Una por una, así son las novelas finalistas del Premio Fundación Medifé Filba
Se acaba de anunciar el listado de las diez novelas finalistas del prestigioso premio literario Fundación Medifé Filba que distingue a lo más destacado de la literatura argentina.
Según se informó oficialmente, las diez novelas finalistas del Premio Fundación Medifé Filba 2022 son El corazón del daño, de María Negroni (Literatura Random House); Hay que llegar a las casas, de Ezequiel Pérez (Editorial Libros de UNAHUR); La estirpe, de Carla Maliandi (Literatura Random House); La jaula de los onas, de Carlos Gamerro (Alfaguara); Madre robot, de Nora Rabinowicz (Ediciones La Parte Maldita); Materiales para una pesadilla, de Juan Mattio (Aquilina Ediciones); Modestia dinamita, de Víctor Goldgel (Blatt & Ríos); Olimpia, de Betina González (Tusquets Editores); Sodio, de Jorge Consiglio (Eterna Cadencia Editora) y Tilde, tilde, cruz, de Fernando Chulak (Beatriz Viterbo Editora).
A continuación, un repaso con fragmentos de cada uno de estos libros.
El corazón del daño, María Negroni (Literatura Random House)
“Me digo: la gente muere a veces.
Si no me falla la memoria, yo también moriré.
Moriré mucho. Y no en las lenguas que aprendí de grande sino en la que aprendí de entrada y sin miramientos, cuando me sangraba la nariz y había que cauterizarme, porque me iba literalmente en sangre“.
“A esa carta le faltan letras, le sobran letras, dice siempre lo que no dice. Y encima va dirigida a sí misma. ¿Cómo enviarla?
Se escribe, dicen, con una mano arrancada a la infancia“.
Hay que llegar a las casas, Ezequiel Pérez (Editorial Libros de UNAHUR)
“Antes me quedaba hasta la madrugada en la puerta de casa para ver a los cazadores volver. Eso, cuando todavía las liebres. Las traían en bolsas arpilleras. Chorreaban sangre. Me imaginaba ese interior caótico en donde los cuerpos se confundían unos con otros en una maraña de pelos grises”.
“Hay el silencio, afuera. Escucho los pasos de alguno que salió a pegarse una enjuagada antes de dormir. Escucho los pies que estiran los alambres sin púas. Escucho la campo traviesa que rompe la noche gritos”.
La estirpe, Carla Maliandi (Literatura Random House)
“¿En qué parte se guarda todo lo que una persona aprende en su vida, lo que consigue entender con mucho esfuerzo, lo que alguna vez le explicaron, lo que descubrió sola, lo que prefirió no saber?”.
“Las piernas dejaron de sostenerme. Desde el suelo vi rebotar la bola de espejos y sentí en ese instante como todos mis pensamientos se rompían en millones de partes. Lo que vino después fue una oscuridad fresca sin pensamientos, que me arrastró como una ola que retrocede, que vuelve al fondo del océano”.
La jaula de los onas, Carlos Gamerro (Alfaguara)
“Yo por mi parte había perdido toda gana de vivir, de moverme, sentía que me había enterrado en vida y que no tenía ánimos para tolerar, y mucho menos, involucrarme, en las perpetuas rencillas en que se erosionaba día día la gran empresa en la cual nos habíamos embarcado con tantas expectativas”.
“¿Las manos cortadas de hombres, mujeres y niños vivos usadas como monedas de cambio? ¿El arrasamiento de aldeas enteras, por faltante de uno o dos colmillos de elefante? ¿Miles, decenas, cientos de muertos al año, regiones enteras despobladas, tanto para llenar, no las arcas del Estado, sino los bolsillos de su alteza realeza?”
Madre robot, Nora Rabinowicz, (Ediciones La parte maldita)
“Además de llegar al mundo para traerle felicidad a madre robot, me parece que llegué al mundo para darle un respiro a la asfixia de mi hermana mayor.
Vine a descomprimir. Esa es mi misión.
Soy una traqueotomía“.
“Ahí mismo, en la cama, y con la misma vehemencia con la que después de cada operación se ejercita, durante toda la infancia de mi hermana mayor y la mía, madre robot también se abocó a otro propósito puramente pedagógico: El de entrenarnos en el saber de unos pocos elegidos: la optimización de tareas en un mismo viaje”.
Materiales para una pesadilla, Juan Mattio (Aquilina).
“En esta casa no se puede envejecer. Las cosas se comprenden mejor cuando están fuera del tiempo. La vida impide que tenga, en esta casa, más de once años”.
“¿No era eso lo que hacía un partido revolucionario? Trabajar con materiales volátiles, oscuros que se resisten a ser manipulados. Cuando no se puede imprimir un patrón sobre el mundo de manera directa, ahí aparecía el diseño como estrategia indirecta y subversiva”.
Modesta Dinamita, Víctor Goldgel (Blatt & Ríos)
“La acción directa no pasa por la espectacularidad, el robo o la sangre sino por creer que lo que uno quiere está a la vuelta de la esquina. Por dejar de pensar y hacerlo. Yo también fui muchas veces bola de carne”.
“Mi cadáver favorito, ya que estoy les comento, es el fresco de ocho horas: las células empiezan a reventar por falta de oxígeno y Putrescina y Cadaverina, siempre hacendosas, destapan una a una las bandejas para el banquete de los microbios. ¿Pueden oler cómo salen de la marcha triunfal las bacterias de los intestinos?”.
Olimpia, Betina González, (Tusquets Editores)
“No se sabía qué edad tenía, pero sí que se había salvado de varias muertes. Había acumulado la suerte de otros y eso la había mantenido con vida. Juntar miedo ajeno la hacía poderosa”.
“Cada objeto había pasado primero por la boca de Olimpia, luego por la nariz y los ojos, al fin por su desinterés en otra cosa que no fuera el hacer. Hacer era su dominio, su compulsión. No había nada que no fuera sometido al instante en uso, por más hipotético que fuera”.
Sodio, Jorge Consigilio (Eterna Cadencia Editora)
“Con los años, las cejas se me pusieron igual a las de mi madre, una más gruesa que a otra. La metafísica de los padres, pensé. Recordé el gesto que hacía ella, me legó como una especie de revelación, y lo repetí -arqueé la ceja más poblada- para distinguirme”.
“Durante mi vida, no hice otra cosa más que fumar y nadar; a través de estas dos actividades me relacioné con el mundo. Los hábitos -como a todos a más que a todos- me preservaron. Usé las costumbres como formas de amparo”.
Tilde, tilde, cruz - Fernando Chulak (Beatriz Viterbo Editora)
“Un borracho. O un viejo. Algo hizo pum. Algo de todo eso le pegó al auto. Una nube de tierra seca con algo adentro, tan duro como el auto: pum. Acelero. Tengo que alejarme. No pienso mirar el espejo retrovisor. No”.
“Y entonces, en un momento, todo lo que hacía ruido ya no lo hace más: un silencio horrible. Ni mensajes nuevos, ni pájaros, ni viento, ni los engranajes que hacen mover al mundo”.
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