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Entrevista

Martín Caparrós: “En la Argentina hace mucho que no hay un proyecto de futuro de verdad”

Martín Caparrós en el despacho de su casa en Madrid

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Martín Caparrós es uno de los más brillantes periodistas de su generación. Creó muy pronto un estilo propio, identificable. Algo que todos buscan y pocos consiguen. Es uno de los fundadores de la crónica como género. Y al mismo tiempo siempre peleó por ser escritor. Y lo es, talentoso y prolífico. En sus más de 40 libros se ha atrevido con la novela, el ensayo, la historia. Fue un niño precoz en una Argentina que caminaba hacia sus años más oscuros. Sus padres, Antonio y Martha, los dos brillantes psiquiatras de izquierda, le transmitieron una manera de estar en el mundo.

Él, argentino nacido en Buenos Aires, militante montonero en años peligrosos, llegó a España cuando todo empezaba a derrumbarse gracias a la fortuna de un encuentro casual que probablemente le salvó la vida. Desde entonces no dejó de recorrer el mundo, otra de sus pasiones. Martín escribe, ama, viaja y es ahora noticia porque a sus 67 años presenta Antes que nada (Random House), un libro de memorias, de casi 700 páginas, redactadas con la urgencia de su experiencia como enfermo de una ELA diagnosticada hace casi tres años y que, de momento, no le ha impedido seguir haciendo lo que más le divierte: escribir.

Inteligencia. Es una palabra que se repite constantemente en su libro. Pero creo que no ha escrito sobre ella en el diccionario que publica en El País. Estuve mirando y no la encontré.

–Creo que no. Mirá, voy a escribir, voy a escribir.

Habla mucho de la inteligencia de sus padres, de su inteligencia, también del orgullo y de una, digamos, prepotencia, en la que a veces dice que no se reconoce. Aunque en algún momento escribe: “Yo debía ser insoportable”.

–(Risas) Yo debía ser insoportable porque cuando era chico tenía una respuesta. Con frecuencia alguna amiga de mis padres decía: “Oh, qué chico tan inteligente”. Y yo respondía: ¿Qué es ser inteligente? Y ahí ya quedaba como mucho más inteligente. Ya no tenía que seguir hablando del asunto porque quedaba la pelota en el campo del otro. Ese era mi truco. Pero bueno, pasaron suficientes años como para que tenga un poquito más de respuesta. Creo que la inteligencia es la capacidad de ligar, o sea, volver a la etimología de inter-legere o interligar. Encontrar relaciones entre las cosas y, por lo tanto, construir a partir de distintos elementos algo diferente, eventualmente algo nuevo.

Eso mismo que en algún momento ha pensado sobre usted y el orgullo, lo aplica también a la Argentina de los años 50, de su generación. Dice que es un país que creía mucho en sí mismo, muy creído y muy odiado. Detestado por sus vecinos. Ser argentino entonces era un orgullo. ¿Qué pasó?

–Pasó que se fue al carajo. Quiero decir, pasaron muchas cosas. Pasó que la Argentina, durante buena parte de su existencia, digamos desde por lo menos 1880, siempre había sido el país del futuro. Se definía en relación a ese futuro venturoso que prometía. Era la tierra de la gran promesa. Eso, en lo individual, en lo pequeño, se ve en esto que se decía tanto de “m'hijo el dotor”, ese dotor sin 'c', hijo de esos inmigrantes que venían y se pelaban el culo trabajando para que sus hijos fueran doctores o algo así, para asegurar el progreso individual y que redundaba en un progreso general del país.

Siempre fue así. Siempre estaba por ser un gran país. Clemenceau [Primer ministro de la Tercera República Francesa], que vino en los años 10, dijo sí, es cierto, la Argentina es el país del futuro, el problema es que va a seguir siéndolo siempre. Y lo siguió siendo. Creo que hasta los años 70. El golpe de Estado fue un corte fuerte. Hasta antes del 76 había distintas formas de pensar futuros para la Argentina. A partir de ahí, dejó de haberlas. Desde entonces la Argentina lo único que trató de hacer es adaptarse a las distintas crisis que viene teniendo. Pero hace mucho que no hay un proyecto de futuro de verdad. 

Y ese es el fracaso de una generación, la suya.

–Lo que pasó con la Argentina, pasó con nuestra generación, con los que nacimos entre los cincuenta y los primeros setenta; fracasamos, fracasamos mucho. Llegamos a un país que era, pese a todo, próspero, educado. Y que se me perdone, mucho más vivible que la mayoría de América Latina. Tenía un Estado que se hacía cargo de la educación y la salud de una clase media amplia. Tenía una cantidad de condiciones. Y ahora que nos empezamos a ir, dejamos un país infinitamente peor. Si eso no es fracaso, que me expliquen cuál podría serlo.

Y en último punto lo que ganamos es que ya no somos odiados, o no tanto, en América Latina, porque ya no nos creemos tanto. Nos parecemos cada vez más al resto de los países de América Latina. Y, por lo tanto, ya no somos tan, qué sé yo, orgullosos o pretenciosos como antes. Debemos agradecerle mucho a los hermanos chilenos que nos han relevado en ese lugar. Ahora los odiosos de América Latina son básicamente ellos. Con lo cual nosotros podemos descansar un poco y dedicarnos a alguna otra cosa.

En este momento ya más extremo de la enfermedad, me doy cuenta de cuántas cosas a las que no les daba particular importancia eran extraordinarias

Martín Caparrós Periodista y escritor

Su padre era español, hijo de un exiliado tras la Guerra Civil. Un tipo inteligente, médico, revolucionario. Tuvo contacto con el Che Guevara, con Fidel, con Cuba, con Perón. Tuvo una vida apasionante pero también difícil. ¿Cómo le afecta la relación con su padre? ¿Qué siente que ha heredado?

–A ver, primero me llama la atención que diga que es hijo de un exiliado republicano, porque es cierto, pero al mismo tiempo también es cierto que cuando él se fue de España tenía ya como 18 o 19 años. O sea, ya era alguien, digamos, no se fue porque él hubiera hecho nada, se fue porque su padre había estado preso y lo habían soltado y no lo dejaban ejercer de médico. Y decidieron irse, pero él en Argentina siempre fue el gallego, siempre tuvo acento español, Siempre estuvo la presencia de lo español.

Volviendo a lo que me preguntaba de mi padre, es complicado. La verdad que es bien complicado porque bueno, se murió muy joven, a los 58 años, y un poco no le voy a decir que a propósito, pero hizo bastante de lo que se podía hacer para morirse. Tomó muchas anfetaminas, se jodió mucho. Y en ese sentido me duele y tengo un poco de resentimiento. No sé si se lo merece, digamos que hace mucho que no está, con lo cual casi que me resulta más fácil escribir sobre él porque no está. Me resulta más fácil escribir sobre él que sobre mi madre, porque mi madre lo lee y él no.

Entonces quizás él es más un personaje que yo puedo inventarme. Y ese personaje tiene que ver con esos valores de los 60. Intelectual de izquierda, con cierta coherencia en la medida en que llevó adelante, no solo ideas, puso el cuerpo para defenderlas y para hacerlas avanzar. Pero al mismo tiempo se hizo mierda demasiado rápido. Creo que cuento en algún momento del libro que mi amigo Jorge Lanata siempre dice que de lo único que yo nunca escribo es de mi padre, que tendría que escribir alguna vez realmente un libro sobre mi padre.

Claro, porque, aunque haya sido una vida corta y llena de esos problemas consigo mismo parece que fue una persona interesante que estuvo presente en momentos históricos.

–Sí, sí, yo todavía en Buenos Aires me encuentro con gente que me dice “yo fui alumno de tu padre o alumna de tu padre. ¡Qué tipo inteligente, que no sé qué y que no sé cuánto!” Siempre me hablan con mucha admiración. Y yo, en general, detesto esos momentos. Sí, pudo ser inteligente. ¡La puta que los parió!

Pero usted ahora tiene un gran orgullo como padre.

–Sí. A mí me gusta eso.

¿Da ahora a su hijo algo que sintió que no recibió?

–No. Tampoco es que no haya recibido nada de él, al contrario. Creo que me quería mucho y quiso darme todo lo que pudo. Estos días me estaba acordando de una escena que creo que la cuento en el libro, pero la comentaba con unos amigos. Fue cuando quise ir a un campamento de mi colegio. Tenía 11, 12 años y era un campamento muy extraordinario porque éramos como 300 chicos, el mayor tenía 17 y nos íbamos todos juntos, solos, a un lugar que quedaba a 40 horas en tren de Buenos Aires, en el fondo de la Patagonia. Creo que ahora eso no se haría. Esto era totalmente autoorganizado por los chicos del colegio y muy bien organizado.

Quien tenía el mando ahí, el que organizaba todo esto, era el centro de estudiantes que estaba manejado por la Juventud Comunista. Y entonces le pedí permiso a mis padres para ir. Y mi madre me dijo “bueno, sí, qué sé yo”. Mi padre me sentó en el sillón donde él hacía las consultas, donde él escuchaba a sus pacientes. Se sentó en el otro sillón y estuvo como una hora y media hablándome de la burocracia soviética, de Stalin, de todos los desastres del comunismo, porque él se había ido del Partido Comunista unos años antes, justamente en disidencia.

Me acuerdo después en el campamento, cuando alguien empezó a hablar de algo de la Unión Soviética, debíamos estar en enero del 70, empecé a decir las cosas que me había dicho mi padre. Un crío de 12 años hablando de Stalin y la burocracia soviética y bla, bla, bla. Quizás es curioso que sea esa una de las escenas que recuerdo, pero efectivamente, él me transmitió todo eso. Finalmente soy lo que mi mamá y mi papá, solo que un poco trasnochado. Pero es raro, quizás sea una época esa en que los hijos nos parecemos más a nuestros padres, porque tuvimos padres rebeldes, por decirlo de alguna manera. Y retomamos esa rebeldía en lugar de rebelarnos contra ellos, heredamos su rebeldía, lo cual es un poco extraño porque en general pasa lo contrario.

Volvamos a la inteligencia. Entró, superando un examen muy difícil, en el Colegio Nacional de Buenos Aires, “el Colegio” y lo hizo más joven de lo que se podía esperar. En realidad, era un niño bastante listo. Incluso su madre le protegía de las profesoras para evitar que le dieran demasiado vuelo. Ese colegio era un lugar muy especial. Un semillero de revolucionarios. ¿Marcó su vida?

–Sí, marcó mi vida, sin duda. No sé, supongo que de todas maneras, aunque no hubiese ido al colegio, ese camino político lo habría tomado probablemente igual; no por mí, por mi educación en la casa y por el momento social de la Argentina. Pero efectivamente, el Colegio Nacional de Buenos Aires era como el núcleo de todo aquello. La diferencia sustancial con el resto de los países de habla hispana es que el mejor cole, digamos el colegio considerado como el mejor del país, era público por un lado, cosa que en muchos otros lugares no sucede, y sobre todo laico, cosa que en el resto del idioma no pasaba. Este es el resultado de eso que llaman en Argentina la generación del 80, en la que gente como Sarmiento, Mitre y demás, que eran muy anticlericales, pensaron que tenían que formar una élite que fuese anticlerical también, que no viniese formateada por los curas.

Hasta los años 60, en el Colegio Nacional de Buenos Aires se formó la clase dirigente de la Argentina y a partir de los 60 se formó a los que querían cargarse a esa clase. Cuando yo entré, ya estábamos claramente en la segunda etapa

Martín Caparros Periodista y escritor

Desde entonces y hasta los años 50, 60, en el Colegio Nacional de Buenos Aires se formó la clase dirigente de la Argentina y a partir de los años 60 se formó a los dirigentes de aquellos movimientos que querían cargarse a esa clase. Hubo esas dos etapas y, cuando yo entré, ya estábamos claramente en la segunda. Era raro porque efectivamente éramos chicos muy chicos de 13, 14 años, que estábamos plenamente imbuidos de esa actividad política que era lo más significativo que hacíamos. Y por otro lado estaba la pretensión del colegio de formar gente, con perdón de la palabra, de excelencia, que necesitasen estudiar como hijos de puta, y te exigían notas muy altas. Entonces uno aprendía mucho y aprendía también a oponerse a la autoridad. Es decir, había una autoridad muy rígida, era la época del gobierno militar. Entonces, al mismo tiempo que aprendías buen latín o buenas matemáticas, aprendías a pelear contra el poder. Fue curioso eso.

Y ahí es donde empezó a militar. Desde muy joven. Desde los 12 o 13 años.

–Sí. Bueno, a los 12 fui a este campamento comunista, pero no hubo flechazo gracias a las prevenciones de mi padre. Entonces, el año siguiente estuve más cerca de un grupo trotskista que había y que íbamos a veces a una villa miseria. A ayudar y qué sé yo. Pero no nos hacían ni caso. Y ya en tercer año del colegio, que yo tenía 13 o 14, no me acuerdo, resultó que justo los amigos de mi clase estaban empezando a formar lo que después fue el peronismo revolucionario en los colegios secundarios. Así que bueno, ahí me enganché con ellos y ahí seguimos adelante.

Vamos a dar un salto que nos lleva a una mañana de diciembre de 1975 en la esquina de Santa Fe y Canning, en Buenos Aires. Allí se cruza con el Pato, un amigo del colegio y compañero de militancia. ¿Ese encuentro casual le salvó la vida?

–Sí. El Pato es un tipo que yo recuerdo mucho. Fuimos juntos a la escuela primaria. Fuimos juntos al colegio secundario. Empezamos a militar juntos. Íbamos a veces juntos a la cancha de Boca. Era un tipo curioso. Un tipo muy desastrado en su aspecto y demás. De hecho, después apareció otro Pato y a este le empezamos a llamar el Pato Fellini porque parecía un personaje de Fellini. Era un tipo entrañable y yo en esa época había dejado de militar porque estaba en desacuerdo con lo que estaban haciendo los Montoneros en ese momento. Ya hacía unos meses que lo había dejado porque se estaban volviendo cada vez más militaristas y cada vez menos políticos. Hacía unos meses que no lo veía. Y nos encontramos una mañana de casualidad, en una esquina bastante frecuentada de la ciudad, cerca del barrio donde los dos vivíamos. Y bueno, nos dimos un abrazo.

En ese momento llevaba unos meses escribiendo pequeñas crónicas de partidos de fútbol en una revista que se llamaba Goles y el Pato me comentó que lo había visto y me dijo: “Vos sos un boludo porque los militares te van a ir a buscar. Buscan mucho a los quebrados [los que habían dejado la militancia] porque saben que les pueden sacar mucha información. O te metés de nuevo en la organización o te vas del país. Seguí mostrando dónde estás y te van a hacer mierda”. Y de casualidad una tía mía tenía que llevarse unos muebles de Montevideo a París, donde se había mudado y le averigüé que era más barato llevar los muebles como mi equipaje en un barco que mandarlos como una encomienda. Le propuse el negocio y bueno, así fue que, en pocos días, en tres semanas, me había ido de la Argentina.

Siguiendo con el Pato, hay una historia tremenda que sucede mucho después, que también retrata de alguna forma el final trágico de los Montoneros.

–Sí. El Pato murió unos diez meses después de ese encuentro. Yo ya estaba instalado en París y me enteré de que había muerto tomándose la pastilla de cianuro, que generalmente los militantes llevaban consigo en esa época, era básicamente como una forma de generosidad. De decir, si me agarran, yo no sé si voy a poder soportar la tortura y voy a poder no hablar, no cantar. Entonces, bueno, me tomo la pastilla y ya sé que no voy a decir nada. Es cuanto se tomó la pastilla en un autobús, cuando vio que iban a por él. Y por eso volví a colaborar con los Montoneros en París, porque me daba una culpa espantosa pensar que él estaba muerto y yo estaba tan cómodo en Francia. De hecho, durante todo un año les armé una serie de publicaciones y de cosas. No estaba de acuerdo con lo que decían, pero me sentía mejor ayudándolos de algún modo. Y así pasó. De hecho, mi primera novela, que se llama No velas a tus muertos, en parte es como un diálogo o monólogo en el que yo le cuento al Pato lo que pasó durante todo ese tiempo. Y después, lo recordaba de vez en cuando, por supuesto, pero no tenía más contacto. Hasta que 18 años más tarde llegó un día a mi casa una chica.

Yo sabía que la compañera del Pato había tenido una nena de él después de su muerte. O sea, no la había conocido nunca y que esa compañera se había enganchado con otro, con el otro Pato que teníamos en la pandilla de los estudiantes secundarios y se habían podido escapar a España. Pero después habían decidido volver a Argentina con eso que se llamó la contraofensiva, que fue un desastre que armaron los Montoneros en el 79, donde murieron casi todos los que lo intentaron. Trajeron militantes de afuera para recuperar cierta presencia militar y fue una catástrofe. Y antes de volver a la Argentina habían dejado a la hija que el segundo Pato había criado y era como su niña, que entonces tenía tres años, en una guardería en Cuba, en donde dejaban a sus hijos algunos montoneros y guerrilleros de otros lugares.

Ellos dos murieron en la contraofensiva y la niña finalmente fue rescatada por los abuelos maternos y nunca le hablaron del padre. Nunca le dijeron ni una palabra. Y ella fue al “Colegio”, a Buenos Aires, sin saber que su padre había estado allí. Y cuando ya estaba terminando, se empezó a enterar a través de amigos comunes y un día me llamó y me dijo que era la hija del Pato y que quería verme. Y fue una situación rara porque ella me quería ver porque había empezado a escribir. Tenía entonces 17 o 18 años. Había estado escribiendo unos relatos, unos cuentos y quería que yo los leyera. Y yo trataba de hablarle del padre y ella no quería, no me quería escuchar. Me cambiaba de tema cada vez que yo le hablaba. Y quedamos en que me iba a llamar en un mes para que yo le contara lo que había visto en los relatos, para charlar, seguir charlando. Y se enfermó y se murió. En pocos meses tuvo una especie de cáncer brutal y no quedó nada de todo eso.

Habla en el libro de cuatro maneras que se han dado de mirar al militante. Como víctima, como militante, como héroe y como monto patotero o monto pandillero. De cómo alguna de estas miradas han sido o están siendo explotadas políticamente. Habla en concreto de la apropiación del kirchnerismo, de esos valores de la izquierda, de cómo el kirchnerismo se hace pasar por izquierda y se apropia de esas personas que dejaron su vida por unos ideales que en realidad están lejos de los que practica el peronismo kirchnerista.

–Sí, los definí para un prólogo de un libro que se llama La Voluntad, que escribí con Eduardo Anguita, un militante de la izquierda, no del peronismo revolucionario, sino de la izquierda revolucionaria, del ERP, que estuvo diez años preso porque tuvo la suerte de ser detenido antes del golpe y, por lo tanto, no lo mataron. Es un libro que de alguna manera sigue siendo la síntesis más completa de la militancia de todos esos años. Y en ese prólogo escribí esto, que primero los militantes eran vistos como puras víctimas en la época en que sus madres pedían por ellos. Eran esos buenos muchachos que se llevaron de nuestras casas porque vaya a saber qué. Después hubo un momento a partir de fines de los 90, digamos, el momento de la publicación de La Voluntad y otras cosas por el estilo en que se empezó a ver que en realidad habían sido jóvenes idealistas dispuestos a darlo todo por sus ideas.

Hasta el 76 había distintas formas de pensar futuros para la Argentina, a partir de ahí dejó de haberlas. Desde entonces la Argentina lo único que trató de hacer es adaptarse a las distintas crisis que viene teniendo

Martín Caparrós Periodista y escritor

Y eso fue lo que aprovechó el kirchnerismo para entroncarse en esa línea, cuando estaba claro que no habían tenido nada que ver. Durante los diez años en los que Kirchner fue gobernador de Santa Cruz, de una provincia muy alejada, muy austral, no habían permitido que las Madres de Plaza de Mayo hicieran un acto en su provincia. Es decir, era muy extrema su distancia con esto, pero en 2003, cuando llegaron al poder, se dieron cuenta de que era un momento de gran crítica del neoliberalismo y de las formas capitalistas y que a lo que ellos podían de alguna manera agarrarse era a que cuando estaban de estudiantes en el año 74 habían estado brevemente ligados a esa corriente. Ese brevemente digo, fue con la suficiente brevedad como para que pudieran volverse a su provincia sin ningún problema y establecer un estudio de abogados que se dedicaba a comprar hipotecas y a quedarse con las casas de los que no podían pagarlas.

O sea, no tenían nada que ver, se hicieron con 21 departamentos en dos años, entre el 76 y 78, en la peor época de los militares. Es un poco largo, pero el momento para mí en el que más se visualiza esto fue un día en el que Kirchner fue a inaugurar cuatro kilómetros de asfalto en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Entonces en su discurso dijo sí, yo me acuerdo de fulano y mengano, -que eran dos muchachos de ese pueblo que los habían matado en La Plata- yo los conocí en la universidad y me imagino lo felices que estarían si vieran que ahora volvemos ya con el poder a inaugurar estas obras en su pueblo. ¡Hijo de puta, no los mataron por cuatro kilómetros de asfalto, los mataron porque querían armar una sociedad radicalmente distinta de la que vos estás conduciendo en este momento! Pero bueno, lo decían, mucha gente lo creyó. Para mucha gente, supongo, era como la última oportunidad de creer algo de lo que pudieran estar convencidos. Y hubo una difusión fuerte en Europa de esa idea del socialismo del siglo XXI o como quiera llamarse.

Cuenta que ha tenido varias relaciones largas, siempre amenazadas por esa “estúpida” sensación de que la vida pueda estar en otra parte. De que se está perdiendo algo, de que puede haber algo mejor. ¿Ha sido esa sensación el motor de su vida?

–Sí. Supongo que para mal y para bien. La parte peor del mal es esa sensación de que siempre me estoy perdiendo algo. De que obviamente hay cosas mejores y yo estoy acá. Pero al mismo tiempo, la parte buena es esa, que esto me hizo siempre buscar, tratar de encontrar cosas. En las relaciones sentimentales es más complicado porque alguna vez me hizo hacer cagadas que no tendría que haber hecho, pero más en general en la vida, supongo que si no fuera por eso no me habría pasado la vida dando vueltas por ahí y tratando de encontrar más y más cosas. Es incómodo, pero al mismo tiempo es muy movilizador.

Pero esas cuatro o cinco mujeres importantes de su vida, fueron el motor también de algo. Quiero decir que gracias a esos estados de enamoramiento, de felicidad, de energía, hizo cosas que probablemente no habría hecho.

–Sí, sí, sí, sin duda, Sin duda. Sí. Te diría que ahora [silencio, duda, tose], me da un poco de miedo porque nunca lo pensé en términos muy sistemáticos, pero voy a pensar qué le debo a cada una de ellas en cuanto a mi trabajo, en cuanto a mi situación vital. Porque lo primero que se me ocurre es que empecé mi primera novela al mismo tiempo que empecé mi primera relación larga, que fue con Fernanda Revilla, una médica española. Y, seguramente, podría encontrar en cada una de esas cuatro o cinco relaciones importantes qué fue lo que me hicieron hacer, digamos, o me permitieron hacer. Pero no quiero internarme más en eso porque no tengo el esquemita completo y tengo miedo de meter la pata.

Usted militó, tuvo un padre que en algunos momentos fue partidario de la lucha armada.

–Sí. 

En algún momento tuvo en su mano una pistola o un revólver. 

–Sí.

Ha viajado por el mundo, ha retratado el hambre, ha hablado con personas en situación absolutamente desesperada ¿No ha tenido alguna vez ganas de incendiarlo todo? ¿En algún momento cree que pudo estar justificado?

–A ver, no son ganas de salir a incendiarlo todo, pero muchas veces me sigue repicando la vieja frase de Marx de que la violencia es la partera de la historia. A nosotros, yo creo que lo digo ahí, desde muy chicos en la escuela nos enseñaban que habíamos construido nuestra nación y todas las demás naciones latinoamericanas peleando contra el conquistador español por medio de la violencia. Por más que no lo llamaran así, ni lo llamaran lucha armada, San Martín, Bolívar, Sucre y compañía eran gente que armó grupos, que ejercía la violencia contra el conquistador. Entonces, en ese sentido, en los años 60 y 70 no era nada difícil pensar que, si conseguías establecer que había una nueva colonia, cosa que se hablaba mucho, que en ese caso era una colonia norteamericana, la única forma de sacudirse de eso era la misma que habían llevado a cabo los próceres cuyas estatuas veías en los parques de las ciudades.

Por otro lado, ya en la Argentina específicamente, llevábamos en ese momento 40 o 45 años, en que cada vez que un gobierno legalmente elegido quería hacer algo que no le gustara a los que tenían más poder, venía un golpe de Estado. No había manera de cambiar nada sin tener algún mínimo de fuerza militar, porque cada vez que tratabas de hacerlo había una fuerza militar que lo impedía. Entonces, en esa época tenía bastante justificación la idea. Y después, más allá de eso, retomando aquello de Marx, a mí me encantaría de verdad que el mundo pudiera cambiar un poco seriamente sin violencia, porque además con la violencia en general perdemos todos y perdemos más los que queremos cambiar algo que los que no, pero es difícil porque los que tienen la sartén por el mango no te la van a entregar así porque un día les dio un ataque de buen corazón. Los grandes cambios que ha habido en la historia de la humanidad en general conllevan cierta violencia. Es una lástima. Digo, insisto, me encantaría que no fuera así, pero no estoy nada seguro de que, salvo situaciones particulares en países muy ricos o muy avanzados o muy no sé qué esto pueda cambiar en serio si no es aplicando algún tipo, usando algún tipo de fuerza. Es una pena, insisto, pero creo que así es.

Seguramente estamos aquí charlando por la ELA, la enfermedad a la que le dedica 14 capítulos (breves) de su libro en los que dice entre otras muchas cosas que es un chiste malo radicalmente verdadero; que a veces se rebela, que no le gusta que le ayuden porque es un tarado que pasó la vida tratando de ser extremadamente independiente; que casi le sorprende que la muerte no le ocupe todo el tiempo; y se pregunta por qué coño la felicidad se empeña en ser tan retroactiva… Pero parece que ha sido razonablemente feliz, ¿no?

–Sí, sí, sí, creo que sí. Pero creo que uno siempre cobra plena conciencia de esa felicidad de algún modo cuando ya no la tiene.

Lo que pasó con la Argentina, pasó con nuestra generación. Fracasamos mucho. Llegamos a un país que era, pese a todo, próspero, educado. Ahora que nos empezamos a ir, dejamos un país infinitamente peor

Martín Caparrós Gumersindo Lafuente

Pero la sucesión de cosas de su vida, de viajes, de amores, de libros; de estar cerca y ver la infelicidad humana, ¿no le ayudó a disfrutar más?

–Sí, por supuesto que creo que en general disfruté mucho. Todas las mañanas me gustaba y me sigue gustando despertarme. Y sí, digo qué bueno, tengo un día por delante, voy a hacer cosas que me gustan, cosas que me interesan. En ese sentido no, no tengo duda. El asunto es que, bueno, siempre está esto que decíamos antes de que probablemente haya algo mejor en otra parte. Y entonces, bueno, ¿dónde estará? ¿Cómo lo encuentro? ¿Cómo lo consigo? Y ahora, en este momento ya más extremo, digamos, de la enfermedad, me doy cuenta de cuántas cosas a las que no les daba particular importancia eran extraordinarias. Muchas veces estoy acá escribiendo y pienso me voy a levantar y me voy a hacer un café, porque cuando escribo en general me olvido de todo esto. Y entonces pienso: ¡qué carajo vas a hacer un café, boludo!

Dice también que cree que va a estar vivo mientras pueda seguir escribiendo. Y al mismo tiempo que todo lo que promete su futuro es espantoso.

–Sí, muy lindo no es.

Y eso enlaza con que no cree que soporte su “momento planta”, que imagina que va a tratar de retirarse antes. Pero, al mismo tiempo, teme la capacidad de adaptación del ser humano.

–Sí. Sí. Bueno, es así. Muchas veces pienso que no, que no voy a querer estar como se puede estar en las fases finales de esta enfermedad, que es como una especie de cacho de carne tirado ahí, al que le ayudan a respirar, le alimentan por medios externos. Esto es lo que pienso ahora, no quiero llegar a eso. Quiero acabar antes. Pero sí, tenemos la capacidad de adaptación. Y temo que cuando, si alguna vez esté en una situación cercana, diga bueno, pero no está tan mal, puedo mirar una serie, qué sé yo. Cualquier estupidez que uno se invente para seguir, aun en condiciones que a priori podrían parecer intolerables.

No lo sé, la verdad, no sé cómo hacer. No lo sé. Realmente es algo que uno no puede saber hasta que no llegue a ese momento. Tampoco yo podía saber algo que me ha sorprendido muy agradablemente, que es que algunas veces uno piensa que puede tener una enfermedad muy jodida y yo me imaginaba que si eso me pasaba iba a estar llorando por los rincones y sufriendo como un perro. Y la verdad es que hay muchas cosas que no puedo hacer, pero estoy muy contento y la paso bien con las que sí puedo hacer.

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