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Opinión

La ley Bases y el procedimiento administrativo: ¿improvisación, corrupción o ideología?

El proyecto de ley Bases de Javier Milei está repleto de yerros exasperantemente fáciles de salvar pero no se observa, quizás por temor a ofender al poder, intenciones de enmendarlos.
23 de mayo de 2024 16:08 h

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¿Qué pondrías vos en tu “Ley de Bases y Puntos de Partida”, la que se propone emular a tu prócer favorito para refundar la Nación? El Presidente puso varias cosas en la suya: privatizaciones, un régimen de inversiones, una reforma laboral. Puso otra de la que se habla bastante menos: una reforma integral a la Ley de Procedimientos Administrativos. Si la reforma a la LPA es una de las Bases de Milei, acaso debamos hacer el esfuerzo de entender por qué le importa tanto. ¿Qué oculta esta reforma de 28 artículos que se escabulle como polizonte entre el RIGI y el blanqueo?

¿Improvisación?

Durante más de un siglo, la vía ferroviaria entre Moscú y San Petersburgo fue una línea recta con una curiosa pancita por la mitad. La leyenda cuenta que, cansado de las tribulaciones de los ingenieros, el zar Nicolás I se impacientó, tomó una regla con la mano y unió las dos ciudades con una línea, sin notar que la pluma había rodeado el dedo con el que sostenía la regla. Los ingenieros que se llevaron el mapa temieron tanto corregirlo que respetaron esa desviación sin sentido.

La historia tristemente es apócrifa (la pancita en realidad rodeaba una colina que el tren no podía subir) pero refleja lo que ocurre cuando nadie se atreve a corregir al Presidente incluso ante errores obvios. El proyecto está repleto de yerros exasperantemente fáciles de salvar: enumeraciones incompletas, contradicciones evitables, días hábiles que deberían ser corridos. Doy aquí un solo ejemplo para no aburrir: el proyecto dispone que las acordadas de los tribunales judiciales entran en vigencia recién con su publicación en el Boletín Oficial (que, recordemos, depende del Poder Ejecutivo). Así, en el caso de un conflicto entre poderes, el Presidente podría fácilmente bloquear indefinidamente la entrada en vigencia de una norma interna del Poder Judicial, incluso una destinada a proteger su propia independencia. Tan fácil de corregir es esto que se vuelve desesperante que, en el apuro por aprobar la ley como está, no se haga.

¿Corrupción?

Al explorar más la reforma, uno empieza a dudar si lo que encuentra son simples errores. Por ejemplo, la reforma permite que los decretos y resoluciones generales se apliquen a los individuos antes de su publicación, si éstos lo solicitan. En la práctica, esto implica que un funcionario puede dictar normas que permanezcan secretas, salvo para unos privilegiados que se las hayan ingeniado para conocerlas. Esta cláusula no tardará en ser declarada inconstitucional por violar la publicidad de los actos de gobierno. En el entretanto, quién sabe cuántos afortunados gozarán de la aplicación anticipada de normas que los beneficien con respecto a sus competidores o el resto de la población.

Otro aspecto curioso es que se permite que el Gobierno revoque actos administrativos por razones de “mérito, oportunidad o conveniencia”, indemnizando el lucro cesante y no, como siempre sucedió, meramente el daño emergente. Pongamos un ejemplo simple: el Gobierno le concede la explotación del comedor de un ministerio a un comerciante; luego, decide que ese comedor no le sirve más porque la mayoría de sus empleados lleva comida de su casa. Si eso pasa hoy, debe pagarle al comerciante los daños que le produjo la revocación (las indemnizaciones laborales que debió afrontar, los fletes para trasladar sus cosas, etcétera). Si la reforma se aprueba, deberá pagarle además lo que dejó de ganar por el tiempo restante de concesión. Quién pudiera tener un amigo funcionario dispuesto a revocarle los actos administrativos a uno: la misma ganancia, sin el esfuerzo. 

Vamos a un último ejemplo: el silencio administrativo. Hoy, si uno hace una solicitud al Estado y éste no responde al cabo de un tiempo, puede asumir que la respuesta fue negativa y recurrir a la Justicia. Con la reforma de la Ley Bases, para ciertos tipos de permisos, transcurridos 60 días uno puede asumir que la respuesta fue positiva y obtener, tácitamente, el permiso que buscaba. Seamos malpensados de nuevo: ¿qué será más fácil: “convencer” a un funcionario de que ponga la firma para darme algo que no corresponde o de que mire para otro lado mientras pasan unas semanas

¿Ideología?

Finalmente, la reforma a la LPA es arrastrada por innegables impulsos ideológicos (después de todo, la ley trata nada menos que de la relación del individuo con el “maldito Estado”). Sigamos con el ejemplo del silencio administrativo. Si se aprueba la reforma, si le solicito al Estado un permiso para portar armas (incluso armas de guerra) y en 60 días no me responde, puedo considerarme autorizado y solicitar mi inscripción en el registro de legítimos usuarios. Generalmente, los países que han experimentado con el silencio positivo han exceptuado a las cuestiones que involucran la seguridad pública; la ley Bases no lo hace. Uno podría haber pensado que se trataba de una omisión involuntaria, hasta que la semana pasada la ministra de Seguridad anunció que el Estado facilitaría la portación de armas. En el país de las Bases, se presume que los individuos pueden portar armas.

Si se aprueba la reforma, si le solicito al Estado un permiso para portar armas (incluso armas de guerra) y en 60 días no me responde, puedo considerarme autorizado y solicitar mi inscripción en el registro de legítimos usuarios

Así, a través de toda la reforma, se amplían las facultades del individuo (¿o de algunos individuos?) en detrimento de los poderes estatales. Si esto suena bien es porque la narrativa oficial ha logrado mostrar a una persona desprotegida frente a un Estado omnímodo. Muchas veces, sin embargo, el procedimiento administrativo involucra personas jurídicas de gran magnitud y con gran poder sobre las personas a las que se pretendía proteger (digamos, para ser amplios, la Barrick Gold o la CGT). La ficción libertaria que equipara a las personas de carne y hueso con las grandes corporaciones, como si no existieran empresas con mayor patrimonio que el PBI de varios países juntos, encuentra aquí un paño propicio.

En el proyecto, por ejemplo, todos los trámites ante el Estado son gratuitos, ¡con lo que nos molesta pagar por el pasaporte o el DNI! ¿Es igual de agradable si pensamos que estamos financiando —con el IVA de los fideos, como se dice ahora— los trámites de las grandes constructoras frente al Registro de la Propiedad Inmueble o de los grandes laboratorios frente a la ANMAT? Paradójicamente, al mismo tiempo el Gobierno busca prohibir por ley la utilización de la palabra “gratuito” para describir cualquier otra actividad del Estado. En la lógica peculiar de la ley Bases, los trámites de las constructoras y laboratorios son “gratuitos”, mientras que las campañas de vacunación están “solventadas con los tributos de los contribuyentes”.

El Presidente tiene derecho a interpretar que su mandato electoral incluye una reforma profunda en la relación entre el Estado y los individuos, y es legítimo que busque plasmar esa reforma en una ley del Congreso. Lo que es difícil de tragar es que una norma con el peso práctico y ideológico de la LPA se cuele desapercibida mientras discutimos otras cosas, sólo porque pocos se animan a pedirle al zar que corra el dedo.

SG/JJD

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