La represión militar en la Argentina (1955-1976)
Un conjunto de factores políticos condicionó desde el comienzo la presidencia de Arturo Umberto Illia. En amplios sectores existía una profunda desconfianza hacia la democracia, ya que se dudaba de que pudiera garantizar la integración de los seguidores de Perón. Esta opinión se relacionaba con una valoración negativa del panorama abierto luego del golpe de Estado de septiembre de 1955. Illia gobernó solamente con el apoyo de su partido, sin establecer alianzas con otros sectores, cuestión que hubiera sido fundamental en un contexto dominado por la atomización de la representación política. Carecía de una estrategia consistente hacia los sectores peronistas y su pervivencia en un sistema político basado en su proscripción electoral. El gobierno parecía encarar el asunto solo a partir de la canalización de esos votos por los partidos neoperonistas.
Los trabajadores sindicalizados retomaron la protesta mediante el llamado “Plan de Lucha”, una serie de huelgas con la ocupación de los establecimientos industriales desarrollada por la CGT y sus gremios entre mayo y junio de 1964. En estas acciones que contaron con alrededor de tres millones novecientos mil trabajadores y unas once mil fábricas ocupadas, los ejes del reclamo provenían de motivos salariales y otros que hacían hincapié en las condiciones laborales.
Los principales dirigentes gremiales peronistas buscaban debilitar políticamente al gobierno nacional. Esta capacidad de maniobra doble –desplegada en el campo laboral y en el político– se reforzaba por las dificultades de los partidos neoperonistas, que eran proscriptos recurrentemente. Las acciones de los trabajadores se destacaron por el nivel de planificación, efectividad y clandestinidad, así como por los importantes niveles de autonomía de las bases. La contracara fue el estado de alarma que cundió entre empresarios, políticos opositores y el Ejército.
En este contexto, se produjo la aparición de distintos agrupamientos de militantes que buscaban conformar guerrillas rurales, como el denominado Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP). El EGP intentó crear un “foco” rural en el norte argentino para luego desarrollar una estrategia revolucionaria según los preceptos del “Che” Guevara. El grupo se conformó con militantes porteños y cordobeses universitarios y la rama juvenil del Partido Comunista, la Federación Juvenil Comunista: llegó a tener alrededor de treinta integrantes, sumados a los apoyos urbanos. Esta experiencia terminó en un fracaso rotundo y fue destruida por la Gendarmería. Se hicieron visibles las dificultades de aplicar la estrategia “foquista” sin contar con el apoyo potencial de los seguidores de Perón y en un terreno rural hostil para iniciar las operaciones.
Luego de una explosión en un departamento de la Capital Federal, a fines de junio, la opinión pública, las FFAA y las autoridades políticas descubrieron el proyecto guerrillero de las llamadas “Fuerzas Armadas de la Revolución Nacional” (FARN), que no llegaron a entrar en actividad. Este grupo compuesto de una veintena de militantes de la corriente trotskista Palabra Obrera propuso dar inicio a la lucha armada luego de vincularse con el “Che” y la experiencia cubana. Preparaban una red de apoyos basada en recursos financieros, humanos, armamentos, casas, vehículos, medicamentos y alimentos. Los agentes judiciales y los investigadores policiales que trabajaron en el lugar de la explosión obtuvieron pruebas de la intención de enviar documentación, mapas, armas de fuego y explosivos a la provincia de Tucumán. El impacto generado por estos hechos, sumado a las huelgas y protestas obreras de 1964, condujo a los dirigentes políticos y a las jerarquías militares a reforzar su preocupación por la seguridad interna.
El actor castrense mantenía una relación distante con las nuevas autoridades políticas. Los “azules” –la facción hegemónica de las FFAA– tenían presente que la UCRP había sido aliada de los “colorados” durante los enfrentamientos de facciones militares, a comienzos de los sesenta. Además, observaban con recelo la estrategia moderada del gobierno frente a las expresiones políticas y sindicales del peronismo y las diferentes formas que empezaba a tomar la radicalización política hacia la izquierda de algunos sectores de la sociedad, especialmente en la juventud universitaria. Illia rechazó el uso de fuerzas militares para reprimir las protestas obreras ocurridas durante el “Plan de Lucha”, algo que para Potash “sirvió a los ojos de muchos argentinos, civiles o militares, como prueba de su falta de autoridad, debilidad e indecisión”.
En agosto se realizó una interpelación parlamentaria en la Cámara de Diputados a Juan Palmero, Miguel Ángel Zavala Ortiz y Leopoldo Suárez –los ministros del Interior, de Relaciones Exteriores y Culto, y de Defensa, respectivamente– en la que la dirigencia política reabrió la discusión sobre la represión militar. Allí se analizó el nivel de amenaza de los grupos armados recientemente descubiertos en el norte del país y la Capital Federal, y se exploraron las medidas a implementar. Como lo expresó el diputado de la Democracia Cristiana Teodosio Pizarro, se buscaba “valorar los hechos ocurridos, sus posibles proyecciones y dar también en su oportunidad al gobierno los elementos idóneos que le permitan defender la paz social, la vigencia de las instituciones republicanas y el estilo de vida en libertad que es aspiración de todos los argentinos”.
Según el diagnóstico de los representantes del gobierno –en concordancia con la teoría contrainsurgente francesa–, la conflictividad interna, entendida como el signo de un enfrentamiento bélico, se insertaba en el cuadro general delineado por la Guerra Fría. Es de destacar la forma en que la nueva administración parecía haber incorporado un conjunto de claves de interpretación propio del ámbito castrense.
Mientras explicaba la génesis de la “guerra revolucionaria”, el ministro Zavala Ortiz señaló: “Es notorio que de la existencia de dos sistemas de vida distintos ha surgido en el mundo una competencia de poder, con posibilidades de agresión bélica –diría así–, de guerra propiamente dicha entre ambos bloques de países”. A continuación, advertía que “la existencia de un poder tan extraordinario como el que surge de la energía atómica ha determinado, paradójicamente, una autolimitación de la posibilidad de la guerra en su sentido más propio”. Como corolario de este proceso, se concluía que la amenaza de una guerra nuclear “ha dado motivo a que la competencia se derivase a otro método, a otro sistema, que es el conocido como el de guerra revolucionaria: guerra no declarada, silenciosa, pero guerra inexorable, global y permanente”. Con respecto a la situación argentina, Zavala Ortiz expresó: “Hay una guerra revolucionaria declarada a las organizaciones, a las repúblicas, a las democracias o no democracias vigentes en Latinoamérica, y contra esa situación tendremos que tomar las medidas correspondientes”.
Este abordaje contaba con el aval de varios diputados del oficialismo y la oposición como, por ejemplo, Héctor Sandler del partido Unión del Pueblo Argentino (UDELPA). Este diputado manifestaba su total acuerdo con el ministro de Relaciones Exteriores y expresaba: “En el mundo se ha desatado un tipo de guerra subversiva a la que se llama guerra de guerrillas, que viene a reemplazar a la agresión común y corriente a la que estábamos habituados”. Sandler advertía sobre la drástica modificación en las formas del combate y se preguntaba “si el mundo actual tanto ha variado que ya no se ven tropas en el campo de batalla”. Indicaba, además, que el engaño era una de las características principales de la “guerra revolucionaria” y alertaba sobre cómo los partidos políticos negaban la filiación que muchas veces los “guerrilleros” detenidos decían tener.
Otro legislador que estaba en total sintonía con este diagnóstico era el representante del Partido Demócrata Nacional por Mendoza, Emilio Jofré. El diputado expresaba que “es indudable que en nuestra Nación existen organizaciones formadas por argentinos y también por extranjeros que quieren causar perturbaciones en la República”. Al insistir en este aspecto, afirmaba: “Esto forma parte de un plan, de ese plan que desde hace algún tiempo se han trazado los países comunistas, los cuales se han propuesto tomar posiciones, primero en el África y luego en América Latina”.
Américo Ghioldi –diputado por la Capital Federal del Partido Socialista Democrático– se sumaba a estas voces y advertía:
Ha habido un intento de acción subversiva. […] Se toma noticia de la existencia de una acción guerrillera, con estrategia de guerra, con códigos de guerra, en desarrollo de guerra revolucionaria, en pequeña escala, afortunadamente, pero que denota una energía y una voluntad de realización que, aun cuando haya sido pequeña en el caso que analizamos, demuestra la existencia, sobre todo, de un plan y de voluntad de operar.
Para los ministros del gobierno, el mayor riesgo se vinculaba con la unión entre el “comunismo” y el movimiento peronista, una línea de interpretación que seguía los análisis prospectivos del Ejército. Para Zavala Ortiz, la gravedad de la situación justificaba la presencia del ministro de Defensa, porque lo que estaba en juego era nada menos que la “seguridad nacional”.
El ministro de Defensa Suárez relativizó el peligro del “foco de guerrilleros”. Afirmó que un grupo armado como el EGP podía eliminarse con las fuerzas de seguridad, especialmente la Gendarmería. Sin embargo, aclaró que “sí hay un riesgo cierto de una perturbación general en el país, porque no es misterio para nadie que frente a este tipo de acción [la del egp] aparecen unidos distintos sectores que evidentemente están en el hecho subversivo en la República”. En la coyuntura conflictiva de 1964, Suárez se refería a los trabajadores, los sindicatos y al movimiento peronista, una postura que también tenía el Ejército.
El uso de las FFAA para la represión pasó a ser un eje central del debate. Juan Balestra –diputado por el Partido Liberal Autonomista de Corrientes– fue directo al punto y consultó al ministro de Defensa sobre la posibilidad de incorporar al Ejército y aplicar el Código de Justicia Militar a los civiles detenidos, dos tópicos que retomaban las discusiones mantenidas por los dirigentes políticos y las autoridades militares en los tiempos de Frondizi. Suárez respondió que ni el Poder Ejecutivo ni su cartera creían necesaria la utilización del arma terrestre en el área de la seguridad interior. De todas formas, volvió a resaltar que, en el caso de una “subversión” o la posibilidad de un “atentado contra la Constitución y las instituciones democráticas del país […], el Poder Ejecutivo contaría con la totalidad de las Fuerzas Armadas” a su disposición para restablecer el orden.
El gobierno expresó la urgencia por lograr la actualización de la legislación de defensa porque esta solamente contemplaba la “guerra clásica”. Suárez sugirió al Congreso que, en el corto plazo, se trabajara para hacer frente a la “guerra revolucionaria”, y enfatizó la necesidad de reemplazar la normativa de Perón para “que el Estado cuente con los medios necesarios para defender su integridad”. El ministro del Interior Palmero solicitó a los legisladores que se abocaran a desarrollar una nueva ley de defensa al expresar:
Es preocupación del Poder Ejecutivo, frente a este nuevo tipo de guerra que importa la guerra de guerrillas, sugerir al Honorable Congreso de la Nación la adopción de disposiciones que contemplen estos hechos nuevos que se producen y que necesitan, dentro de la legislación, que el Estado cuente con los medios necesarios para defender su integridad.
Los legisladores de los distintos partidos políticos mostraron su voluntad de colaborar. El diputado Pizarro aseguró: “Estoy seguro que daremos al Estado y al gobierno los medios idóneos para defendernos, y al mismo tiempo habremos de dictar las leyes necesarias para [hacer frente a] la acción subversiva”, que según su parecer se desarrollaba en el país. El udelpista Sandler expresaba que “ante los nuevos hechos habrá que emplear nuevas soluciones. La seguridad del país así lo exige”. Por su parte, Emilio Jofré, diputado del Partido Demócrata Nacional por Mendoza, manifestó que, por la “gravedad extraordinaria” de la situación, se debía “buscar que existan disposiciones muy enérgicas aplicables a los que quieran atentar contra el orden, contra los principios constitucionales del país”.
La atención del gobierno nacional sobre el encuadramiento legal del accionar contrainsurgente llegó hasta la figura del presidente. Al igual que los legisladores y los ministros presentes en la interpelación, Illia consideraba la posibilidad de utilizar a las FFAA. Así lo expresó en su mensaje anual al Congreso de mayo de 1964: “Es un concepto admitido en los ámbitos militar y civil, que los adelantos de la técnica y de la ciencia han roto el esquema de la ‘guerra clásica’. La ‘seguridad nacional’, la adecuada instrumentación de la ‘defensa nacional’ han ampliado el panorama”.
Illia indicaba que los conflictos armados habían sufrido una mutación que se expresaba en la extensión de los espacios en los que el enfrentamiento podría librarse. Esto iba en consonancia con lo planteado por el saber contrainsurgente del Ejército. Por este motivo, afirmaba: “Compenetrados de este concepto, ha sido nuestra preocupación elaborar el proyecto de una nueva ley de defensa nacional […] y complementar una legislación en armonía con las circunstancias que viven el país y el mundo”. Desde esta perspectiva, la precondición para usar las ff. aa. con fines represivos era el reemplazo de la normativa de defensa vigente.
La elaboración de una nueva legislación de defensa
El 11 de septiembre de 1964 el Poder Ejecutivo envió a la Cámara de Senadores un proyecto de ley de defensa que conservó, en sus aspectos centrales, el contenido de los borradores escritos durante la presidencia de Frondizi. Esto lo confirmaba Astigueta, uno de los redactores de la normativa de 1961, quien años después dijo que “de ahí surgió la ley de Seguridad Nacional que a regañadientes hizo suya el presidente Illia y fue sometida al Congreso Nacional antes de su caída”. El máximo mandatario hizo mención, en 1965, al proyecto de ley en el mensaje anual al Congreso, en el que les expresó a los diputados: “Vuestra honorabilidad tiene a estudio el proyecto de la nueva ley de Defensa Nacional. No dudo habrá de merecer la urgente preocupación de los señores legisladores”. Con un tono más enfático, Illia afirmó: “Necesitamos de este instrumento legal, porque él nos posibilitará la incorporación de nuevos conceptos que en esta materia imperan en el mundo y la modificación de las estructuras que constituyen el basamento de la defensa nacional”.
El gobierno sostenía que el reemplazo de la normativa vigente brindaría las herramientas necesarias para enfrentar el conflicto interno. El ministro de Defensa Suárez expresaba en el texto de fundamentación: “El proyecto adjunto tiene como fin primordial proporcionar los medios legales que permitan adoptar oportunamente las medidas tendientes a proteger la integridad de la República de los efectos perjudiciales de cualquier factor capaz de atentar contra la misma”.
Se hacía un llamado a la renovación de la legislación de defensa para adecuar “la organización de la defensa nacional a las cambiantes situaciones que conforman el mundo moderno”, como decía Suárez. La necesidad de recurrir a operaciones militares de excepción se justificaba en los siguientes términos: “Si para superar situaciones de carácter extraordinario, la Nación no pudiere contar con los medios preventivos y represivos también extraordinarios […] se pondría en peligro su existencia misma, o la de sus instituciones básicas, facilitándose el caos social, en detrimento de los valores fundamentales que forman nuestro acervo nacional”. El ministro esperaba reemplazar la Ley Nº 13234 de 1948 por una nueva normativa acorde con los requerimientos de la “seguridad nacional”.
El proyecto de ley se enfocaba en la “guerra revolucionaria”, en concordancia con lo planteado por la teoría antisubversiva francesa. El cuadro general descripto en la normativa expresaba:
El mundo vive un estado de profunda transformación y de conflicto permanente, en el cual no se advierte una clara línea divisoria entre la paz y la guerra, sino solo etapas de una lucha por sobrevivir o imponerse, librada entre bloques de naciones movidas por ideologías, intereses y sistemas políticos antagónicos.
Esta parte del proyecto –que era una copia textual de su antecedente de 1960– se completaba con una descripción de los ámbitos variados en los que se desarrollaba el conflicto: “Esta lucha se lleva a cabo con todos los instrumentos del poder, sean militares, políticos, económicos o psicosociales”.
El gobierno buscó adaptar las figuras jurídicas ya existentes como, por ejemplo, la de “conmoción interna”. Para Suárez, esta situación abarcaba un campo relativamente amplio de circunstancias asociadas con la disidencia interna. En el punto 45 del texto de fundamentación de la ley se indicaba: “La conmoción interna a que la Constitución se refiere comprende tanto los movimientos abiertamente hostiles a la autoridad, contrarios al orden público, como también esos anuncios evidentes de más hondas perturbaciones, pero que no han tomado todavía una forma práctica, una forma externa”.
El otro concepto utilizado para los casos de crisis interna era el de “emergencia grave”. De acuerdo con el punto 40, así se llamaba a una situación incluida dentro de la “conmoción interna”, que según la Constitución se establecía como precondición para la declaración del estado de sitio. Suárez señalaba en el punto 37:
El concepto de emergencia grave está integrado por dos elementos esenciales: la gravedad o extensión de la alteración del orden o seguridad y el hecho de que los efectos de esa alteración no puedan ser controlados o anulados por entes privados u oficiales locales y requieran el concurso de las autoridades nacionales.
Por consiguiente, ambas definiciones tenían en común un marcado grado de generalidad, que podía incluir diversos tipos de conflicto.
El uso de las FFAA en el proyecto estaba precedido de la declaración de un estado de emergencia. La normativa indicaba en su artículo 10 que el presidente decretaría el “estado de prevención” en una parte o en todo el país, según la extensión de la zona afectada. Esto ocurriría toda vez que hubiera un acontecimiento que amenazara la “seguridad nacional”, que sería definido mediante los conceptos de “conmoción interior” o “emergencia grave”. Si una situación de riesgo lo ameritaba, el máximo mandatario dispondría estas medidas y luego notificaría al Congreso; si el peligro era menor, se requeriría primero la autorización del Poder Legislativo. En cualquier caso, el proyecto le otorgaba al presidente una capacidad decisiva.
Se procedería a establecer una jurisdicción especial llamada “zona militar”. El artículo 11 del proyecto indicaba que el presidente podría “otorgar el gobierno civil de las zonas afectadas a la autoridad militar con autorización legislativa o dando cuenta oportunamente al Congreso Nacional, según la gravedad de la situación y la urgencia de las medidas que se adopten”. El artículo 29 expresaba que la autoridad castrense de la “zona militar” o del “teatro de operaciones” sería un delegado del presidente y ejercería la totalidad del gobierno civil y militar. Si bien se continuaba con lo delineado para las “zonas de emergencia” en la época de Frondizi, el proyecto de 1964 agregó la prerrogativa de poder legislar sobre la emergencia, algo que había sido un reclamo del sector castrense durante la puesta en ejecución del Plan CONINTES. El artículo 31 prescribía que el comandante del “teatro de operaciones” estaría facultado para dictar los bandos “que las necesidades de la situación impusieran”.
El proyecto de ley fracasó en la Comisión de Defensa del Senado, por lo que ni siquiera llegó a debatirse. A pesar de su sólida fundamentación, el apoyo público dado por Illia y la opinión favorable a reemplazar la legislación de defensa de una gran parte de la dirigencia política, el texto en discusión siguió el mismo destino que sus versiones previas con Frondizi. ¿Cuáles fueron los motivos de este desenlace, si la normativa parecía haber llegado en un contexto propicio para su eventual aprobación?
El proyecto fue desestimado debido a la oposición del bloque de senadores de la UCRP, que controlaba la mayoría de las bancas en la cámara alta. Los miembros del Senado no estaban de acuerdo con los diputados y los ministros sobre la necesidad de sancionar una nueva legislación de defensa orientada hacia la represión militar. De hecho, hay indicios de que el propio presidente no estaba enteramente convencido. En los días en que se envió la normativa al Senado, Illia realizó declaraciones a la prensa extranjera: afirmó que en América Latina “no existe en absoluto duda alguna de que el comunismo ha perdido gran parte de su atracción en este hemisferio […] Está declinando y continuará declinando”.
El gobierno mantuvo una política persuasiva de la protesta social sostenida por el presidente Illia y el ministro del Interior Palmero. El uso de las FFAA. estuvo lejos de ser una opción durante los conflictos vinculados al “Plan de Lucha” sindical de 1964 y ante el EGP. Estos elementos pueden brindar cierta plausibilidad a lo expresado por Astigueta sobre la “reticencia” del máximo mandatario frente a la normativa en discusión.
A pesar de los argumentos que explican el paso en falso del proyecto de ley por Senadores, una cuestión sigue abierta: ¿por qué Illia –quien al parecer no lo apoyaba– lo envió para su debate y eventual sanción? Ante la falta de fuentes y explicaciones historiográficas, se impone avanzar por el terreno de las conjeturas. Puede suponerse que la decisión presidencial tal vez estuvo relacionada con seguir el consejo de dos de los promotores más destacados del enfoque contrainsurgente dentro del gobierno: Zavala Ortiz y Suárez, ministros de Relaciones Exteriores y Culto y de Defensa Nacional, respectivamente. Estos miembros del Poder Ejecutivo provenían de la facción unionista del radicalismo, caracterizada por su conservadurismo, anticomunismo y antiperonismo. El envío del proyecto de ley de defensa al Congreso puede interpretarse como una concesión a este sector del gobierno y del partido, algo que no representaba una garantía de tratamiento favorable.
Los escenarios de tensión con los que lidiaba el presidente hacia 1965 empeoraron y con ellos también lo hizo la gobernabilidad. La desconfianza hacia la democracia, el conflicto entre la ucri y la ucrp, la persistencia del apoyo popular a Perón y las diversas expresiones de su movimiento, y la presencia amenazante de las FFAA –preocupadas por la seguridad interna– se habían convertido en factores de presión. Sumado a esto, comenzaron a hacerse visibles las críticas a la administración nacional, en general, y a Illia, en particular, desde amplios sectores políticos, mediáticos y empresariales.
Este rechazo al presidente –que se extendía a los partidos políticos– se vinculaba con una campaña basada en un reclamo: “modernizar” el país. Desde actores mediáticos como las revistas Primera Plana y Confirmado se calificaba al sistema de partidos como una estructura anquilosada e ineficiente, a pesar de los datos positivos en materia económica y educativa, entre otras áreas. Se planteaba que los políticos se movían dentro de los márgenes de la demagogia y se convertían en un obstáculo para el crecimiento. Por contrapartida, los jóvenes ejecutivos, las técnicas de marketing y el dinamismo empresarial eran –según se decía– los motores del éxito. La solución de todos los problemas políticos y económicos pasaba por reemplazar la política por la administración.
La crítica al gobierno nacional permeó a las FFAA y desde marzo de 1966 los militares hablaban abiertamente de derrocar al presidente en discursos y memorandos: se basaban en los mismos argumentos que los expresados por la prensa. Se agregaba la preocupación por las elecciones del año siguiente, que auguraban un triunfo de las fuerzas peronistas. Además, entre abril y mayo el gobierno se negó a enviar tropas a la República Dominicana para tomar parte en la represión de un conflicto interno. Esto aumentó el malestar debido a que las FFAA eran favorables a la intervención, ya que querían congraciarse con los Estados Unidos y el rol que les asignaba a las fuerzas militares latinoamericanas.
La actitud pasiva del gobierno frente a los estudiantes universitarios –que expresaban la radicalización de los jóvenes– y el incipiente acercamiento al movimiento peronista de los sectores medios acentuaron las críticas de la prensa conservadora, los empresarios y las FFAA ante el supuesto avance del “comunismo”. Los altos mandos de las tres armas acordaron las acciones a desarrollar: el Ejército ocupó las sedes de diferentes medios de comunicación el 27 de junio y se obligó al presidente a renunciar. Al día siguiente, los militares pusieron fin al gobierno de Illia mediante un nuevo golpe de Estado.
Disponible en https://ediciones.ungs.edu.ar/libro/la-represion-militar-en-la-argentina-1955-1976/
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