Crecer entre likes: cómo preservar el derecho a la privacidad en los niños
Mi primer acercamiento a internet fue a los 13 años. Me conectaba por dial-up y el buscador del momento era Altavista. No había redes sociales como las conocemos ahora pero estaban las salas de chat, públicas y privadas, ICQ, y empezaba a usar MSN, aunque solo tenía cuatro contactos porque, bueno, solo cuatro personas de mi entorno tenían computadoras con conexión a internet. El mayor riesgo de ese entonces era chatear con desconocidos que, según decía la mayoría, vivían en Perú.
Hoy es simbólico hablar de conectarse. De hecho, quienes nacieron en los últimos veinte años no conocen la diferencia entre estar y no estar conectado porque eso nunca existió para ellos. Internet atraviesa todas las esferas de nuestras vidas pero no lo hace de la misma manera para todos. Las personas que nacieron a comienzos del siglo XXI son las primeras que no saben lo que es no tener internet. Incluso aquella que no tiene acceso —sí, todavía hay personas sin acceso—, sabe que existe y la desea porque conoce su potencial: todo lo que podría hacer si la tuviera.
Quienes nacieron en los últimos veinte años no conocen la diferencia entre estar y no estar conectado porque eso nunca existió para ellos.
Pero hay más. Las nuevas generaciones están creciendo en un mundo que les dice y les recuerda constantemente que su privacidad no existe y, además, no importa. A cambio, tienen mejor experiencia de usuario (lo que se conoce como “UX”). Sus aplicaciones, gracias al análisis de datos y sus algoritmos de recomendación, les sugieren música y videos que ya saben que les van a gustar, pueden jugar juegos gratis, y pueden conseguir lo que todo niño, niña y, principalmente, adolescente quiere: popularidad. Ya en 2008, Paula Sibilia analizaba cómo las personas exponían su intimidad en internet a cambio de más “me gusta”, más “amigos” y más “seguidores”. Su libro, en portugués, se tituló O show do eu.
Las nuevas generaciones están creciendo en un mundo que les dice y les recuerda constantemente que su privacidad no existe y, además, no importa.
Entonces, en 2020 llegó la pandemia y tuvimos que encerrarnos para que no nos alcance un virus desconocido, peligroso e imparable. Empezaron las clases virtuales, las videollamadas constantes, y hasta las consultas médicas por diversas plataformas. Lo que era un problema —una pandemia global— intentó resolverse con tecnología, como ya lo sintetizó Evgeny Morozov al analizar el “solucionismo tecnológico” que caracteriza a la sociedad actual. Entonces, cuando las clases se virtualizaron, surgieron algunos detalles como el hecho de tener que pedir a las y los estudiantes las cámaras encendidas para que muestren que están presentes o hacerles usar plataformas con usuarios y contraseñas para que publiquen sus tareas, con la “ventaja” para el o la docente de que puede monitorear toda la actividad de sus estudiantes. Ahora, es también el sistema educativo el que les dice a los niños y los adolescentes que su privacidad no importa y que, además, no confía en ellos. Control —en forma de transparencia— por sobre la confianza.
Como personas adultas, ¿nos estamos preguntando cómo es crecer siendo observado, monitoreado, medido, analizado y estudiado permanentemente? Ya sean las redes sociales —que, a pesar de que la edad mínima para crear una cuenta sea 13 años, suelen comenzar a usarlas entre los ocho y los diez—, los correos electrónicos, los videojuegos, o lo que sea que hagan en internet, sus acciones se convierten en datos que son analizados por las empresas que proveen esos servicios para estudiar, predecir y condicionar comportamientos de los usuarios y, así, mejorar la experiencia, las herramientas que ofrecen y, por supuesto, venderlos a sus anunciantes. En el caso particular de las plataformas educativas, Google Classroom o Microsoft Teams, ambas de software propietario, también estudian los comportamientos de los estudiantes que las usan y algunas otras hasta ofrecen el adicional de poder detectar si un alumno se está copiando durante una evaluación que deba tomarse en forma virtual, como es el caso de Respondus, que para ofrecer ese servicio, incluye la tecnología de reconocimiento facial —una tecnología fuertemente cuestionada por sus sesgos y falta de transparencia y prohibida en California y las ciudades Boston, Portland y San Diego—. Otra vez, el control por sobre la confianza. Mientras tanto, la idea de privacidad como un derecho se sigue erosionando con el pasar de las olas pandémicas.
Las nuevas generaciones de niños, niñas y adolescentes nacieron y crecieron en un contexto en el que cada persona dispone de una cámara y micrófono en su bolsillo que permite registrar cada instante íntimo y privado sin demasiados intermediarios. A eso se suma la exposición en las redes sociales, ya sea voluntaria, porque desde una edad temprana tienen dispositivos propios, o involuntaria, porque madres, padres y personas responsables de su cuidado hacen públicas sus imágenes (lo que se conoce como sharenting). Como si esto no fuera suficiente, viven en un momento en que el rastreo y la recolección de sus datos ocurre desde antes de que nazcan porque forma parte de la lógica de una industria que sigue creciendo y sobre la que todavía no se hizo nada, o no lo suficiente, para ponerle límites.
Pero, dejando de lado esta lógica comercial de la economía de la atención y del valor de los datos, propongo pensar por qué es necesaria la privacidad. Alguien podría decir que no le preocupa exponer su vida en internet (extimidad, la llama Sibilia) o que no le importa que empresas y Estados recopilen tantos y tan diversos datos sobre cada cosa que hace. ¿Por qué? “Porque no tengo nada que ocultar”. En “la sociedad de la transparencia”, así la llama el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, proteger tu privacidad te hace merecer la etiqueta de persona sospechosa y, entonces, para demostrar inocencia permanente debemos ser lo más transparentes que podamos.
La protección de la privacidad de los menores suele relacionarse con protegerlos de peligros que los acechan en internet, como el acoso, la violencia, la discriminación —se repiten términos como grooming o cyberbullying—, pero la privacidad cumple con un rol que va más allá de garantizar la seguridad de una persona. Diferenciar entre lo íntimo (personal), lo privado (para algunos) y lo público (para todos) es un aprendizaje necesario para el desarrollo de una persona. Lo íntimo corresponde al mundo interior de una persona, su singularidad, su personalidad, su identidad, sus secretos y acciones personales. Exponer la intimidad a la mirada ajena y, en gran parte, anónima que ofrece internet no tiene las mismas consecuencias para una persona adulta —que ya ha conformado la esencia de su personalidad— que para un niño, niña o adolescente, que está conociéndose y descubriendo el mundo. ¿Y si esa intimidad la expone para buscar popularidad? ¿Y si esa intimidad la exponen personas de su entorno? ¿Cómo es crecer entre likes?
En un episodio de Black Mirror, una madre monitoreaba absolutamente todo lo que su hija hacía, veía y escuchaba desde su nacimiento y eso se extendió hasta su adolescencia, con una invasión extrema a su vida íntima y un desenlace violento. Hay quienes aseguran que la privacidad como tal, ya no existe y quizás, de tanto mencionarla, empieza a desdibujarse su sentido. Sin embargo, todavía las personas tienen la posibilidad de imponer múltiples filtros y tomar decisiones de qué exponen y qué no. Qué parte de lo privado pasa a lo público. Es importante recordar que la privacidad es, además, condición necesaria para gozar de diversas libertades, como pueden ser la libertad de expresión, la libertad de reunión, o, incluso, la libertad de ser y hacer tanto en la vía pública como en nuestros propios hogares.
Quizás las consecuencias de la falta de privacidad se hacen más evidentes bajo gobiernos totalitarios, pero sería interesante pensar el siguiente ejemplo: ¿Qué pasaría si pudieran ver, grabar y publicar tus sueños? ¿Hasta dónde la privacidad ya no existe?
La privacidad es uno de los tantos derechos que tienen niños, niñas y adolescentes, junto con el derecho a que se vele por el interés superior del niño, el derecho a la imagen, a la dignidad, a la autonomía progresiva y a ser oído y escuchado y a que su opinión sea tenida en cuenta. ¿A qué se refiere con autonomía progresiva? A que son sujetos de derecho y que, conforme a las características psicofísicas, aptitudes y desarrollo, a mayor autonomía, disminuye el rol de padres y madres en cuanto al ejercicio de derecho de los hijos y las hijas. En el caso de la exposición de menores en internet, incluyendo el uso de plataformas educativas, deben garantizarse sus derechos. Las personas adultas, incluyendo a la comunidad educativa y a quienes regulan y diseñan políticas públicas, pueden y deben tener en cuenta su opinión. Un buen ejercicio sería preguntarles: “¿Te puedo sacar una foto?”. Hace poco, después de haber tenido una conversación sobre este tema unos días antes, una amiga me escribió para contarme que por primera vez le había hecho esta pregunta a su hijo de seis años y se sorprendió con la respuesta:
–Sí, pero no la subas.
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