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Análisis

A un año del ataque de Hamas: muertos, desprestigio y desazón crecientes

Capturas de pantalla de las imágenes compuestas por aplicaciones de IA que circularon masivamente en las redes sociales en 2024.

Ignacio Rullansky /Nueva Sion

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El acontecimiento del 7 de octubre disparó una serie de interrogantes iniciales: ¿cómo fue que esto pasó? ¿a qué responde? ¿cómo deberíamos denominar a este episodio? A un año de ese día, estas preguntas fueron sustituidas por otras: ¿puede esto revertirse? ¿cómo? ¿existe un «día después»?

Algunas de estas preguntas también fueron reemplazadas, no siempre por otras nuevas, sino por discursos que ofrecen verdades sobre quiénes son las víctimas y quiénes los responsables del dolor de unos y otros. En definitiva, estas verdades no tienen tanto que ver con lo ocurrido, que hasta fue documentado por perpetradores, víctimas fatales y rehenes, sino con cuál es la grilla de inteligibilidad correcta para interpretarlo.

El 7 de octubre, ¿se trató de un acto de resistencia contra el colonialismo? ¿es la violencia un medio justificable? Más aún, ¿qué acciones califican como genocidas, las de Hamas o las del gobierno israelí? La veloz toma de posiciones puede pensarse como un gesto más de la actual tribalización de ámbitos institucionales, educativos, y de espacios de divulgación de información –portales de noticias y redes sociales– que también son plataformas de encuentro, formación de opinión y de sentidos de identidad y pertenencia.

La rápida conformidad con lecturas banales es un gesto de la aceleración irreflexiva del presente, tanto como un reflejo de la activación intensa de prejuicios preexistentes. Por un lado, las vidas de los combatientes, de los rehenes retenidos, de los que regresaron vivos y los que no, y de los miles de gazatíes muertos, en un contexto de más de un millón de desplazados en extremo vulnerables, representan sólo una parte del acontecimiento del 7 de octubre. El hecho se proyecta en una concatenación de eventos dramáticos en los territorios involucrados, pero también se alza una marea que reviste al hecho desde afuera.

Michel Foucault observó que Moses Mendelssohn e Immanuel Kant, filósofos de la Ilustración, se preguntaron, al mismo tiempo y sin saberlo, qué es aquello que, en su presente, exhibe un sentido especial para la reflexión. En otras palabras, qué compone aquel “ahora”: el tiempo compartido en el que se vive. A Foucault le interesó que Kant, años más tarde, señalara sobre la Revolución Francesa, que no era el drama revolucionario lo que constituía al acontecimiento, sino el modo en que aquella se convirtió en espectáculo, arrastrando consigo a quienes no participaron directamente de ella.

Esta clave de observación lleva a apreciar que no solo las acciones militares y la violencia impactan, sino también la forma en que estos eventos son observados, interpretados y, en muchos casos, absorbidos por una audiencia global que es “arrastrada” a disputas, no menos implacables, por dominar la narrativa del conflicto. Tras un año de oleaje inquieto, ¿qué es lo que la marea ha arrastrado y ahora reposa en la arena?

La securitización antes que la política

Las preguntas formuladas tras el ataque terrorista han mutado, pero todas se vinculan con lecturas sobre la temporalidad de los sucesos: no sólo sobre su duración –rasgo dependiente de elusivas condiciones para la paz– sino, respecto de qué hay de propio y distintivo en el tiempo que vivimos que hace que esto que sucede no se termina. Otros casos –la guerra ruso-ucraniana y la fraudulenta eternización de Nicolás Maduro en Venezuela a través del fraude– evidencian la escasa solvencia de los procedimientos políticos actuales para anticipar y destrabar conflictos, y para producir peldaños para tratarnos como seres humanos con derechos, dotados de lenguaje, memoria e identidad. 

Uno de los rasgos más inquietantes de nuestro presente es que asome como certeza la falta de intuiciones para una solución política del conflicto que permita contestar la pregunta por el día después. Hamas se ha dedicado a rechazar sistemáticamente acuerdos para un cese al fuego. El gobierno israelí ha progresivamente enfatizado términos vinculados a la destrucción militar de Hamas y a la permanencia indeterminada en Gaza. Esta última perspectiva despierta repudios varios: también de la propia sociedad israelí.

El Foro de Familias de Rehenes y Personas Desaparecidas insta semana a semana, congregando a cientos de miles de manifestantes, a que se acepte una fórmula negociada que respete la humanidad de los afectados. Su demanda involucra un rescate urgente de todos los rehenes: vivos y muertos. Empero, la guerra contra Hamas ha azuzado la aspiración de colonos, nacionalistas y sectores ultra-ortodoxos, de reintegrar la Franja de Gaza a la soberanía israelí, aún cuando una gran parte de su sociedad no está de acuerdo.

Precisamente, para muchos es inaceptable la postergación de los rehenes y el sacrificio colectivo de reservistas cuando el primer ministro ofrece explicaciones sobre cuán crucial es sostener el corredor Philadelphi, que separa Egipto de Gaza, para evitar que Hamas trafique no sólo armas, sino hasta los cuerpos de los propios rehenes. Debe enfatizarse que, desde el punto de vista de la seguridad, el primero en dar buenas razones para ello es Hamas, que nunca ha sugerido voluntad de un desarme, rechazando de plano alternativas políticas para abordar un camino auténtico de resolución del conflicto. A partir de esto, el gobierno israelí podría convocar a la comunidad internacional a formar una fuerza transnacional que se ocupe del corredor, explicitando su intención de no reocupar Gaza. No obstante, esto no ocurre, y su permanencia entremezcla la táctica militar con las aspiraciones de los socios políticos de Netanyahu de recolonizar Gaza.

En los hechos, Hamas podrá arrogarse haber puesto al Estado de Israel en una posición imposible y el gobierno israelí podrá aducir que ha derrotado ostensiblemente a los batallones de Hamas y que ha expuesto su vileza. Sea como sea, los despliegues masivos de violencia no han logrado resultados concluyentes ni reconocidos para ninguna de las dos partes. La marea deja una resaca de muertos, desprestigio y desazón crecientes. Tanto sacrificio no garantiza como resultado que se establezca un Estado palestino –hoy luce más remoto como posibilidad– ni que el Estado israelí pueda saberse seguro. La falta de una hoja de ruta es tanto más preocupante dada la inusitada sombra de enemigos que asolan desde geografías lindantes como Líbano y tan lejanas como Yemen e Irán.

El principal problema radica en la falta de condiciones para la política. En Israel, las fuerzas democráticas, representadas por la oposición y los movimientos de la sociedad civil, siguen resistiendo en las calles en contra del primer ministro, sus aliados, y su renuencia a aceptar cualquier acuerdo. Miles de ellos vienen protestando desde antes del 7 de octubre, contra la reforma judicial impulsada por el Gobierno; incluso muchos lo hacen desde antes de la pandemia, demandando que Netanyahu compareciera ante los tribunales. La tradición democrática israelí, legado de 1948, está viva pero no consigue imaginar cómo sustituir a Netanyahu y frenar la vocación mesiánica de sus aliados.

La normalización de que la violencia atraviesa la vida ha transformado la vida cotidiana por completo. Para los gazatíes, la urgencia humanitaria obstruye cualquier resistencia posible a Hamas y ante la ausencia de un levantamiento en su contra, la organización goza de una considerable popularidad en Gaza, pero también en Cisjordania y en Israel. Los esfuerzos de los grupos pacifistas palestinos siguen siendo tan valientes como marginales: escasamente visibles, su mensaje no es el más amplificado por los simpatizantes de la causa palestina, más propensos a condonar la violencia de Hamas en nombre de nociones remotas respecto del tipo de Estado y sociedad que la organización sueña realizar.

Los hechos del 7 de octubre trascendieron fronteras y se instalaron en campus universitarios y foros internacionales, donde son reinterpretados e incluso celebrados por quienes ven en Hamás un símbolo de resistencia contra el imperialismo. Este fenómeno incluye lecturas etnocéntricas no asumidas que rehúsan repudiar sus conductas criminales, y toman al grupo como representante total de “lo palestino”. Al hacerlo, inscriben a Hamas, y a los palestinos de conjunto, en una épica de los débiles cargada de una cruel determinación esencialista: el oprimido siempre es oprimido y carece de agencia. En esta lectura, su violencia no es suya: es la continuidad de aquella del opresor y, por tanto, le asiste mejor esa violencia que el lenguaje de una creatividad propia.

Hamas no ofrece a su pueblo ni democracia ni pluralismo: su modelo es totalitario, teocrático, y aplica severamente la ley religiosa como principio de articulación de la pertenencia a la comunidad política, en detrimento de las libertades civiles indispensables para la protesta y para la defensa de derechos humanos básicos. Que se adjudique a los palestinos una condescendiente condición de incapacidad para algo más que un pogrom debe leerse como parte de ese arrastre; como parte del malestar de nuestro presente.

Imágenes y vocabularios artificiosos y artificiales

El 7 de octubre también sacudió a la diáspora. Los ataques antisemitas han aumentado a nivel global, pero también, y más grave aún, se ha socavado la relación histórica entre los judíos con otras minorías discriminadas por su etnia, condición migrante, sexual o religiosa. Es por el carácter precisamente interseccional de las luchas por la igualdad que existe una honda influencia de mujeres judías en el feminismo, de trabajadores y dirigentes judíos en el movimiento obrero, de líderes comunitarios en el diálogo interreligioso, y en las luchas de las comunidades LGBTQ+, pero esto no se percibe dada la tribalización de la identidad de “los oprimidos”, y a los judíos se los ha exiliado de ella.

Los ecos de esta cerrazón globalizada de campos identitarios se exhibe en la proliferación de imágenes y discursos en redes sociales. Este magma funde y arrastra elementos en los imaginarios sobre el drama del 7 de octubre: se plasma en la estética de incontables pinceladas de Inteligencia Artificial que representan drama, escenarios y actores con una semántica que refleja una precipitada relación con la información y la crítica.

Dichos vocabularios adquieren una expresividad sui generis, traduciéndose en fórmulas que invocan una relación moral con los hechos a partir del uso que hacemos de nuestros sentidos, como la vista, plasmada en una imagen producida por IA acompañada por la leyenda “Todos los ojos en Rafah”, compartida por millones de usuarios de redes, contestada por otras también producidas por IA, como aquella que responde “¿Dónde estaban tus ojos el 7/10?”. Esta expresión fue tomada prestada para disputar la atención de los “ojos” del público en otros contextos complejos: el del autoritarismo en Venezuela, la violencia religiosa en Bangladesh. ¿Queremos o no queremos ver lo acontecido? En ello va nuestra capacidad crítica de reconocer lo que es verdad que sucedió, antes que una verdad teórica, ideológica o identitaria nos lo explique.

En la combinación de fotos que vemos más arriba, si la primera imagen representa una infinidad de cuerpos reposados a los pies de una cordillera nevada que en nada recuerda a la geografía de Gaza, y obnubila la realidad de las tantas vidas gazatíes perdidas en vano, en la segunda imagen de un Israel en llamas se muestra a un militante de Hamas que encara a un bebé pelirrojo con un pañal ensangrentado, evocación de Kfir Bibas, de un año, secuestrado junto a su familia, de raíces argentinas. Dado su rasgo más reconocible, su color de pelo, el niño viene a ser Kfir, aunque para pedir justicia por él contamos con fotos suyas. Este no es el único ejemplo de cómo una imagen artificialmente creada sustituye la identidad de una persona real, pero basta para ilustrar los múltiples efectos de arrastre.

Esta justa de semánticas sobre los duelos reconocibles, plasmada en el frenesí de lo que se comparte, puebla muros virtuales y graba en nuestro diccionario visual un lenguaje novedoso para que nuestro imaginario responda a la guerra como hecho social. Duplicidades que imitan lo real en formatos toscos y breves devienen herramientas prácticas para narrar hechos complejos y nuestra relación con ellos. Nos dotan de una expresividad limitada –son mensajes cortos que, por serlo, pueden triunfar en su eficacia, en las redes sociales– y abonan a la tribalización de modos de compartir la información. El resultado es una interacción orientada a articular un juego de oposiciones difícil de destrabar, sólo puede reconocerse el valor de la vida de uno separada de la del otro.

El 7 de octubre arrastró y arrasó mucho más que las vidas de israelíes y palestinos: parece barrer con la disposición a imaginar que un espacio de contigüidad digno para ambos pueblos es posible. Los ámbitos para enunciar esto se han estrechado en virtud de un espacio público amedrentado. El 9 de octubre pasado publiqué un artículo en el diario Perfil, que comencé vinculando la estética del pogrom y la palabra koshmar, pesadilla, para interpretar el suceso. Hace un año que no vemos un día después. Nuestra gran pesadilla radica en la actual falta de lucidez para la construcción de lenguajes y ámbitos de enunciación pública donde el afiche de un rehén, en la calle, pudiera convivir con otro de un palestino, y que permanezcan uno junto a otro, sin ser arrancados.

Esta nota fue publicada originalmente en la revista Nueva Sion.

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