como esa actividad que excede en mucho a la cópula, a la genitalidad. El texto, escrito en 1967, se postula como un manifiesto contra la banalización que, ya en aquella época y de la mano de cierta espectacularización del sexo, implicaba un intento por aplanar ese elemento vital que habita en el erotismo en tanto misterio. Lo sexual se degrada a “un deporte sin convicción”, ironizaba el autor, desnudando que en esa forma de tratamiento de lo erótico había un gesto “mucho más falso” que la hipocresía y la pacatería que se buscaba combatir. Lo sagrado queda vinculado a ese misterio, a eso opaco que motoriza la búsqueda de sentido, a lo vital, y no ya a tal o cual concepción religiosa. “Cualquiera sea su visión de universo, la vida debe tener para el hombre ese carácter sagrado sin el cual todo pierde sentido”, promulgaba el autor.

La reivindicación que exige equiparar la prostitución con cualquier otro trabajo que implique el uso, por ejemplo, de las manos —un obrero, una artesana— nada dice acerca de que una y otros —prostituta, obrero, artesana— tienen más que un fragmento de su cuerpo implicado en la labor, está todo su cuerpo ahí y sin embargo, a su vez, no todo es cuerpo ahí, hay también implicados procesos afectivos, representaciones psíquicas. Hasta nuevo aviso, la desimplicación subjetiva, la automatización de la tarea, la total alienación no es más que uno de los sueños del neoliberalismo.

Quizás una diferencia radica en los límites que los diferentes oficios permiten introducir en torno al cuerpo: si más o menos todo el cuerpo está implicado en la tarea, también es cierto que un operario podrá establecer ciertos límites (decidir, digamos) sobre qué partes de su cuerpo exponer a los otros. Qué de su cuerpo será entonces compartido con los otros, qué de su cuerpo es susceptible a ser tocado por los otros. Ese margen de elección, en la prostitución, es estrecho, en muchísimos casos es nulo. “Besos pido que no”, relata una mujer que expresa lo intolerable de ser besada por el “cliente”: la boca aparece como límite que no se debe franquear para poder soportar la escena. No todas las mujeres que se encuentran en situación de prostitución pueden establecer ese tipo de condiciones, no con todos los clientes se puede protocolizar el “pase”, en muchos casos ni siquiera el uso de preservativo está garantizado: dependerá de la “buena voluntad” del otro (de ahí la enorme cantidad de embarazos no deseados en la población prostituida). El consumo de alcohol y sustancias psicoactivas es un recurso al que acuden en ocasiones “voluntariamente”, pero en una gran cantidad de casos son impuestos por los proxenetas para que se mantengan despiertas, para estar “más sueltas”, para rendir un poco más. Ahí, el cuerpo todo es afectado.

Este texto es un adelanto del libro editado por Síncopa.

AP

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