Secuestrado por la guerrilla y, después, por los militares: el calvario de José Siderman y su familia
El objetivo cumplía con precisión los hábitos que comprobaron hasta el cansancio y nada cambió ese lunes 9 de diciembre de 1974. Estacionaba su automóvil en la estación de servicio en el centro de Tucumán, casi con exactitud a las 8:30 de la mañana, e ingresaba en el negocio de artículos para el hogar que estaba al lado.
Desde la ventana de un supermercado cercano, una joven vestida con camisa y jean gastado observaba los movimientos del hombre. Frotó los dedos en su sien antes de desaparecer caminando fuera de la vista. Un poco más adelante en la cuadra, un trabajador uniformado que estaba en lo alto de un poste de luz vio la señal de la joven e interrumpió la reparación para anotar algo en un cuaderno.
Los empleados del local empezaban a llegar antes de las 9. Poco después, uno de ellos salía con una valija de efectivo y cheques para depositar en diferentes bancos. Ya lo habían seguido varias veces, pero esa rutina no era de interés para el grupo y dejaron de hacerlo.
Esa mañana, cerca de las 11, el hijo del objetivo se reuniría con su padre y trabajarían hasta el mediodía. A veces salían juntos a visitar una obra en construcción. Cuando lo hacían en automóvil, el grupo se ponía alerta, se comunicaban con walkie-talkies con los dos autos estacionados en el centro que seguían al automóvil blanco del objetivo. Si visitaban la obra a pie también eran seguidos.
El que estaba a la mañana en el poste de luz se quedaba en las inmediaciones esperando verlos salir e informaba a los demás. Esos movimientos eran controlados. El grupo no quería sorpresas que pudieran modificar el plan que diseñaron. Sabían que esos cambios en los hábitos siempre concluían al mediodía, cuando el objetivo regresaba al local donde dejaba a su hijo y luego conducía el vehículo hasta su casa en las colinas de San Javier, en el valle de El Corte, para almorzar. Volvía al negocio cerca de las cuatro de la tarde hasta cerrar.
Miembros de los vigilantes condujeron varias veces detrás del automóvil blanco y estudiaron la ruta para encontrar el lugar perfecto para atrapar al hombre que vigilaron tan de cerca y por tanto tiempo. Ese era el día que eligieron, y todo debía salir perfecto.
Se decidieron por un recodo del camino luego de pasar las colinas, donde las laderas escarpadas a ambos lados encerraban los carriles de la ruta. Su plan requería que una docena de sus integrantes estuvieran uniformados como miembros de la policía y portaran armas largas, mientras cuatro francotiradores vigilarían desde puntos estratégicos una posible e inesperada ayuda a favor de su objetivo, o la presencia de fuerzas armadas. Un jeep descapotable con dos integrantes uniformados estaba estacionado al pie de las colinas por si llegaba inopinadamente alguna fuerza de seguridad. Su plan requería el uso de violencia solo en caso extremo.
A siete kilómetros de distancia otros preparativos estaban en marcha. En un barrio de clase alta, una joven pareja había alquilado una casa y traído un camión de mudanza con muebles y cajas. Otros, aparentemente amigos de la pareja, estuvieron presentes para ayudar con la mudanza. Era claro para los vecinos que la pareja recién mudada estaba llevando adelante un trabajo de construcción, por la tierra que se comenzaba a acumular en el jardín adyacente. Los vecinos creían que la pareja estaba construyendo un quincho, con piso de piedra o lajas y techo de paja montado sobre postes, para proteger a la parrilla.
Pero la verdad era otra. Estaban concluyendo una “cárcel del pueblo”, donde los grupos guerrilleros encerraban a sus víctimas. La joven que pasaba señales desde el supermercado, el falso empleado de la compañía de electricidad y la pareja que aparentaba mudarse a una casa suburbana, los uniformados en el jeep y en la colina, eran miembros de una célula de Montoneros, un grupo de guerrilla urbana marxista identificado con el movimiento peronista. Estos jóvenes fanáticos eran una mezcla social de diferentes orígenes, incluyendo idealistas universitarios, obreros de los cañaverales y profesionales.
Cuando ese mediodía José partió hacia su casa, mientras se alejaba del centro de Tucumán, un par de automóviles se ubicaron en el camino delante de él: un Peugeot y una pick-up Chevrolet. Condujeron delante del auto blanco todo el trecho, yendo de un lado a otro de la ruta, impidiendo el sobrepaso hasta que, fuera de la ciudad, el camino comenzó a estrecharse.
Cuando llegaron a un recodo en las colinas, el Chevrolet imprevistamente salió del camino, dejando solo al Peugeot. El conductor redujo su velocidad de manera tal que se empezó a formar una cola de vehículos detrás del Torino blanco de José, quien se irritó y tocó bocina al conductor, pero sin éxito. Intentó sobrepasar al Peugeot; sin embargo, el vehículo delante se lo impedía.
Al llegar a la cima de la colina, el Peugeot de improviso se puso al costado del camino y José aceleró para pasarlo, al tiempo que descubría que había caído en una trampa. Una camioneta bloqueaba la ruta adelante, y un segundo automóvil salió del costado del camino para encerrarlo por detrás.
Alrededor de una docena de hombres armados rodearon el Torino. Otros controlaban al grupo de vehículos que fue parte de la caravana. Algunos de ellos vestían uniformes de la policía provincial y otros de la federal. Tenían escopetas y armas automáticas, todas apuntándolo a José. Uno de ellos habló:
—Siderman, esto es un secuestro, no trate de resistirse o será fusilado.
El hombre abrió la puerta del Torino, y dos hombres sacaron a José. Seguidos por un tercero, lo subieron a la camioneta donde lo acostaron. Uno le ató las muñecas detrás de la espalda mientras otro hizo lo propio con los tobillos. Le pusieron una venda sobre los ojos y lo amordazaron.
El cumplimiento correcto de cada uno de los roles de esta coreografía hablaba de un plan en el que cada detalle fue previsto minuciosamente, practicado y ejecutado con precisión. El secuestro, llevado a cabo a la vista de los otros conductores que esperaban en la cola, fue tan rápido como comenzó.
La camioneta, con José adentro, se puso velozmente en marcha, dio una vuelta en U y se dirigió colina abajo hasta superar al jeep estacionado al costado. Pronto llegaron a un camino de tierra. Nadie dijo una palabra.
Tras un largo rato, la camioneta se detuvo y los hombres alzaron a José para ponerlo en un cajón de madera del tamaño de un féretro. Luego de depositarlo dentro, pusieron una tapa en la parte superior que aseguraron con cintas. El cajón medía algo más de medio metro de ancho, setenta centímetros de alto y cerca de un metro ochenta de largo. No tenía respiraderos y José se sintió sofocar.
Lo depositaron en la parte trasera de una pick-up que empezó a moverse. Con un esfuerzo de autocontrol, logró dominar su pánico. Bajó sus pulsaciones y su corazón comenzó a serenarse. Trató de sacarse la mordaza, pero no pudo.
Su mente iba a toda velocidad para tratar de evaluar su situación. ¿Podría escaparse en algún momento? ¿Cuáles eran sus mejores chances para salir de esto vivo?
José trataba de encontrar sentido a lo que estaba sucediendo. Supuso que, sea que se tratara de criminales organizados, malhechores militares independientes o guerrillas, el objetivo más probable era obtener un beneficio a través del pago de un rescate.
Pensó en los informes que daban cuenta de los intentos guerrilleros de secuestros en Tucumán y en la provincia vecina de Catamarca. En Tucumán los guerrilleros intentaron secuestrar a Paz, el propietario de uno de los ingenios azucareros más importantes. De acuerdo con la prensa, sus captores lo asesinaron porque trató de resistirse.
José concluyó que sus secuestradores estaban demasiado bien organizados y actuaron con mucha eficiencia para ser criminales vulgares. Supuso que o bien eran guerrilleros, o más probablemente policías o miembros de las fuerzas de seguridad delincuentes que estaban acostumbrados a las acciones coordinadas.
A pesar de sus esfuerzos por permanecer calmo, la angustia a la que se veía sometido, encerrado y amordazado, se apoderó de él. No era un hombre religioso, pero en esos momentos recordó una antigua oración hebrea de su infancia: “Adom olam Asher Molach... El Señor está conmigo. No debo temer...”.
No había recitado esos versos en años, aun así, ahora estaba rezando.
Luego de veinte interminables minutos, el vehículo se detuvo y los secuestradores descargaron el cajón. Fue llevado a la casa en los suburbios que la pareja y sus amigos prepararon.
Sintió arrastrar la caja en la que estaba por una pequeña escalera, sacudiéndose con cada escalón, y luego escuchó el ruido de una puerta cerrándose detrás.
Se aflojaron las ligaduras del cajón y vio levantarse la tapa. El aire, aunque húmedo y pesado, llenó sus pulmones. Varias manos lo tomaron y lo levantaron, desataron sus tobillos y, sin pronunciar una palabra, todavía con la venda sobre sus ojos, lo bajaron por una escalera hasta un sótano.
Alguien presionó su cabeza para que se agachara. Quiso en un momento enderezarse, pero golpeó con su cabeza el techo.
—¡Agache la cabeza! ¡Deténgase!
El sujeto le desató las muñecas, sacó la mordaza de su boca y removió la venda que cubría sus ojos.
—¡Al piso!
Obedeció. A tientas, sus ojos tardaron en acostumbrarse a la escasa luz, justo a tiempo para ver a su captor cerrando una puerta de madera.
Se encontró encogido en un hoyo de tierra. El pozo, aparentemente hecho a golpes de pala, era de metro y medio por metro y medio. Tenía una altura igual. No podía pararse erguido ni estirar sus piernas cuando estaba en el piso.
Planchas de madera servían como techo. Una tabla rudimentaria a un costado servía aparentemente como cama. Un taburete con tapa y una bolsa de plástico dentro cumplía las funciones de retrete.
En el medio del improvisado techo colgaba una lámpara de no más de veinticinco vatios, que arrojaba una luz mortecina a una puerta de madera con una pequeña ventana por donde había entrado.
El calor y la humedad del exterior estaban multiplicados a un nivel insoportable, y comenzó a transpirar profusamente.
La puerta se abrió y le arrojaron una camisa sin mangas y pantalones cortos.
—¡Cámbiese!
Mientras mudaba la ropa, intentó iniciar una conversación.
—¿Quiénes son ustedes?
Todos sus intentos de diálogo se encontraron con un silencio indiferente.
Mirando a través de la pequeña ventana, José pudo ver al guardián portando un arma automática y cubriendo su rostro con un pasamontañas con huecos en los ojos y en la boca.
En la pared detrás del guardia, había un tablero con tres lámparas con los colores de un semáforo: rojo, amarillo y verde. Solo la lámpara amarilla estaba encendida.
Cerca de una hora después, la lámpara amarilla cambió por la verde. Entonces escuchó un sonido encima suyo, de muebles que eran movidos de lugar.
El guardia se levantó y abrió una puerta trampa en el techo de su cubil. Entró luz desde arriba mientras el custodio subía la escalera y otro individuo con pasamontañas descendía para ocupar su puesto. La puerta trampa se cerró detrás.
El nuevo le habló a José a través de la ventana con la autoridad de quien estaba a cargo.
—Siderman, somos Montoneros. Fue secuestrado para nuestra causa.
José lo miró con desesperación.
—Pero… ¿por qué a mí?
—Sabemos todo sobre vos. Si tu familia cumple con nuestras exigencias, te protegeremos y serás liberado. Pero pongamos algunas cosas en claro: vamos a requerir el pago de un rescate y, si todo sale bien, se reunirán pronto de nuevo.
Entonces señaló las tres lámparas.
—¿Ves eso? Cuando la lámpara verde está encendida, significa que todo está seguro. La amarilla significa precaución. Si empieza a titilar, significa que hay fuerzas de seguridad en los alrededores y estaremos en máxima alerta. Si la lámpara roja se enciende, en cinco segundos serás fusilado.
Hizo una pausa para permitir que José digiriera lo que acababa de decir y luego continuó con el mismo tono:
—¿Tenés algún problema de salud? ¿Tomás algún remedio? Tenemos acceso las veinticuatro horas a un médico. En caso de que precises alguna ayuda médica, decíselo al guardia acá fuera. ¿Alguna restricción con relación a las comidas?
José contestó con negativas y le rogó al guardia que le permitiera hablar con su familia, pero el hombre enmascarado dijo que ello no era posible. Le continuó rogando mientras el hombre subía la escalera y cerraba la puerta trampa sobre él.
Otro guardián con pasamontañas bajó con un arma automática en su mano y ocupó su lugar, mirándolo a través de la ventana. La única luz en el sitio provenía de la brasa del cigarrillo que fumaba y de la lámpara verde encendida tras de él.
Permaneció todo el día recostado sobre la madera que servía como lecho en el opresivo calor del verano, sin posibilidad de extender sus piernas. Perdió toda noción del tiempo, aunque presumía que era de mañana porque le trajeron una taza de té con pan.
El tiempo pasaba. Días. Lo alimentaban con pastas, guisos o arroz. Nadie vaciaba el retrete. Ninguno de sus guardianes le habló. Se cambiaban por turnos, hombres jóvenes vistiendo pantalones cortos y alpargatas, y ocasionalmente una guardiana mujer.
Porque todos llevaban pasamontañas con agujeros para los ojos y la boca, solo podía suponer sus edades basado en la apariencia de sus manos. Pensó que serían veinteañeros. La situación comenzó a debilitarlo. El calor y la humedad eran insoportables.
Estaba preocupado por su mujer y sus hijos, así como por la situación en la que estaba, que parecía prolongarse indefinidamente. Lea nunca se había visto envuelta en los negocios familiares, como así tampoco su hija Alicia. Eso lo dejaba a Carlos como el único miembro de la familia que tenía algún conocimiento. Sabía que podía confiar en su hijo para los negocios, pero nadie tenía experiencia para negociar un rescate.
Nada cambiaba. No sabía si era de noche o de día. El tiempo careció de sentido y se transformó en una luz mortecina en un hoyo que parecía un horno de barro. Le daban un balde con agua fría y una toalla para que limpiara la tierra que se le pegaba al cuerpo con la transpiración. Trataba de pasar la mayor cantidad de tiempo acostado, con los ojos cerrados, buscando escaparse por el sueño.
Pero indefectiblemente, cuando despertaba, era vuelto a la realidad y se descubría sudando, apoyado en el piso de tierra de su cueva subterránea. Intentaba permanecer calmo, pero eso no era fácil. El estrés mental, combinado con la humedad, la alta temperatura y la incertidumbre, estaba comenzando a destruirlo.
Un tormento psicológico mayor se sumaba a sus preocupaciones: las tres lámparas. La amarilla y la verde eran más luminosas que la pequeña bombilla que colgaba del techo de su celda. Las luces eran un recordatorio permanente de la fragilidad de su destino.
Se daba vuelta hacia la pared de tierra y su cuerpo entonces se rendía. Entraba en trance, en una combinación entre el desmayo y el sueño profundo. Tenía permanentes pesadillas de estar sentado en una silla, con los pies y manos atados, su boca llena de algodón y viendo las luces cambiar una vez y otra vez, rodeado de gente que estaba siendo entretenida por alguien jugando con el control de las luces, haciendo reír al grupo.
Entonces se encendía la luz roja y todos le dispararían sus pistolas, arrancándolo de la pesadilla infernal con un grito ahogado. Se despertaba empapado en sudor y gritando. Ahí se daba cuenta de que aún estaba vivo y de que la gente riéndose no existía. Pero entonces miraba las tres bombillas de luz de colores.
José era físicamente fuerte, pero las condiciones en las que estaba eran inhumanas. Involuntariamente, sin distinguir si era de día o de noche, sus ojos se cerraban. ¿Era esa una señal que enviaba su cuerpo para ayudarlo a manejar el tormento físico y mental?
Algunas veces era una ayuda. Tuvo un sueño donde caminaba con Lea tomados de la mano por el jardín de la casa de verano. Veía la sonrisa en el rostro de su mujer y la ayudaba a cortar las rosas de un inmenso rosal del que él alcanzaba las ramas para que ella pudiera cortar las flores.
Un fuerte sonido lo despertó sobresaltado. El ruido vino de la puerta trampa que se cerró de golpe tras un cambio de la guardia. Se apresuró a volver a cerrar sus ojos y retomar el sueño con Lea, pero su mujer desapareció y la luz todavía estaba allí.
Luego de un par de minutos se despertaba. La luz verde sería lo primero que vería enfrentándolo con la realidad de no estar viviendo una pesadilla, sino realidad.
Cada vez que abría los ojos en el hoyo y veía la luz verde encendida por la ventanita de la puerta, recordaba lo que dijo el que habló: en un instante podría cambiar a roja y, en ese momento, su vida estaría concluida. Pensó que no tenía control alguno sobre lo que vivía y esa idea lo angustiaba.
Un guardia podría confundir el color que veía, o un corte de energía podría apagarlas. Además del calor insoportable y el confinamiento donde su cuerpo no encajaba, su vida dependía del color verde.
JJD
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