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Las consecuencias institucionales del rechazo al DNU

Una panorámica del recinto del Senado, el 14 de marzo último, día en que se rechazó por mayoría el DNU 70/2023 dictado por el presidente Javier Milei.

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El Senado rechazó el DNU 70/2023. No es la primera vez que ocurre, como ha divulgado erróneamente el Presidente, pero tampoco es algo frecuente. De los cientos de decretos de necesidad y urgencia que se han dictado desde la reforma constitucional de 1994, esta es la sexta vez que una de las Cámaras del Congreso rechaza uno (le había ocurrido dos veces a Cristina Fernández y tres a Mauricio Macri). La pésima Ley 26.122, sancionada en 2006, ha promovido una permisividad pasiva frente a ellos: como alcanza con una sola Cámara para mantenerlos en vigencia, en el mejor de los casos el oficialismo de turno los trataba en la Cámara en la que tenía mayoría para aprobarlos y luego se volvía inútil tratarlo en la otra. En consecuencia, no hemos construido una práctica seria de control parlamentario sobre los decretos de necesidad y urgencia, como manda la Constitución.

En unas semanas, probablemente será el turno de la Cámara de Diputados. La cuestión reviste una importancia política fundamental que otros sabrán explicar mejor que yo. Es verdad que sería la primera vez que ambas Cámaras del Congreso rechacen un DNU desde que el procedimiento fue creado; también es verdad que jamás un presidente había elevado la apuesta de este modo en relación con un decreto, dándole dimensiones refundacionales y planteando su aprobación como una cuestión existencial. Políticamente, entonces, se trata de encontrar una salida elegante al atolladero en el que el Presidente ha decidido, con toda voluntad, sumergir al Congreso. No sé cómo se hace ni tengo mucho para decir al respecto.

Sin embargo, sí me interesa hablar sobre la cuestión en términos institucionales. Si bien la Ley 26.122 exige a los legisladores expedirse acerca de la “validez” del decreto según “requisitos formales y sustanciales establecidos constitucionalmente” (en otras palabras, sobre su constitucionalidad), los senadores oficialistas y filo-oficialistas casi ni lo intentaron: se dedicaron a acusar a los opositores de hipocresía (“ahora son todos constitucionalistas”, era el tono general) o de denunciar genéricamente la gravedad de la situación económica como si ésta volviera innecesaria cualquier justificación. A tal punto fue evidente la renuncia del oficialismo a defender la constitucionalidad del DNU, que un senador opositor se burló de un par libertario: “Tenía miedo de defender esto, como es abogado le van a sacar la matrícula”. 

Ante esta situación, parece ocioso argumentar contra una constitucionalidad que nadie defiende. Dado que un DNU es de toda excepcionalidad, pesa sobre quien lo defiende la carga de argumentar su validez. Sin embargo, nadie en el Senado sostuvo seriamente que había que votar el DNU por ser constitucional; el argumento general fue que había que votarlo a pesar de no serlo. El senador Luis Juez fue el más claro en este sentido: “Por supuesto que este es un manual de buenas intenciones con un montón de agujeros jurídicos horribles [pero] ninguno de los que está acá tiene facultades para discutir la constitucionalidad, para eso está la Corte”. Es importante resaltar, frente a la inminencia de la discusión en la Cámara de Diputados, que este argumento es erróneo y peligroso: necesitamos que el Congreso piense y decida sobre el DNU 70, también, en términos constitucionales.

Siempre el Congreso se encuentra realizando interpretación constitucional. Hay veces que lo hace de modo preventivo: numerosos académicos han estudiado cómo los poderes legislativos en todo el mundo intentan evitar sancionar normas que luego podrían ser declaradas inconstitucionales por sus respectivos poderes judiciales. Si un senador cree que el DNU 70 es contrario a la jurisprudencia de la Corte Suprema (como lo es, según el consenso de los expertos), votar por aprobarlo es un desafío a la Corte. Ocasionalmente, desafiar a la Corte puede ser políticamente necesario para modificar prácticas anquilosadas (así se gestó, por ejemplo, el New Deal estadounidense); lo que no se puede es disfrazar ese desafío de deferencia impotente. Si lo que desea el Congreso es desafiar a la Corte aprobando un DNU que sabe inconstitucional, nos conviene en todo caso que nos lo diga.

Otras veces, y las más interesantes, el Congreso realiza interpretación constitucional porque la Constitución no es un documento que esté reservado a expertos ni a iluminados: es la norma que rige nuestra vida en común, y las disputas políticas son también una disputa por el sentido constitucional. La discusión sobre el matrimonio igualitario fue, también, una disputa sobre el significado constitucional de la igualdad y de la familia; la persistente lucha por el aborto es, también, una discusión sobre los valores constitucionales de la vida y de la libertad. El presidente Milei es tal vez uno de los políticos más conscientes de esto, y por eso le pidió al Congreso, de modo explícito, que sancionara la ley ómnibus para “restituir el orden económico y social basado en la doctrina liberal plasmada en la Constitución Nacional de 1853”. La política y el derecho, en definitiva, comparten la ambición de regir nuestra vida en común. Un argumento político que prescinda del derecho sería tan hueco como uno que ignore que el derecho es, si me perdonan la metáfora, política condensada.

Al enfrentarse al DNU 70, entonces, la Cámara de Diputados estará también moldeando nuestro derecho y nuestra práctica constitucional. Si lo aprueba, se habrá expedido por la constitucionalidad de un decreto que a sola firma reforma o deroga cerca de ochenta leyes permanentes y que, por lo tanto, autorizará a cualquier presidente futuro a sentirse habilitado a hacer lo mismo. Aprobar el DNU a la vista de todo el mundo sin siquiera intentar explicar, mirándonos a los ojos, cómo es que puede ser constitucional un decreto sin necesidad ni urgencia, envía la señal de que los límites institucionales ya no importan y que todo se reduce a la circunstancial relación de fuerzas. La guerra, y casi ya no por otros medios.

Si lo rechaza, por el contrario, estará enviando el mensaje opuesto: en la Argentina rige la división de poderes, y los representantes del pueblo reunidos en el Congreso no toleran ser ignorados. Las normas que rigen nuestra vida en común deben ser aprobadas por quienes nos representan a mayorías y minorías, y prevalecen las decisiones colectivas por sobre los impulsos individuales. Tal vez ésta pueda ser, después de todo, la contribución involuntaria que Milei habrá hecho a la institucionalidad argentina.

SG/JJD

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