Aún no es tarde para una política desinflacionaria
Argentina se encuentra entre los 10 países con más inflación del mundo de forma ininterrumpida desde hace 15 años. Quienes convivimos cotidianamente con este fenómeno sabemos de primera mano las dificultades que genera para prever y planificar nuestros gastos. También, que la pérdida de valor del peso desincentiva el ahorro y la inversión y fomenta la demanda de dólares para resguardar -imperfectamente- nuestro poder adquisitivo. Lo que no está tan a la vista es que una inflación en estos niveles afecta gravemente al desempeño macroeconómico, ya que, a partir de cierto umbral (cuyo nivel es discutible, pero que ya dejamos claramente atrás), la inflación impide el crecimiento. Como si fuera poco, en el plano distributivo, golpea más a los más pobres, quienes mantienen una mayor porción de sus ingresos en efectivo y no tienen la oportunidad de licuar pagos en cuotas ni de acceder a instrumentos financieros que les permitan preservar su poder de compra.
Considerando la gravedad del asunto, llama la atención que este no sea uno de los principales temas de la agenda. Sin embargo, el ataque a la inflación no viene siendo la prioridad de la política económica. El año pasado hubo un motivo muy claro para ello: la aparición del Covid-19 alteró el movimiento de personas y la producción de bienes y servicios, convirtiéndose en uno de los peores shocks económicos de la historia. La permanencia forzada en el hogar (por obligación o precaución autoimpuesta) derrumbó la demanda, a la vez que los protocolos y cierres contrajeron la oferta. Por esto, en 2020 la respuesta a la pandemia concentró -con buena razón- los esfuerzos de los hacedores de políticas. Esta fue una característica que nuestro país compartió con la mayoría de los gobiernos del mundo, que actuaron en un sentido similar.
El shock adverso del Covid-19 parece haberse diluido en el último tiempo, por lo menos desde el punto de vista económico. Hace cuatro meses que la actividad y la movilidad se encuentran por encima de los niveles pre-pandémicos. Aunque los problemas sanitarios siguen vigentes y todavía hay heterogeneidades sectoriales, las preocupaciones económicas parecen estar pasando por otro lugar.
Habiendo dejado atrás lo peor de la pandemia, la mayoría de países tomó como eje de su política económica reducir la inflación, que saltó fuertemente desde principios de 2021. En la región, todas las autoridades monetarias cambiaron el sesgo de sus políticas, elevando la tasa de interés para disminuir el alza de precios. Nuestro Banco Central permaneció fuera de escena a lo largo de todo el año, representando la única excepción a este fenómeno. ¿Por qué Argentina se diferenció de Latinoamérica y no realizó una política antiinflacionaria?
Por qué no estabilizar
Con nuestros elevados niveles de inflación, sería necesario un plan de estabilización para normalizar la economía. A pesar de eso, un programa que ataque la suba de precios podría resultar poco atractivo para las autoridades: si este fracasa, puede empeorar la situación de partida de la economía y arrastrar consigo la credibilidad del gobierno. Muchos de estos planes incrementan la actividad económica, aunque aquellos que solo sobreviven por poco tiempo suelen ser recesivos. En nuestro país programas de corto aliento como el plan Primavera, el Bunge y Born, el Bonex o las metas de inflación terminaron fracasando y se ‘llevaron puestos’ a sus autores, que perdieron sus cargos en el gobierno.
A la vez, para diseñar un plan exitoso es necesario disminuir el déficit fiscal. Este desbalance trepó con las políticas realizadas por la pandemia y, aunque se redujo significativamente en 2021, podría ser difícil de desarmar, ya que el recorte del gasto puede tener impactos sobre la actividad económica y los ingresos en el corto plazo.
Los planes de estabilización también generan un retraso del tipo de cambio con respecto a la inflación. Este descenso en el valor del dólar difícilmente lleve a buen puerto si se comienza de niveles bajos. Hoy la cotización oficial se encuentra 20% por debajo del promedio histórico desde la salida de la convertibilidad, lo que nos indica que el espacio para que siga cayendo es pequeño. Para que un plan de estabilización no derive en una nueva crisis cambiaria, sería deseable comenzar con un nivel más alto de competitividad externa. Sin embargo, dicha suba podría abortar la recuperación en curso y acelerar la inflación, por lo que es atendible que las autoridades quieran evitarlo.
La exposición previa nos deja en un lugar sumamente problemático: convivimos hace quince años con un problema cuya solución es poco atractiva para quienes nos gobiernan. ¿Cómo hacemos entonces para resolverlo?
Por qué sí estabilizar
Así como hay muchos motivos para no encarar un plan de estabilización, también hay otros elementos que harían conveniente implementar medidas de este tipo. En primera instancia, estos programas suelen generar un incremento de las reservas internacionales, de la mano del ingreso de capitales. En un momento en que los dólares no abundan, obtener divisas en las arcas del Banco Central sería bienvenido y daría mayor certidumbre a la economía por los próximos años.
Además, el ritmo actual de aumento de precios dificulta una eventual reelección del gobierno: en las 20 elecciones que se realizaron desde la vuelta de la democracia, no hubo ninguna en que el oficialismo ganara con una inflación mayor a la actual (10% trimestral). Si acotamos el período de referencia y solo consideramos las últimas 10 elecciones (2003-21), la inflación en los casos en que ganó la oposición fue superior a la de aquellos en que ganó el oficialismo (6% y 4% trimestral, en promedio).
Aunque estabilizar acarrea costos, no hacerlo tampoco es inocuo. El esquema de políticas implementado en 2021 (que combinó un dólar creciendo menos que los precios, una tasa de interés fuertemente negativa para las colocaciones en pesos, tarifas de servicios públicos congeladas y ventas sistemáticas de reservas en el mercado financiero) no es sostenible. Una demostración de ello fue su rápida modificación después de las elecciones de medio término. Desde entonces, el Banco Central disminuyó su intervención en el mercado financiero y aceleró el ritmo de depreciación diario, ya que su accionar previo atentaba contra la acumulación de reservas, el ahorro en moneda local y la dinámica fiscal. A pesar de ello, no fue efectivo para disminuir la inflación, que se mantiene a una velocidad crucero del 3% mensual.
En síntesis, las dificultades económicas y políticas que genera el régimen inflacionario actual son un buen motivo para tomar el problema en serio y diseñar políticas para su reducción. Además, la necesidad de alcanzar un acuerdo con el FMI presenta una buena oportunidad para adjudicar al organismo los costos iniciales de la estabilización, mientras que se cosechan como propios los frutos de la desaceleración de los precios. Para que esta llegue antes de 2023, el programa no puede seguir postergándose.
Un problema recurrente
Como hoy, en mayo de 1984 Argentina padecía una elevada inflación y negociaba un acuerdo con el FMI. En ese marco, se dio el siguiente diálogo -narrado en el libro Diario de una temporada en el quinto piso, de Juan Carlos Torre- con apariencia muy actual:
A propósito de la inflación, recuerdo que, en las conversaciones con el Fondo, Adolfo (Canitrot) sostuvo, por toda explicación, que no existía hoy en día en el país una demanda social por detener la inflación. Lo que motivó una pregunta por parte de uno de los miembros de la delegación del FMI. “¿Y si esa demanda no llega nunca?” “Entonces, vendrá una explosión inflacionaria”, respondió secamente Canitrot, “y con ella llegará el momento de tomar conciencia.”
Normalizar la economía y crecer de forma sostenible fueron propuestas centrales del Gobierno. Aunque la pandemia alteró todos los planes y postergó encarar el problema inflacionario, todavía puede delinearse un programa que apunte en este sentido. Estamos a tiempo de tomar conciencia antes de que, como sucedió aquella vez, un estallido inflacionario lo haga por nosotros.
JW
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