Son los primeros graduados universitarios de sus familias y cuentan cómo el título cambió su vida
Más del 70% de los alumnos de universidades públicas del conurbano son hijos de padres que nunca pisaron una facultad, según datos de los propios centros de altos estudios. La Argentina es el segundo país con más proporción de estudiantes de su primera carrera universitaria en Latinoamérica, sólo por detrás de Uruguay. Sin embargo, está a mitad de tabla en la clasificación regional de graduados, siempre de acuerdo con datos de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI). Eso no quita que para la primera generación de universitarios recibidos de sus familias el alcanzar el título suponga un cambio en sus vidas tanto en lo económico como en lo social. Son ejemplos de movilidad social ascendente posibilitada por la universidad pública y gratuita que ahora está bajo fuego del gobierno de Javier Milei, que impuso un recorte real del 23% de los salarios docentes.
En este artículo se presenta una serie de testimonios en primera persona de hombres y mujeres que salieron de familias pobres u obreras, algunas migrantes de otros países o provincias, que lograron primero terminar la secundaria, después comenzar una carrera en las universidades públicas y gratuitas del conurbano bonaerense y con esfuerzo llegaron a graduarse. No sólo mejoraron o empiezan a mejorar su calidad de vida en términos materiales. También ampliaron su círculo social con nuevos vínculos que ellos valoran. Muchos reconocen cambió su mentalidad: “Me abrió la cabeza”, repiten. Escuchémoslos.
Alan Cristallini, abogado por la Universidad de Lomas de Zamora: “Todavía no hace un año que ejerzo. El ejercicio de la profesión es complicado, más que nada para uno que es primera generación de abogados. Yo soy hijo de un mecánico y una ama de casa. No tengo familia con un estudio que me dé casos. Gracias a mi universidad, en segundo año de carrera empecé la militancia, llegué a ser presidente del centro de estudiantes y eso me construyó una comunidad. Además la mayoría de los docentes son jueces, fiscales y abogados litigantes. Entonces hoy me llegan casos y tengo personas que me van a ayudar. En lo económico, por ahora mucho no me cambió, pero es lo que pasa hasta que no te hacés un círculo de clientes. Cuando empezás a trabajar en un estudio, el ingreso de dinero es poco. Pero no es lo mismo trabajar sin tener estudios que tenerlos. La universidad, más allá del cambio económico a largo plazo que te puede provocar, te genera un primer cambio social: yo cambié mi cabeza respecto a cuando entré, cambié mi carácter, mi personalidad, la comunidad que generé es lo que me está salvando y me está permitiendo ejercer la profesión”.
Erika Márquez, economista por la Universidad de General Sarmiento: “Vengo de una familia de muy bajos recursos. Mi mamá tiene esquizofrenia, no terminó el secundario, y mi papá fue un padre ausente y no terminó el primario. Yo tuve que empezar a trabajar a los 15 años, mientas hacía la secundaria, para ayudar a mi mamá y a mi abuela, en cuya casa vivíamos por la enfermedad de mi mamá. Vivíamos hacinadas. Empecé con trabajos no registrados, por ejemplo, en una heladería, pero buscaba uno registrado para tener estabilidad y un salario suficiente para irme a vivir sola. Terminé la secundaria con esfuerzo y pensaba que iba a encontrar trabajo en blanco, pero no conseguía. Me fui dando cuenta que las exigencias del mercado de trabajo con respecto al nivel educativo fueron cambiando. Entonces una compañera de la heladería me recomendó anotarme en la Universidad de General Sarmiento, que era en ese momento la más cercana a mi casa en Hurlingham. Yo no sabía qué era una universidad ni ser un profesional. No sabía ni qué estudiar. Me metí primero en la licenciatura en Administración Pública porque tenía una tía administrativa. Lo que tiene la universidad es que el personal docente y no docente está muy atento a los estudiantes, fueron como mi segunda familia. Tuve una beca de ayuda económica, almorzaba ahí el menú estudiantil, más barato que en casa, después conseguí trabajo como no docente. Me cambió la vida: hoy yo ayudo económicamente a mi familia, la sostengo, fue un cambio rotundo”.
Martín Morel, licenciado en administración hotelera y en recursos humanos por la Universidad de Quilmes: “Soy primera generación de universitarios, mis viejos emigraron de Paraguay en los 70, no habían terminado la primaria, yo nací acá en los 80. Crecí en un barrio de emergencia de Quilmes, Villa Itatí, durante 25 años de mi vida. El estudiar en la universidad me abrió muchas puertas no sólo en la formación sino a nivel sociocultural, me abrió muchísimo la cabeza, me cambió la forma de ver el mundo y la perspectiva de futuro, conocí personas, oportunidades de insertarme en el mercado laboral de otra forma, diferente a la de mis amigos de la infancia. Hoy tengo dos carreras hechas en la universidad pública , estoy haciendo un master en finanzas. La universidad me dio la posibilidad de la movilidad social. Mi pasar económico y cultural es distinto del que viví en mi infancia y mi adolescencia.”
Estela Toja, licenciada en políticas sociales por la Universidad de Tres de Febrero: “Tuve dos momentos universitarios. El primero a los 19 años, que comencé la carrera de sociología en la UBA (Universidad de Buenos Aires) y por motivos personales debí abandonar. El segundo a los 40 años, que empecé mi carrera definitiva. Ya desde joven la universidad me dio la posibilidad de formar vínculos. Yo era costurera y caminaba por esos ámbitos. Cuando empecé a estudiar hice las amigas de mi vida. Construí otros tipos de redes más profesionales. También me cambió la manera de ver el mundo, me rompió la cabeza. Pero si no hubiera llegado la universidad a mi barrio, yo no hubiera podido volver a estudiar, por mi edad, mis tiempos, mi familia. Haber tenido estudios universitarios me llevó a cambiar de trabajo: accedí a un puesto en el Estado. Ahora, por la situación económica del país, me doy cuenta que necesito otro trabajo. Antes de terminar mi carrera, yo complementaba sentándome a la máquina de coser. Ahora no sólo puedo hacer eso sino que también puedo enseñar, se me abre un abanico de posibilidades de trabajo, un trabajo más amable que el fabril. Ahora puedo elegir. Trabajo en la Dirección de Infracciones del gobierno de la Ciudad (de Buenos Aires), donde no hay posibilidad de hacer carrera, pero con la profesionalización mía tuve un incremento de sueldo. Pero quizá puedo pasar a una dirección que tenga que ver con mi título y se incrementaría más mi sueldo.
Marcelo Ochoa, profesor universitario de filosofía de la Universidad de General Sarmiento: “Siempre les cuento a mis estudiantes que soy el único, por ahora, de los 47 nietos que tuvo mi abuela que terminó una carrera universitaria. Básicamente en mi familia los varones laburan de la construcción o de obreros soldadores y las mujeres, de trabajo doméstico. Ese es un poco el destino de una familia que vino de Catamarca en la década del 70 y se desparramó por todo el país. Llegar a la universidad para mí fue un cambio de vida y perspectiva tremenda respecto a ese destino familiar. En 2001 vivíamos de un plan Jefes y Jefas de Hogar, con una huerta comunitaria, vendiendo pan en la calle. Alguna vez me tocó ir con mi mamá, mi hermana, una tía y primos a cartonear a Villa Devoto. Ya cuando se fueron mejorando las cosas y aparecieron otras políticas públicas, surgieron también posibilidad concretas de proyectar el estudio. Mi abuela insistía mucho con eso. Me pagó mi primera enciclopedia en cuotas y usaba su pensión de madre de siete hijos para eso. Empecé la carrera en 2008 y la terminé en 2015. Sostuve la carrera con un trabajo muy precario como agente sanitario, con becas de la universidad y la ayuda de mi mamá y mi abuela. En 2017 accedí a una beca de la UNSAM (Universidad de San Martín) para hacer una maestría en derechos humanos. Ahí conocí a un montón de gente. En 2018 arranqué el doctorado, que estoy empezando a terminar. Mis primeros trabajos en docencia fueron en el programa Fines, de secundario de adultos. Después empecé en algunas universidades de la zona: las de Moreno, José C. Paz y Sarmiento, y en terciarios. ¡Me iba hasta Luján a dar clases! Hace tres años logré mi primer cargo estable de investigador docente en la Sarmiento. El año pasado me fui a Mozambique a un intercambio. Sin políticas de Estado, hoy estaría trabajando de cualquier otra cosas menos de esto”.
Carina Pouso, socióloga por la Universidad de San Martín: “A los 18 años empecé en la UBA. Pero vivía en San Martín y me casé a los 21 y tuve mi primer hijo a los 23. A los 40 años, cuando mis hijos estaban grandes, empecé en la UNSAM. Mi mamá no terminó la primaria y mi papá hizo hasta primer año del secundario. Ella me decía que para qué iba a estudiar si después me iba a casar y dejar la carrera. Tuvo razón. Pero volví. Tengo 54 años y hace 15 trabajo en la UBA, en la Facultad de Ciencias Exactas, en el departamento de concursos docentes. La universidad te formatea como persona, te abre la cabeza, yo tengo un compromiso social, estoy pendiente de cosas que el común de la gente no lo está. En mi trabajo actual me significó un mejor sueldo porque la UBA te paga por el título. Además mi formación universitaria me sirvió para saber intercambiar con gente de distintos lugares y culturas cuando contacto con los jurados de los concursos docentes, por ejemplo”.
Verónica Cáceres, profesora universitaria de economía y doctoras en ciencias sociales por la Universidad de General Sarmiento: “Soy la segunda hija de nueve hermano. Graduarme en la universidad conforma un momento especial en la vida de mi familia y en la mía desde ya. No es para nada un logro individual. Me abrió un campo de nuevas oportunidades laborales, de redes y de compañerismos. Sin lugar a dudas me permitió tener mejores condiciones materiales de vida, pero es más que eso, la universidad me transformó profundamente, me ayudó a agudizar la mirada crítica, creativa y cuestionadora de la realidad social”.
AR
0